La ve correr por el camino de piedras y una parte de él se pregunta cómo unas piernecitas tan pequeñas puedan alcanzar semejante velocidad. La otra parte de él tiene un pánico atroz a que se caiga y se rompa su pequeña cabecita.
-Claire, no te alejes tanto-dice Quill acelerando para llegar junto a ella, que ya ha abierto la puerta de su casa.
Oye como sus pequeños piececitos arrancan el sonido del suelo de madera, y cuando llega a su lado, está delante de la nevera, mirándola con las manitos en su diminuta cintura. Quill se sienta en uno de los taburetes que hay al lado del mostrador, sin quitarle los ojos de encima a la niña. A su niña.
Al principio no entendía muy bien que le pasaba, y se sentía jodidamente extraño sintiendo que podría matar todo rastro de vida en el universo con tal de que nadie le pusiese una mano encima a la niña de dos años que acababa de ver en casa de Emily. Después, cuando Sam se lo explicó, cuando le explicó que ella sería su compañera, que no se había vuelto loco y que sólo se había imprimado (de una niña de dos años, qué locura), todo se convirtió en una especie de fiesta.
Era increíble cómo una niña de dos años podía hacerlo reír de las cosas más absurdas mientras paseaban por el bosque o por la playa. Era increíble cómo, cada vez que ponía esa expresión concentrada, como si estuviese pensando cosas demasiado complejas para su edad, él se quedaba embobado mirándola. Y sobre todo, era increíble como había dejado de pertenecerse a sí mismo para pertenecerle a ella.
-Quill, quiero helado-Claire se gira en redondo y lo mira con esos grandes ojos verdes. Entonces ese puchero, que es completamente innecesario, sólo logra dejarlo momentáneamente atontado. Se levanta y abre la parte de arriba de la nevera.
Aparta la bolsa de croquetas precocinadas y los guisantes hacia un lado para sacar una caja de seis helados de cucurucho. Se agacha para quedar a la altura de Claire y acaricia despacio su naricita diminuta.
-¿Fresa o chocolate?-pregunta, intentando que no le salga la sonrisa de gilipollas, como Jacob la llama. Esa que pone cada vez que la mira, la toca o simplemente piensa en ella.
Claire arruga esa preciosa naricita suya, y ladea la cabeza. Quill ve como el sol se refleja en su pelo rubio, arrancando destellos dorados.
-Los dos-dice entonces ella. Y Quill sabe que debería decirle que no, que dos helados son muchos, porque luego no cenará y Emily le echará la bronca a él. Pero cuando ella lo mira de esa forma, Quill pierde hasta el sentido de la orientación.
Por eso cuando ella, sentada en un taburete alto, desenvuelve los dos helados, pringándose las manos y la ropa en el proceso, él sólo puede sonreír. Como cuando ella le embadurna el helado por la cara, intentando apuntar a su boca para hacérselo probar. O como cuando, con la cara embadurnada y la ropa toda pringosa de fresa y chocolate, se queda dormida abrazada a Quill.
Él se siente el hombre más afortunado de la tierra. Simplemente, porque aunque no entienda muy bien el porqué, la tiene a ella.
Y eso es mucho más de lo que había querido nunca.