(una entrada de blog en cuatro actos, algunas fotos y un montón de papeles)
Cuando era niña, en mi casa (bueno, en casa de mis abuelos) había un baúl de cedro donde se guardaban las fotografías. Era una cosa muy curiosa porque aunque las mujeres de la casa se distinguían por buscar el orden en todas las cosas, las fotografías, negativos, visores y demás estaban almacenados sin ningún sistema en particular. Las fotos de ese baúl cubrían décadas enteras. Había una foto de la abuela francesa de mi abuelo, de mi bisabuelo el capitán, de mi abuela cuando era niña, mi abuelo cuando boxeaba y cuanto era pitcher en la liga local. Fotos de la Diana (la perra de mi tío Fernando) y Conchinchín (el gato), del primer coche que compró mi madre y así todo el camino hasta llegar a las fotos (ya a color) donde ya salíamos mi hermano y yo. A mi hermano y a mí nos gustaba cada cierto tiempo sentarnos en el suelo frente al baúl y ver qué nueva foto descubríamos y pedirles a mis abuelos que nos contaran esas historias de antaño.
Algunos años después, visitando una tienda de muebles me encontré con un baúl, hecho como para decorar la habitación de una jovencita, y empecé a fantasear con la idea de comprarlo y empezar mi propio archivo de recuerdos. Costaba en aquél entonces $1,500 pesos, pero podría igual haber costado $150,000 o un millón pues la voz de mi madre se impuso ¿Para qué quieres eso? ¡Esa madera no es tan buena! ¡Solo vas a estar guardando basura! No hubiera importado el argumento de que ya mi abuelo trabajaba poco o nada en la carpintería, o lo que quería lograr con el (La idea de mis hijos o mis nietos replicando la búsqueda de historias) así que solamente lo dejé ir. Curiosamente, el baúl en cuestión se ganó un papel protagónico en la primera pieza que escribí, un cuentito sobre una jovencita soñadora, unas piñatas y el amor de sus abuelos que bien pudo haber ganado algún concurso de no ser por la generosa estupidez o la estúpida generosidad que me caracteriza.
Adelantemos la cinta todavía más años. Era el día del maestro del 2005 y Jossie llegó a mi salón con una caja de cartón, con estampado de flores. La etiqueta decía que estaba diseñada para almacenar fotografías, pero pronto se volvió el hogar de más que eso. En ella guardaba la primera credencial de elector que tuve (la única vez que he tenido una pinta decente en un documento oficial), la credencial para votar de mi abuelo (que tomé sin decirle a nadie la mañana después de su funeral), algunas manualidades de los niños, los recortes de periódico donde mencionaban nuestra participación en los torneos de tochito y la nota en plana completa anunciando que mi alumna había ganado el primer lugar en el concurso de deletreo nacional. Poco a poco se fueron agregando más cosas y seguía encontrando en el recorrido mental por ellas la misma calidez que cuando lo hacía de pequeña. Cuando me mudé a Puebla, no pude traer la cajita conmigo al principio y cuando por fin me mandaron su contenido en una bolsita de plástico (supuestamente la caja se rompió en algún momento), la sagacidad de la persona que me ayudaba a limpiar en ese entonces derivó en que todos esos recuerdos fueran tirados a la basura sin más.
Con eso llegamos al día de ayer. Buscando unos papeles importantes, me dí a la tarea de vaciar y reacomodar los libreros de la sala. De entre los libros fueron saliendo pequeños recuerdos de los últimos años, cosas que he ido guardando sin darme cuenta. Encontré boletos de conciertos, setlists autografiados, llaveros, algunas cosas un poco más lejanas, otras muy recientes. No encontré los documentos que buscaba, pero por lo mientras he colocado todos estos recuerdos en un solo sitio. Creo que ha llegado el momento de conseguir otra cajita.