El otro día colgué
un dibujito... El dibujito llevó a una historia, la historia a una especie de cuento. Falta por pulirlo, posiblemente, pero lo que tengo hasta ahora es...
Odiaba los viernes. Por lo general, entre semana, sus padres volvían a las seis de trabajar, o después de la cena, a las ocho, como muy tarde. Pero los viernes salían al cine, y volvían muy entrada la noche, y eso quería decir que ella se quedaba a dormir.
Aquella mujer sabía que a la niña y su hermana pequeña les daba miedo la oscuridad total, y, tal vez precisamente por eso, se negaba a dejarles la lámpara del pasillo encendida. Porque ya eran mayorcitas para eso, decía. Su hermana menor se hacía la valiente al oír esto, y por pura cabezonería, se dormía a los pocos minutos de quedarse a oscuras, pero la niña consideraba que a sus seis años tener miedo era todavía perfectamente aceptable, y se desvelaba. Su imaginación hiperactiva interpretaba cada susurro, cada crujido de la madera, cada brisa, como signo de que algo se movía por la casa. Y, dado que no tenían ratones, sólo podía ser una cosa: el tal Coco.
- ¿Coco? ¿Pero los cocos no son esos bichitos negros que caminan por el techo en verano?
- Mira que eres boba- la mujer aquella hacía una mueca despectiva- todos saben que el coco es un monstruo enorme, que se come a los niños que no se duermen cuando deben dormirse y se dedican a deambular por la casa cuando deberían estar en sus camas. Y ahora a callar, y duérmete que es tarde.
De modo que ella se quedaba calladita en la cama pero con los ojos como platos y los oídos atentos cualquier ruido sospechoso.
Una noche de viernes encontró particularmente difícil conciliar el sueño. La cena había sido abundante, acompañada de muchos vasos de agua para ayudarle a tragar las bolas que se le hacían al masticar el filete, y sentía ahora la necesidad imperiosa de ir al baño. Y no podía, porque eso significaría aventurarse ella sola en la oscuridad y, aunque sospechaba que el cuento del coco no era más que eso, un cuento para asustarla y hacer que se quedase quietecita y sin molestar, no le hacía gracia desafiar a las probabilidades de que fuera algo más que una leyenda. Pero al final la biología es la que manda, y no le quedó más remedio que salir de debajo de la colcha y despacio, despacio, con mucho cuidado para no tropezar con nada, avanzar a tientas por el largo pasillo hasta el cuarto de baño. Al parecer la mujer que las cuidaba se había ido dormir también, y la casa estaba en completo silencio. No quería arriesgarse a encender las luces y despertarla, de modo que cogió la linterna de la cómoda del pasillo para hacerse compañía en el baño.
Sentada en el retrete, hacía figuritas en el techo con el haz de luz y se preguntaba por qué los adultos se empeñaban en asustar a los niños de esa manera. Cuando hubo acabado, no tiró de la cadena para no hacer ruido, y se dirigió al pasillo. Al fin y al cabo, estar a oscuras no era tan terrible, no pasaba nada, no pasaba nad…
La niña ahogó un grito y la linterna se le cayó al suelo del susto. Temblando, la recogió y volvió a iluminar la esquina del final del pasillo. Ahí sentado, algo muy alto, muy nudoso y con unas orejas muy grandes la observaba. Con sus dos pares de ojos. Cada par en una cabeza diferente. ¡Pero un solo par de piernas y brazos!
Echó a correr desbaratadamente y sin dirección alguna. Hubiera gritado, pero el pánico y la ansiedad le habían cerrado la garganta y sólo conseguía jadear luchando por el aire. Oía al monstruo, al Coco, caminando pausadamente detrás de ella, con la seguridad de que no tenía escapatoria alguna y que era cuestión de tiempo que la atrapara y se la llevara y la metiera en un puchero o se la comiera cruda tal como estaba… era mejor no pensar en ello, se decía ella, mientras se metía en el hueco que había entre dos de los armarios de la cocina y apagaba la linterna. Tal vez no la pudiera alcanzar, tal vez fuera demasiado grande, pero en realidad no tenía ninguna razón lógica para meterse ahí salvo que ese era su escondite favorito y que en aquel agujero se sentía a gusto y le había librado de tener que enfrentarse a muchas visitas desagradables, como las amigas de su abuela, que olían a antipolillas y laca para el pelo…
Olía al monstruo.
Hojas viejas, madera, musgo. Pero el ataque no llegaba. Debía de ser incapaz de alcanzarla. Tal vez tuviera que pasar la noche en aquel agujero, pero la mañana llegaría, y él tendría que darse por vencido e irse, si su información era correcta. Y si no lo era, su padre lo echaría a golpes con el palo de golf. Sonrió a oscuras ante la idea y se le escapó una risita. A lo que otra risita contestó. Cerca, muy cerca, dentro del agujero. La niña se quedó rígida, aguantando la respiración, y llevó la mano a la linterna. Algo suave le rozó fugazmente mientras buscaba el interruptor. Cuando la encendió para comprobar lo que era - fuera lo que fuera, no podía ser muy grande, por lo tanto, nada preocupante- soltó un suspiro de alivio. Un ratón… no, no un ratón, a menos que los ratones fueran negros, redonditos y aterciopelados, con ojos granates y rieran.
La criaturita la observaba con aquellos ojitos brillantes y la niña se quedó mirándola a su vez, iluminándola con la linterna, completamente fascinada por aquel extraño animal. Del tamaño y forma parecida a un balón de fútbol, estaba recubierto de un pelo muy corto, muy oscuro y muy brillante, parecido al terciopelo de los cortinones antiguos que solían tener en casa de la abuela, se balanceaba sobre dos patitas peludas, y, hasta que no vio su lengua asomar para relamerse los ¿labios? no pudo distinguir si tenía boca, de lo pequeña que debía de ser. Ahora la boca se hacía más evidente, curvándose en una sonrisa, dejando entrever unos dientes demasiado afilados, y la sonrisa empezaba a resultar algo siniestra, pero la niña estaba como hipnotizada y era incapaz de apartar la vista o de moverse para esquivar a la criatura que, abriendo una boca desproporcionada y llena de dientes de carnívoro, se preparaba para saltar sobre ella.
Y saltó.
Pero dio con sus dientes en la madera del armario, porque la niña ya no estaba allí. Justo en el momento preciso, una manaza áspera había agarrado a la niña por el pijama y la había sacado del agujero.
A salvo en los brazos del gigante de las dos cabezas, hundió su cara entre el musgo de su pecho y lloró los nervios y el miedo que había pasado. Su niñera había recibido información incorrecta y ella tenía razón, al fin y al cabo. Los cocos eran esos bichitos negros que se pasean por la casa en verano.
Su rescatador la depositó en el suelo y le tendió una mano tan grande como la cabeza de la niña, y una vez que ésta se hubo agarrado al dedo pulgar, comenzó a andar en dirección al dormitorio. Por el camino, pudo ver de reojo varias de aquellas criaturas redondas, deambulando por las habitaciones. Él los miró con disgusto con su cara derecha, después dirigió su mirada izquierda a la niña, que lo observaba desde abajo. Y entonces, ella pudo oír por primera vez su voz, profunda y tranquilizadora, cuando le susurró:
- No me sueltes la mano. Y no les mires a los ojos. Les abre el apetito.
No dijo nada más. Tampoco hacía falta. La niña obedientemente hizo el resto del camino con los ojos cerrados y se dejó arropar, una vez en la cama. Después el gigante se sentó contra una pared del dormitorio y veló por las hermanas. Viéndolo ahí, inmóvil, como si se tratase de un árbol centenario que había decidido brotar en la habitación, la niña se preguntó si los mayores no habrían entendido las historias al revés, y luego las contaban mal. Entonces bostezó y se durmió plácidamente.