Título: Baby, be brave
Fandom: Los Juegos del Hambre
Personajes: Finnick Odair, Annie Cresta, Mags, diferentes OC.
Rating: PG-13
Resumen: Lo único que podía vislumbrar en la niebla de su memoria era el rostro amable de Annie entre una confusión de colores y sonidos.
Nota de la autora: Esta es mi aportación al BigBang Multifandom de
fandom_insano. Ha sido el trabajo de, prácticamente, todo el verano. Tanto mío como de mi queridísima beta,
shiorita. A ella quiero agradecerle toda la paciencia que ha tenido conmigo y los tirones de orejas. Espero que tengáis compasión. El beteo final ha andado un poco corto de tiempo y hemos tenido bastantes problemas técnicos, así que espero que lo comprendáis y también que os guste.
Bajo el cut, el capítulo. También está en
mi LJ y
aquí podéis encontrar el máster post con todos los capítulos.
Capítulo 1
Finnick se despertó con esa sensación de haber tenido un sueño de lo más vívido, pero sin tener ni idea de qué había pasado en él. Recordaba imágenes sueltas, muchos colores e incluso sonidos: trompetas y tambores, gritos de gente eufórica, llantos. Pero ni siquiera era capaz de rememorar qué había sucedido, quién había aparecido en él o qué habían dicho aquellas personas que gritaban.
Lo único que podía vislumbrar en la niebla de su memoria era el rostro amable de Annie entre una confusión de colores y sonidos.
Odiaba aquella sensación, agobiante y estresante: intentar recordar con, quizá, demasiado esfuerzo algo. Lo desesperaba y lo sacaba de quicio, así que decidió que, seguramente, sería mejor prepararse el desayuno. Mientras esperaba a que se calentara el café, cerró los ojos y dejó que su mente fluyera poco a poco. Haber visto el rostro de Annie en sueños, aunque no supiera exactamente en qué situación, lo único que había conseguido era desatar sus recuerdos sobre ella, esos que no creía que consiguiera olvidar. Pero, sobre todos ellos, destacaba una de las primeras veces que la vio, apareciendo por las puertas corredizas del tren que les llevaba al Capitolio. Había visto su rostro, y había sentido, a la vez, dos sentimientos contradictorios: sorpresa y lástima. Porque ella estaba sufriendo, como a muchos les había pasado antes que a ella, año tras año. Como su compañero, que estaba tembloroso a su lado, consumido por el miedo. Como él mismo. Como todo el Distrito.
Se le hizo un nudo la boca al pensar en todo aquello.
Desde que Annie había vuelto al Distrito 4 tras la Gira de la Victoria y él había tenido que regresar al Capitolio a seguir su vida allí, recordarla se hacía mucho más duro, casi insoportable. No podía dejar de pensar en si Annie estaría bien atendida, ahora que él no estaba junto a ella para cuidarla y proporcionarle ayuda. Mags había prometido hacerse cargo de ella, ya que, seguramente, fuera la única en todo el Distrito que entendiera su locura. Pero, aún así, Finnick no podía confiar del todo.
Sacudió la cabeza, apesadumbrado. No le gustaba pensar en esas cosas, aunque muchas veces era completamente inevitable.
Levantó la mirada, esperando a que el café terminara de calentarse y reparó en el correo, que estaba al otro lado de la mesa. Cuando llegó a la cocina ni siquiera se había fijado en que tenía un par de cartas, que le habría dejado uno de los camareros del edificio a primera hora de la mañana. Alargó la mano y cogió los sobres. En el mismo momento en el que vio el primero, se le cayó el alma a los pies.
Si dilucidar sobre Annie y Mags en el Distrito 4 hacía que su estado de ánimo decayera, ver una invitación a una fiesta del Capitolio organizada por el mismísimo Snow hacía que lo único que quisiera hacer fuera meterse a la cama y no salir.
†
Era, prácticamente, como si el día que conoció a Annie en el tren al Capitolio hubiera sido el día anterior. No había pasado mucho tiempo desde entonces, pero lo recordaba todo: cada detalle, cada gesto, cada color, cada sonido se le habían quedado grabados en el cerebro como si se tratase de un tatuaje para toda la vida. Porque, por mucho que le doliera o se alegrara, el día en el que conoció a Annie había quedado como uno de esos momentos que no iba a conseguir olvidar tan fácilmente.
Aquella mañana lo había recordado a raíz de ese sueño extraño del que no se acordaba apenas, pero cualquier otro día habría sido porque el olor del café recién hecho le parecía similar al que flotaba en el vagón en el mismo momento en el que ella y el otro tributo entraron por la puerta.
Al principio, consideró injusto que una chiquilla tan delicada y preciosa se jugara la vida en los Juegos del Hambre. Apenas era una cría, ¿cómo se las iba a ingeniar para sobrevivir en un sitio como aquél? Sabía que aquella niña delgaducha y de pelo enmarañado era ágil y muy ducha en todo lo que tuviera que ver con la natación, pero desconocía si aquello valdría para mantenerla con vida.
Cuando la vio atravesar el vagón comedor en silencio, intuyó que tendría que trabajar muy duro si quería que Annie Cresta saliera viva de la Arena.
Mags se había acercado a él y le había puesto la mano en el hombro. Aunque el peso era ligero, le devolvió de nuevo a la tierra.
-Finnick, estos son nuestros tributos. Annie y Markus.
Annie mantenía la cabeza gacha, incluso cuando ya se hubo sentado en la silla frente a su tutor. Enredaba algo entre los dedos, aunque Finnick no alcanzó a ver qué tenía en las manos. Parecía nerviosa, incómoda. En los escasos segundos en los que levantó la cabeza mientras Mags hablaba de las cosas que les esperaban en la Arena, Finnick pudo comprobar que había estado llorando. Tenía los ojos rojos e hinchados, y se avergonzaba de ello. Cuando vio que uno de sus tutores le estaba observando desde el otro lado de la mesa, corrió a esconder el rostro de nuevo tras su enredada melena castaña.
Aquello le terminó de enternecer. Annie tenía que salir viva de la Arena costase lo que costase. Aunque tuviera que perder su reputación como chico de Snow y permitir que el mismísimo presidente le expulsara de su séquito. Aunque tuviera que echar por la borda esos cinco años de vida en el Capitolio. Realmente, no estaba seguro de que le importara demasiado perder todo aquello si era por la vida de Annie. No sabía qué tenía aquella chiquilla, pero sobreviviría. A cualquier precio.
Sólo cuando estuvo con a solas con Mags en el comedor del tren habló sobre Anni y sus intenciones para con ella.
-Finnick -Había dicho Mags. Su voz cascada y ya cercana a la vejez había retumbado en todo el vagón con el peso de la sensatez que la caracterizaba-. Seamos sinceros. Esa muchacha no tiene muchas posibilidades de vencer, a no ser que los patrocinadores se traguen algún cuento chino que cree el afamado Finnick Odair. Por sí sola, Annie no tiene ninguna posibilidad.
Hundió los hombros.
-Sé que puede parecer una auténtica locura, pero quiero que esa chica salga viva de ahí, cueste lo que cueste.
Haciendo un gran esfuerzo por no caerse sobre la silla como un peso muerto, Mags se sentó a su lado y agarró su mano con fuerza, tanta que le clavaba los huesos.
-Querido, te diré un secreto. Desear que ese tributo al que proteges salga vivo de la Arena es la cruz que tenemos que soportar todos los tutores. En tu caso tuve suerte, porque sabía que eras el favorito, o uno de los favoritos, pero no todos han sido así. He apostado cosas más caras que mi vida porque tributos con más posibilidades que Annie salieran victoriosos, pero no he conseguido nada. Si quieres un consejo, lucha o reza o lo que quieras porque sus muertes sean, al menos, rápidas y poco dolorosas.
Después de aquello, Mags salió del vagón arrastrando los pies con la excusa de que estaba cansada y quería dormir un poco antes de ultimar los preparativos para la ceremonia de presentación de los tributos, pero Finnick la conocía lo suficiente como para saber que realmente lo que quería era dejarle solo.
Las palabras de su antigua tutora habían sido como una patada en el estómago para él, como si su trabajo no fuera a servir para nada, como si Markus y, sobretodo, Annie, ya hubieran firmado su sentencia de muerte. Pero estaba dispuesto a cambiar eso.
†
Sacudió la cabeza con fuerza un par de veces, como para arrancarse los recuerdos de la memoria y deshacerse de ellos de una vez por todas. Siempre le jugaban una mala pasada, llegando en momentos inesperados e inoportunos, como aquél.
Volvió a mirar la tarjeta que tenía entre las manos. La leyó por enésima vez, pasando sus ojos por las letras doradas que brillaban casi con luz propia. Le habían invitado en calidad de chico de compañía y había sido Snow el que había firmado la tarjeta. Sentía cómo la rabia y la tristeza, a partes iguales, le invadían el estómago a marchas forzadas. Era una sensación opresiva, que le estrujaba la tráquea y le impedía respirar.
Su vida como chico de compañía no había estado tan mal. De vez en cuando se acostaba con alguna persona, siempre por dinero, y atesoraba ciertas conversaciones en su cabeza, por si en algún momento le servían de algo, porque las palabras eran armas poderosas, sobre todo en los tiempos que corrían. Pero si había algo que no soportaba era cuando tenía que ir a una fiesta para que se lo rifaran entre todos los asistentes o, al menos, entre los más poderosos, generalmente viudas bien avenidas y altos cargos del gobierno de Snow.
En esos días, se sentía más objeto que de costumbre.
Dirigió los ojos hasta el final de la invitación, donde ponía la fecha, la hora y el lugar. La noche siguiente, en la mansión del presidente. Tenía tiempo para mentalizarse y prepararse hasta entonces.
Se acercó la taza de café a los labios y se bebió el contenido de un trago, mientras seguía observando la tarjeta. Seguramente acudirían a la fiesta todos aquellos que se morían por presumir en sus círculos de amistades sobre la noche que habían pasado con Finnick Odair. Muy a su pesar, era una de esas personalidades famosas en el mundo de la compañía pagada, aunque él pensara que sus servicios no se merecían tantos elogios; al fin y al cabo, muchos otros muchachos y muchachas del Capitolio habían recibido educación al respecto. Él sólo se limitaba a usar su instinto.
Se estremeció al preguntarse cuántas personas decidirían intentar comprar sus servicios aquella noche y, al instante, deseó que pasara el mal trago y despertarse la mañana siguiente a la fiesta, dispuesto a olvidar lo que debía y a recordar lo que mereciera la pena.
†
La noche se había tendido, clara y cálida, sobre el Capitolio. Las farolas amarillentas alumbraban las amplias y concurridas calles de la ciudad mientras Finnick, ataviado con su mejor traje, de color granate, atravesaba el tráfico del Capitolio, montado en un coche de alquiler que Snow le había mandado hasta su casa. Al menos, ser el niño mimado y favorito del presidente tenía sus ventajas.
El coche se paró justo frente a la puerta principal de la mansión de Snow. Las enormes puertas de metal y cristal estaban abiertas de par en par y dejaban ver el gran jardín que se extendía frente a la mansión de piedra de Snow.
Bajó del coche, agradeciendo al conductor que le hubiera traído hasta allí y, mientras el ruido del motor se perdía entre los demás sonidos de la ciudad, se paró, maravillado ante tal muestra de poder. Había estado más de una vez en aquella mansión, siempre que el presidente había organizado alguna fiesta por algún nimio evento, o por ninguna razón en concreto. No podía evitar sentirse invadido por la inmensidad del lugar.
Supuso que lo que sentía él en ese momento al observar los jardines y la mansión de Snow era lo que les pasaba a todos los capitolinos que adoraban a su presidente: el poder, la inevitable atracción del poder. Ese magnetismo y esa admiración.
Con un suspiro, echó a andar hacia el interior del jardín, siguiendo siempre el ancho camino de piedras, iluminado a la perfección por pequeñas farolas a los lados. Desde fuera de la casa ya se oía el rumor de la fiesta, el murmullo de voces alegres, el susurro de la música en el salón principal. Cuando llegó a la puerta principal, los dos agentes de paz que había apostados a ambos lados de la entrada se limitaron a dirigirle una mirada extrañada, dejándole pasar sin ninguna pregunta.
Sólo tuvo que seguir el sonido de la conversación para saber a cuál de todos los salones que tenía la mansión de Snow dirigirse. En aquella ocasión, el presidente había elegido el salón de fiestas más grande que tenía, un lugar que Finnick se conocía de memoria, porque era el que Snow más usaba: una estancia amplia, con un pequeño escenario para orquesta, y decoración exquisita y delicada, con pequeños cristales engastados en las paredes, y filigranas doradas de hojas y flores en todos los rincones. También tenía un gran ventanal que daba a los jardines y un pequeño rincón con mullidos sillones tapizados en rojo y granate.
Volvió a suspirar cuando, desde fuera del salón, frente a las puertas abiertas, vio a todas las personas que se congregaban en pequeños grupos, todos con sus mejores trajes y vestidos, tatuajes brillantes y llamativos peinados. Eso que se encontraba ante sus ojos era el verdadero Capitolio: fiestas privadas del presidente en las que nadie escatimaba con nada. Todo era suntuosidad e intrigas. Ambas cosas se mezclaban de tal manera que Finnick ya no estaba seguro de que se pudiese dar la vida en el Capitolio sin una de ellas.
Avanzó con paso seguro hacia el interior de la estancia y cogió una copa de vino del primer camarero que se le acercó. Después se limitó a serpentear entre los grupos de invitados, que le saludaban con falsas sonrisas y miradas lujuriosas, hasta que el presidente se acercó a él. Llevaba una de sus mejores sonrisas pintada en la cara y el pelo canoso le brillaba a la luz de las lámparas de vidrio.
-Oh, Finnick -Le dijo, a modo de saludo-. Me alegra verte por aquí. Como no recibí la confirmación de tu asistencia, pensé que no vendrías.
-Por nada del mundo me perdería una de sus fiestas, presidente -Aquello formaba parte del ritual más ensayado que Finnick había hecho jamás en la vida. Estaba más pactado que la propia Gira de la Victoria, y ambos sabían que se fundirían en cumplidos hasta que el otro se cansara de darlos y recibirlos-. Ya sabe que opino que son las mejores de todo el Capitolio.
Sonrió, con la mejor mueca que sabía poner.
-Finnick, tú siempre tan correcto -con una delicada mano, le dio una palmadita en la espalda-. Ven, te presentaré a algunas personas.
Con la misma mano, le empujó ligeramente hacia el grupo con el que había estado hablando antes. Eran tres hombres y una mujer, que, supuso, que era la esposa de uno de ellos. Ella, al verle, se sonrojó ligeramente bajo el maquillaje color melocotón y apartó la mirada, avergonzada. En su fuero interno, el chico sonrió.
-Finnick -Dijo el presidente Snow, devolviéndole al mundo real, en el que sólo seducía a alguien si se lo encargaban-. Es un placer presentarte a Oliverius Zrom, Mathias Stevens, Cassio Beel y su mujer, Sylvia Beel. Señores, señora, este es Finnick Odair, orgulloso ganador de los 65º Juegos del Hambre.
Snow sonrió con una mueca amplia y miró a sus invitados. Sus acompañantes, sin embargo, se limitaban a observándole con miradas afiladas. Todos sabían quién era él, a pesar de que él no tuviera ni la más mínima idea de quiénes eran ellos. Eran personas importantes, de eso estaba seguro, lo suficiente como para que el presidente Snow mantuviera una conversación con ellos en una de sus fiestas.
Se acercó la copa de vino a los labios y bebió un sorbo mientras observaba a aquellos hombres, que hablarían durante toda la noche sobre cosas que él jamás entendería. Miró también hacia la mujer, que le dirigía discretas miradas y se sonrojaba cada vez que sus ojos se cruzaban.
-Precisamente -dijo de repente Snow- estábamos hablando de ti antes de que llegaras. Les estaba diciendo que me siento muy orgulloso de tenerte aquí, en el Capitolio, con todos nosotros.
Finnick sonrió, condescendiente, porque sabía porqué el presidente le quería en la ciudad.
-Me halaga, presidente -respondió.
La conversación siguió durante un largo rato. El tema que aquellos días más se oía por las calles del Capitolio era la escalada de delincuencia juvenil que estaba azotando las calles de la ciudad: durante el último mes, se habían producido unos cuantos atracos nocturnos a tiendas del centro y habían sorprendido a unos cuantos jóvenes cometiendo vandalismo. Por lo que parecía, ni Snow ni sus invitados estaban de acuerdo con todo aquello; Finnick era consciente de que el presidente estaba a favor de que las juventudes de su distrito dedicaran su tiempo libre a otras… actividades. Y no siempre orientadas a entrenarse para los Juegos del Hambre.
Finnick se había dado cuenta desde el principio que lo que le gustaba a Snow era que los habitantes del Capitolio estuvieran entretenidos, y por eso mismo tenía sentido su oficio allí. El presidente quería que tanto sus jóvenes como su gente de más edad pensaran sólo en aquellos placeres carnales que él ofrecía y con los que se enriquecía cada día más. De hecho, todo aquello sólo traía beneficios.
De pronto, sintió una mano sobre su hombro. Giró la cabeza, encontrándose con Snow, que le hacía gestos con la cabeza para que le siguiera hacia algún lugar más alejado. Se dio cuenta de que hacía tiempo que habían dejado de hablar del vandalismo juvenil, y la gente con la que hablaba Snow se había dispersado por el salón.
-Tengo un nuevo trabajito para ti -susurró Snow, con ese tono que ponía siempre que quería que Finnick sedujera a alguien, a medio camino entre la lascivia y la seriedad. El chico asintió-. Cassio Beel me ha pedido que entretengas a su mujer. Al parecer, últimamente está muy obsesionada con que él está teniendo una aventura y con que sus negocios no le dejan tiempo para ella. Cassio quiere que la distraigas y la entretengas algunos días, para poder llevar su vida tranquilamente.
En una sencilla frase, Cassio Beel quería que él hiciera las tareas de esposo que no quería o no podía hacer. Típico. No era la primera vez que se encontraba con un caso parecido, así que no le sorprendió lo más mínimo; hacía tiempo que había dejado de sorprenderse.
Bebió el último trago de vino que le quedaba en la copa y la dejó sobre la bandeja del primer camarero que pasó a su lado. Después, sin decir nada, se colocó bien la corbata y los cuellos de la americana. Sonrió.
-Será un placer, presidente.
Giró sobre sus talones y buscó por el salón el reluciente pelo rubio de Sylvia. Pensó que pasar la noche con ella seguramente sería agradable. Era una mujer bella, increíblemente bella y, la verdad, no entendía por qué Cassio no la prestaba atención. Supuso que serían cosas del matrimonio, cosas que él jamás entendería, porque no tenía derecho a tener su propia vida.
Suspiró y sacudió la cabeza mientras andaba hacia ella. Estaba en la otra punta del salón, con una copa de vino entre las manos y riendo con unas amigas. No alcanzaba a oír su risa, pero seguro que sería cristalina y bastante bonita. Según se fue acercando a ella, fue pensando qué decirle para apartarla de sus amigas, cómo seducirla, cómo llevársela de allí hasta su casa, cómo meterla en su cama sin que pensara en su marido.
Fue convirtiéndose en el Finnick que le gustaba a Snow y dejaba de ser ese chico que sólo se preocupaba por Annie.
Ya estaba cerca, así que pudo ver con claridad cómo las amigas de Sylvia dejaban de hablar y le miraban, sorprendidas. Sin duda, sabían quién era. El boca a boca en aquella ciudad tenía una fuerza increíble y alguien con el oficio y la fama que tenía Finnick en las altas esferas no pasaba desapercibido ni en las conversaciones ni en las fiestas. Una de las mujeres señaló disimuladamente hacia él y Silvia se giró. En cuanto le vio acercarse, se sonrojó y apartó la mirada. Se acercó la copa a los labios con las manos temblorosas y bebió, para disimular su vergüenza.
-Buenas noches -Dijo Finnick en cuanto llegó junto al grupo de mujeres. Se colocó cerca de Sylvia, tan cerca que casi podía sentir el temblor de sus manos-. ¿Lo están pasando bien?
-Mucho, mucho -Respondió una de ellas, nerviosa-. Esta fiesta es maravillosa.
-No saben cuánto me alegro -sonrió, radiante. Después, añadió-. Pero me temo que tendré que robarles a Sylvia durante un momento, si me lo permiten -La misma mujer que había hablado casi le exclamó que se la llevara sin problemas y, a su lado, intuía que Sylvia estaba pasando el peor rato de su vida.
Finnick volvió la cabeza y le sonrió, obviando sus mejillas enrojecidas bajo el maquillaje. Ella, por su parte, sonrió también, con cierto nerviosismo, y volvió a beber.
-¿Vendría conmigo, Sylvia?
-C-Claro -Tartamudeó ella. Su nerviosismo y su vergüenza consiguieron enternecer a Finnick, a la parte de él que, si sentía ternura, era porque resultaba necesario y podía ser un arma eficaz.
Le tendió la mano mientras no dejaba de sonreír. Ella, indecisa, le dio la suya, y Finnick le apretó suavemente los dedos. Después tiró de Sylvia y se la llevó del salón, con paso lento.
Una de las ventajas de ser quien era siempre había sido que se conocía los lugares en los que poder tener una conversación privada en la residencia de Snow. No eran demasiado comunes, pero Finnick sabía a dónde podía llevar a Sylvia para poder ganársela del modo que quisiera. Después, llamaría a un coche de alquiler y se la llevaría a su casa. No era tan complicado, lo había hecho cientos de veces.
Recorrieron un pasillo y entraron en una pequeña habitación de la planta baja, en silencio. Sylvia no se atrevía a hablar, y Finnick pensaba que no era apropiado decir nada.
Cuando cerró la puerta, Sylvia se sentó en uno de los sofás de la pequeña habitación. Era una estancia reducida, con dos sillones, un mueble bar y una mesa de café en el medio de la sala.
-No me sostienen las piernas… -Susurró Sylvia, y después apuró la copa de vino de un trago.
-¿Quieres algo de beber? -Preguntó él, dirigiéndose hacia el mueble bar.
-Algo fuerte, por favor. Necesito algo fuerte.
Finnick sonrió mientras sacaba unas cuantas botellas y un par de vasos. La observó desde el otro lado de la habitación. Parecía nerviosa y algo incómoda. Miraba hacia todos lados, intentando que sus miradas no se cruzaran, y movía las piernas debajo del vestido largo de manera casi espasmódica.
-¿Estás nerviosa? -Preguntó él mientras preparaba las bebidas-. ¿Por qué?
-Si… algo nerviosa. Es que… no sé… no me esperaba que el famoso Finnick Odair se acercara a mí en una fiesta… Soy una mujer casada y no… y no puedo pagar estos servicios… Mi marido… se enfadaría si yo… bueno, ya sabes -Sylvia tragó saliva y apartó la mirada.
-Relájate, mujer -Sonrió-. No muerdo. A no ser que tú quieras, claro -Ella se atrevió a mirarlo durante un instante, y Finnick aprovechó para guiñarle un ojo-. Ahora en serio. La única razón por la que estoy aquí es para que te… relajes un poco -bajó la voz, que se convirtió en un sugerente susurro y se acercó a ella con las dos copas en la mano.
Le tendió una de ellas y se sentó en el sofá a su lado. Sylvia cogió, insegura, la bebida que le ofrecía Finnick y dio un sorbo.
-¿De verdad estás aquí para eso?
-En cierto modo, si -Sonrió. No podía decirle la verdad: que Snow le había encargado que apartara a Sylvia de su marido para que los dos pudieran tener una vida tranquila y placentera, de una manera o de otra.
Le miró directamente a los ojos. Eran sinceros, bonitos, profundos y sonreían cuando Sylvia lo hacía. Pero ni por asomo se podían comparar a los de Annie.
†
Abrió los ojos. Para su sorpresa, se encontraba en el mismo rincón de la habitación sucia y vacía. Esperaba haberse movido, o que alguien la hubiera movido a su cama, la hubiera arropado con las mantas y le hubiera dejado dormir toda la noche y la mañana del día siguiente. Pero no era así. Seguía arrinconada en el mismo lugar en el que se había metido por la tarde, y allí seguía. Nadie se acordó de ella, nadie se preguntó dónde se habría metido. Nadie. Finnick no lo hubiera permitido.
El sonido de su nombre en su cabeza la hizo estremecer. Se abrazó a sus rodillas, apretándolas con fuerza contra el pecho. Finnick, Finnick. ¿Dónde estaría? Le echaba de menos. Finnick, Finnick… ¿habría recibido su carta? Ni siquiera sabía si Mags se la había enviado o había hecho de ella una bola y la había tirado a la chimenea.
Finnick… su cabeza hizo eco del nombre del chico hasta el punto en el que la sola palabra dolía. Enterró la cabeza entre las rodillas y empezó a sollozar, primero en un tono leve, casi inaudible, sin lágrimas. Después, el sonido del llanto empezó a aumentar, hasta que el piso de arriba se llenó con él y Mags, que cocinaba en el piso de abajo, se asustó y echó a correr lo más rápido que sus agotadas piernas le permitían.
Ella, desde su rincón, oía los pasos apresurados de Mags por la escalera que subía a la segunda planta. Se apretó más las rodillas y cayó rodando al suelo, donde se quedó hecha un ovillo y lloriqueando sin lágrimas. No, no, no, no, no, no, no. No quería que Mags subiera hasta el piso de arriba y la arrastrara hacia la cama. No, no quería que fuera ella. Quería que fuera Finnick el que lo hiciera. En su fuero interno se imaginaba la figura esbelta y atractiva de su anterior tutor abriendo la puerta lentamente y cogiéndola entre sus brazos, para llevarla a la cama, meterla allí, arroparla con cariño y permanecer a su lado hasta que cayera rendida.
Finnick secaría sus lágrimas. Finnick le daría un beso en la frente. Finnick la comprendería. No como Mags. Mags no la comprendía lo más mínimo. Mags sólo quería los mínimos problemas posibles. Era Finnick el que debería estar allí, con ella, abrazándola en la oscuridad y secando sus lágrimas inexistentes.
La puerta se abrió y un rayo de luz iluminó levemente la habitación. Una figura se recortaba bajo el marco. Annie, sacando la voz de no sabía donde, gritó con todas sus fuerzas.
†
Los labios de Sylvia eran cálidos y suaves y sabían besar tan bien que no se podía imaginar cómo Cassio había dejado de desear a una mujer que besara de aquella manera.
Notaba cómo la mujer empezaba a derretirse sobre su cama. Su escudo de vergüenza y mujer casada y fiel empezaba a deshacerse poco a poco gracias a las habilidosas manos de Finnick. Sabía dónde debía ponerlas. En ese momento, sus dedos rozaban el borde de la mandíbula de Sylvia y bajaban, lentamente pero sin pararse, hacia su cuello y su clavícula.
Se echó sobre ella, cubriéndola con su delgado cuerpo, apresándola entre sus brazos y sus piernas. Sylvia se colgó de su cuello, le besó con más rapidez, con más pasión y con más ansia de la que se había imaginado hablando con ella. Se separó de sus labios y la miró a los ojos, mientras ella jugueteaba con el cuello de su nuca y las manos de Finnick iban hacia su espalda, para encontrar la cremallera del vestido.
Sin decir una sola palabra, dejó que él la desnudara por completo. La acarició, la besó, la lamió en sitios que hicieron que jadeara y apretara los ojos con fuerza. Arrugó las sábanas, se revolvió entre ellas y la hizo gritar. Y cuando, tiempo después, cayó sobre el colchón como un peso muerto, sonreía.
-Vaya, Finnick Odair -Dijo, en un susurro ahogado-. No sabía que entre tus habilidades de ganador de los Juegos estuviera el saber complacer a una mujer.
-Está esa y muchas otras, lo que pasa que tú aún no las sabes… -Finnick sonrió, pícaro, y ella le devolvió la sonrisa.
Se tumbó en la cama junto a ella, y se quedaron los dos mirando al techo de la habitación, sin atreverse siquiera a quedarse dormidos.
-Dime que esto no se esfumará cuando me despierte por la mañana.
Finnick suspiró. ¿Qué podía decirle? La verdad era que sí, todo lo que acababa de pasar se esfumaría cuando llegara la mañana siguiente y ambos se despertasen. Pero no podía decírselo. No podía decirle que Snow le había contratado para que se acostara con ella. No podía decirle que le había puesto los cuernos a su marido para que él se los pusiera a ella con total tranquilidad.
-Bueno… -carraspeó, indeciso-. Eso depende de ti.
La sonrisa de Sylvia le dijo que su respuesta había sido la adecuada.
†
A lo lejos, en medio de la inmensidad del mar, algo se movía. No sabía qué era, pero en su fuero interno se dio cuenta de que era algo que había estado deseando todo el tiempo que llevaba en esa maldita isla. Lo que fuera que se estaba moviendo frente a él, chapoteaba con fuerza e intentaba avanzar, pero no parecía conseguirlo. Aguzó la vista, intentando reconocer aquella figura entre todo el agua que saltaba de la superficie del mar. Se acercó a la orilla, dejó que la espuma de las olas le acariciara los dedos de los pies y achicó los ojos, enfocando hacia la silueta desconocida.
Estaba anocheciendo. Poco después se haría completamente de noche y no podía acertar a distinguir nada en la superficie negra del mar. Si quería descubrir qué era aquello tendría que hacerlo ya.
Parecía que avanzaba algo más rápido, y chapoteaba menos que antes. La esperanza de poder coger a aquella figura en brazos y ponerla a salvo le inundó. Quiso lanzarse al agua, quiso correr a ayudarla, pero no pudo. Algo le impedía moverse, como si la arena de la playa le hubiera atado los tobillos y no le dejara moverse de allí. Pataleó y pataleó, pero no había manera de separar los pies del suelo.
Y entonces, aquello que se acercaba dejó de hacerlo. Dejó de chapotear, dejó de moverse, dejó de intentar acercarse casi en vano. Como si se hubiera cansado de repente y hubiera decidido abandonarse al cansancio de unos músculos fríos y prácticamente inmóviles.
En ese momento, Finnick despertó, empapado en un sudor frío y tiritando, atenazado por el terror. Había dejado a Annie morir ahogada, cuando él era la única oportunidad que tenía para sobrevivir. Se echó a llorar como un niño pequeño.