La noche, casi eterna, es oscura, y sin embargo, la luna brilla alta en el firmamento, como si todo por lo que la humanidad vive no tuviese sentido en esos momentos. Y sin embargo, es durante la noche cuando todo adquiere sentido para los vampiros.
Rosalie siempre se ha caracterizado por no tener miedo a nada ni a nadie desde su transformación. Tiene un cuerpo más fuerte que el acero, tiene una velocidad que va más allá de la comprensión humana, y, sobre todo, tiene una tenacidad más fuerte que los parámetros normales de los de su especie.
Mató sus miedos a sangre y fuego, se vengó con saña de todos aquellos que alguna vez osaron hacerle daño, y sin embargo, ahora tiene miedo.
Sentada en esa cama de cabezal de hierro forjado, con las piernas cruzadas y el capullo de una pequeña rosa roja entre sus manos, regalo de Emmett, siente miedo. Precisamente. Miedo de él.
Él, en quien ella ha confiado más que en nadie, porque en sus ojos, cada vez más dorados, cada vez menos borgoña, vio un destello de algo que le da la confianza suficiente como para sincerarse con él como no se ha sincerado con nadie.
Emmett, que la entiende, como la ha entendido desde el primer momento en que la miró como vampiro, como si estuviesen predestinados o interconectados de una forma más allá de lo meramente vampírico, humano, mortal o inmortal. Emmett, que, cuando ella le contó lo que le hicieron en su última noche como humana, en lugar de rechazarla y sentir asco, la abrazó con fuerza contra su amplio pecho y le besó el pelo con ternura hasta que logró desterrar a todos los fantasmas de las pesadillas de Rosalie al pozo del olvido.
El mismo vampiro alocado e irreflexivo, pero al mismo tiempo tierno como ningún otro ser que ella haya conocido jamás. El mismo que ahora la mira con el deseo brillando en el fondo de sus pupilas casi doradas y logra que hasta la más fría fibra del corazón de Rosalie se estremezca con una mezcla de miedo y anticipación mientras él cruza la habitación con una media sonrisa que indica que quiere jugar.
Pero no con una pelota o alguno de esos trastos con los que juega con Edward. Rosalie sabe que Emmett quiere jugar con ella, y no precisamente a las cartas.
Se lo dice su mirada, cargada de deseo palabras que nunca se han dicho. Se lo dicen sus besos, jugando saltarines por la base de su cuello y llegando a su clavícula izquierda, mientras una mano enorme baja levemente la tira de su camisón rojo carmín, a par que la rosa.
Se lo dice también la otra mano de Emmett, rodeándole la cintura mientras la acompaña en un suave movimiento hasta dejara tumbada en la cama. Se lo dice su nariz, rozándole suavemente la frente antes de que sus labios dejen un beso entre las perfectas cejas de Rosalie.
Se lo dice en un beso, con sabor al juego más serio al que Emmett ha jugado jamás. Porque él solo sabe vivir para protegerla. Para quererla.
Se lo dicen sus labios, besando despacio el lóbulo de su oreja, mientras sus brazos rodean su cintura. Se lo dicen despacio “te quiero, Rose, preciosa”, mientras los dedos de Rosalie se enredan en el pelo negro y rizado de Emmett y tira de él levemente, logrando que se separe de su piel durante el momento que le lleva acercar sus labios a los de él, susurrar un “y yo a ti, Emmett”, y besarlo. Besarlo como si se acabase el mundo.