La luz de la calabaza que descansaba sobre la repisa de la chimenea lanzaba sombras fantasmagóricas por todo el salón; pero en esa casa no había lugar para la tristeza. Estaban juntos, estaban enteros. Estaban bien.
Lily tenía la cabeza apoyada en el hombro de James, que, con el pequeño Harry sentado precariamente sobre las piernas, hacía carantoñas a su hijo.
Fuera de las paredes de su casa, la guerra incesante iba a peor. Pero ellos estaban a salvo. Protegidos por el amor inquebrantable de un amigo. Alguien que no los dejaría caer.
El pequeño Harry bostezó, enseñando sus dos diminutos incisivos superiores y uno inferior. Al mismo tiempo soltó una gorjeante risita ante las cosquillas de su padre. Lily suspiró, incorporándose y poniéndose de rodillas en el sofá.
Besó a James. Primero en la mejilla, y fue bajando, lentamente, hasta llegar a sus labios.
-Creo que el pequeño Potter tiene que irse a dormir-susurró, rozando su nariz con la de su marido, mientras cogía a su pequeño en brazos.
James le dedicó una sonrisa. Esa sonrisa suya significante de que todo iba a ir bien. La sonrisa confiada que sabía a libertad, a ilegalidad y a Merodeador. La sonrisa que de la que Lily se había enamorado.
-Pues entonces tengo que escoltar al pequeño Potter y a su madre a la cama, no vaya a ser que uno de los dos se pierda por el camino-dijo, rodeando la cintura de Lily con un brazo, atrayéndola hacia él antes de besarle el pelo y después besar la pequeña cabecita de su hijo.
Lily soltó una risita, alcanzando el primer escalón que los llevaría al piso superior.
Se oyó un violento estruendo en la puerta, y ambos se quedaron estáticos, mirándose a los ojos. Entendiendo que, aunque se quisiesen más que a nada en el mundo, todo se había acabado.
Voldemort entró por el umbral de la puerta de los Potter, y lo que ocurrió allí, esa noche de Halloween de 1981, bueno… eso es historia.