París. La cuidad de la luz. La ciudad del amor.
París. Su hogar. El hogar del viajero extraviado. El hogar del Fronsac perdido en el mundo. Él.
Estaba allí, sentado en un café de Avenue Marceau, tamborileando distraídamente con los dedos sobre la cubierta de su libro. Y volvía a sentirse como un niño. Volvía a sentirse como aquel Henrie Fronsac de dieciocho años que salió de Charles de Gaule una nublada tarde de junio con dos amigos, listos para la aventura.
Y era extraño volver a sentirse como él. Porque él había muerto una nublada tarde de junio, sólo que siete años después. La nublada tarde de Junio en que lo que durante años había sido su razón de sonreír cada mañana, Mika, su preciosa Mika, le había dicho, con una sonrisa, cínica, en los labios, que llevaba años acostándose con Dave e Isaac. Con amigos que había hecho allí. Amigos fuera de Francia.
Jamás habría imaginado, con dieciocho años, que se enamoraría. Había oído a su padre y a su tío hablar de ello de vez en cuando, pero, sinceramente ¿qué en el mundo es capaz de hacer que la tierra deje de girar para un Fronsac? Pero aterrizó en tierras extrañas, y al cabo de cinco semanas, su mundo se había difuminado, desaparecido. Y sólo existía ella. Ella y todo el tiempo que pudiese pasar a su lado.
Había sido tan idiota. Tan ingenuo. Había estado tan enamorado… y, pese a que seguramente eso era lo que más le jodía, todavía lo estaba.
Porque cuando un Fronsac se enamora, lo quiera o no, es para siempre.
Y allí estaba él, sentado en un café de Avenue Marceau, volviendo a sentirse como cuando tenía dieciocho años, como en el momento en el que se enamoró. Se sentía de nuevo ligero. De nuevo le apetecía reír. Soñar. Gritarle al mundo que estaba vivo.
Porque se había enamorado y le habían roto el corazón. Pero no estaba muerto.
Y tal vez el motivo de su renovada risa, de volver a sentirse ligero otra vez, era que había encontrado a alguien que lo hacía girar. Alguien que hacía que se sintiese parte de algo. Que se sintiese, contra todo pronóstico, comprendido.
Que se sintiese bien. Vivo. Entero.
Y cuando Henrie Fronsac se siente así, no pasa mucho tiempo antes de que la tierra deje de girar para él.
Otra vez.