La primera vez que hacemos algo, suele doler, suele dar miedo, suele, incluso, aterrar. La primera vez que nos enamoramos, la primera vez que estamos con alguien, la primera vez que recordamos. O cada vez que recordamos por primera vez.
Dicen que somos aquello que recordamos, porque los recuerdos hacen que seamos de una u otra manera, dependiendo de lo que nos haya tocado vivir. Dicen también que cuando perdemos a quien nos da cariño nos volvemos seres solitarios, silenciosos. Dicen que cuando se pierde a la gente que nos quiere no volvemos a sonreír.
Y tienen razón, o tal vez no.
Porque somos hielo y somos fuego, somos llanto y somos risa, somos buenos y malos momentos, acumulados e incontables, que escriben el ritmo de una vida, o de cientos.
Cierra los ojos y apoya la cabeza en el césped, y aunque esté bajo el sol de mayo, tumbada en los jardines de un colegio a cientos de kilómetros de distancia de su casa, Elianne no puede arrancarse esa imagen de detrás de sus pupilas. Porque se dice que la primera vez se recuerda siempre; y esa primera vez, que no tiene nada que ver con lo que ha hecho con Lionel, ni tiene nada que ver con enamorarse, duele más que cualquier cosa imaginable; porque sabe que, pase el tiempo que pase, ese recuerdo seguirá siempre en su cabeza, sin que nada más importe.
Su primer recuerdo. Un recuerdo de miedo. De lágrimas. De incomprensión.
Llovía.
Era noviembre y llovía.
Desde el momento en que se había levantado, la casa había sido un continuo ir y venir de gente, ataviada con abrigos, bufandas y paraguas de tonos oscuros.
Su madre no había ido a despertarla, como hacía normalmente, y Ely se sintió confusa; tal vez esa confusión primaria hizo que el recuerdo se clavase tan adentro en su alma. Fue Cooky quien la fue a despertar aquella mañana, con lágrimas en sus ojos azules del tamaño de manzanas, y con un paño negro que en aquel momento Ely no supo interpretar.
-Cooky… ¿dónde está mi mamá? -había preguntado un poco adormilada, mientras la elfina la sacaba de la cama con delicadeza.
-Madame Marie no va a poder venir, señorita-había dicho la elfina con la voz entrecortada.
Ely había ladeado la cabeza y había mirado fijamente a Cooky, que por aquel entonces era de su estatura.
-¿Y por qué no? -había preguntando sin entender.
-Porque tu madre se ha ido y no va a volver jamás-había dicho la voz de su padre desde la puerta.
En aquel momento, la pequeña Elianne no había sabido entender los ojos rojos de su padre, su corbata desatada sobre sus hombros y su camisa con los dos primeros botones desabrochados, su pelo castaño normalmente muy bien peinado era un desorden, y su semblante era triste, tan triste que Ely intuyó que pasaba algo malo. Algo muy, muy malo.
-¿Cómo no va a volver, papi? -había preguntado ella, diminuta, y con las manos en la cintura, encarándose con su padre, allá un metro por encima de ella-Mami nos quiere y no va a dejarnos solos-había razonado, con una seguridad irrefutable en el amor que su mami les tenía.
Su padre se había arrodillado delante de ella, para quedar a su altura, y le había puesto sus manos enormes sobre los hombros huesudos.
-Tu madre… Elianne, cariño… tu madre ha muerto, y… nunca volveremos a verla.
Ella se había mordido el labio inferior, intentando asimilar lo que su padre le acababa de decir, pero era demasiado confuso.
Su mamá se había ido y nunca más volverían a verla.
-Pero mi mami me quiere…-había susurrado en voz baja.
Entonces su padre la había estrechado con fuerza contra su pecho y le había besado el pelo antes de levantarse y mirar a Cooky.
-Vístela de acuerdo con la situación… y hazte cargo de explicárselo-había dicho antes de salir.
Ely se había girado hacia Cooky, que se retorcía las manitos con ademán compungido.
-Cooky… ¿Mi mami me quiere, verdad? -había preguntado-Me portaré bien, no protestaré cuando haya verdura, no entraré a casa con los pies sucios… pero no quiero que se marche-había dicho después, componiendo un mohín.
-Madame Marie no va a poder volver nunca, señorita- había dicho Cooky con voz compungida.
Ely había sentido una punzada en el pecho cuando le dijo eso, porque ella quería estar con su mamá. No sabía estar sin su mamá. Porque ella lo era todo en su mundo cuando su papi no estaba.
Cooky la había abrazado con fuerza, y a Ely se le había llenado la nariz de olor a canela y manzana; porque Cooky dormía en la despensa, y el olor de la fruta, un olor agradable, se le quedaba en la piel. Un olor que en el futuro la haría sentirse en casa.
La joven elfina le había puesto un precioso vestido blanco, por la rodilla, y unos calcetines con lacitos violetas. Le había puesto los zapatos negros que su madre le había comprado en París el último verano, y le puso un sombrerito blanco con un lazo púrpura en un lado.
Por aquel entonces, Ely había tenido el pelo peinado en tirabuzones, como su madre, que tenía unos rizos muy bonitos, del color del sol; y tal vez era por eso que la gente hablaba de la pobre muñequita cuando la veían ese día.
Cuando salió con Cooky de su cuarto, el mundo se convirtió en un torbellino de gente que se acuclillaba para besarle las mejillas mientras su elfina doméstica se iba abriendo paso hacia el jardín, donde, en una carpa bajo la lluvia, entre los dos sauces llorones, se congregaba una pequeña multitud, que se extendía hasta la casa.
Cuando Cooky terminó de abrirse paso entre la multitud, Ely vio a una mujer rubia, bastante parecida a su madre, abrazada a un hombre de pelo negro, llorando a lágrima viva sobre un pañuelo, mientras dos niños, un bebé rubio en una sillita y otro con el pelo castaño estaban un poco más atrás. Su padre miraba al infinito, con lágrimas cayéndole por las mejillas sin que se diese cuenta.
Fue entonces cuando vio la caja de madera negra, con una corona de rosas blancas apoyada a sus pies. Se le aceleró el corazón en contra de su voluntad, mientras, soltándose de Cooky, daba pequeños pasitos hasta llegar a la caja.
Se puso de puntillas, para ver qué había dentro, y vio a su madre, dormida allí. Era muy guapa. Era tan rubia que parecía que la luz saliese de su pelo, y tenía una piel tan blanca que la luna oscurecería a su lado.
Depositó un beso en la mejilla de su madre. A veces, cuando hacía eso, ella se despertaba y le hacía un hueco en la cama, entre ella y su padre; pero esa vez no reaccionó.
Se mordió el labio inferior. A lo mejor necesitaba dormir un poco más.
-Felices sueños, mami…-susurró antes de alejarse de la caja, reflexionando lo extraño que era que su madre durmiese dentro de una caja y no en una cama. Se acercó a su padre y agarró una de sus manitas entre las suyas y estiró el cuello mientras su padre la miraba con un brillo en los ojos que Ely no supo descifrar.
Entonces dos hombres ataviados de negro desde la cabeza a los pies se acercaron y taparon la caja donde dormía su madre. Quiso gritar, de verdad que sí, porque si cerraban la caja su mami no podría respirar; pero las palabras se le atragantaron en el pecho, y con una punzada terriblemente dolorosa a la altura del corazón, entendió que no volvería a ver a su madre nunca más.
Abre los ojos y respira profundamente, mientras nota como una lágrima se le escapa del ojo derecho, al tiempo que se impulsa en el césped para sentarse. Se seca las lágrimas con la manga de la túnica y suspira.
Su primer recuerdo es del día de la muerte de su madre. Triste, sí. Pero bonito. Duele que el único recuerdo que tiene de ella sea dentro de una caja de ébano. Pero lo peor fueron los seis meses que tardó en volver a pronunciar palabra después de ese “felices sueños”.
Se levanta del césped, y ve que el sol está empezando a ponerse ya. Tal vez deba buscar a Lena, o a Lionel, o a Phons… cualquier cosa con tal de alejar ese recuerdo, pesadilla recurrente, de su mente.