CAPÍTULO 16, parte final
Bien, al menos no estaba tan enfadado. Atenea sonrió más, y empezó a desprenderse con una serie de movimientos lentos y cómodos la camisa que llevaba, hasta dejarla abierta sobre su cuerpo. Había tenido la precaución de desaparecer primero la camiseta que llevaba debajo, de manera que cuando todos los botones estuvieron sueltos, su piel quedó al descubierto y la faja blanca del sostén. Logró el efecto deseado.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó él, casi sin voz, con la mirada perdida en el blanco de la faja y la suave (apetitosa, saboreable, increíble) piel divina que podía ver- ¿Por qué te has abierto la ropa?
-Sígueme la corriente, Licaón. Mi última vez fue hace unos cien años y... -Pero Licaón la miró, con los ojos muy abiertos, entre la sorpresa y el espanto.
-¿¡Pero, cómo... Tú no eras...!?
-¿Virgen? -Terminó la pregunta por él, dado que no parecía poder decir la palabra. Ella se sonrió, entre divertida y avergonzada-. No lo soy.
-Pero, ¿quién...?
Atenea frunció un poco sus ojos amarillentos.
-Dos personas en más de cuatro mil años de vida, ¿y tú?
Licaón bajó la mirada. En su vida humana había tenido muchas esposas y amantes. Y, aún cuando no tenía la potestad moral para preguntarlo, un impulso en todo su cuerpo le hizo hacerlo:
-¿Quiénes?
-Eso no importa, porque ahora mismo estoy contigo y no con ninguno de ellos dos.
-Entonces, ¿siguen vivos? Pero, es que ¿cómo no sabía? ¿Quiénes son? -Licaón la miró con una expresión tal de preocupación, que Atenea terminó aguantando una carcajada-. ¿Qué? ¿No es gracioso?
-Un poco como que lo es.
-¡No te rías de mí! -Pero lo dijo con un tono mucho más relajado, contagiado por ella.
-Insisto, eso está en el pasado.
-No tanto si hace cien años tuviste... relaciones con uno de ellos.
-Es asunto mío en ese entonces -le dijo, con un poco más de firmeza-. Pero como ahora es nuestro, te prometo que no volverá a pasar.
Licaón la miró a los ojos, y no pudo más que creerle. ¡Dioses, no tenía idea de lo tanto que ya confiaba en ella! Pero, también vio algo más, una exigencia, que igualara las condiciones. Tragó saliva y dijo:
-Intentaré, con el tiempo y la costumbre, podré...
-¡Bien! -dijo ella, entendiendo lo que quería decir.
Atenea rió y se acercó a Licaón para desprenderle la camisa. Éste dio otro salto cuando lo tocó, pero ya era tarde: el dulcísimo aroma de la Diosa lo había cautivado, y se dejó hacer hasta que ella terminó con todos sus botones, arrodillada delante de él. No sabía qué hacer con las manos. El corazón empezó a latirle a toda velocidad, y ella no podía ser más bella y accesible en ese momento. Se fijó por un momento en sus senos, pequeños pero notorios, y...
Trató de no respirar, pero era inútil. Ella lo seducía sin querer, y directamente por ósmosis.
-Vamos, ya te he visto sin camisa, ¿recuerdas? -dijo Atenea, con voz relajante, y acariciándolo en el pecho con una mano.
-Pero no me la quistaste... Así.
La Diosa acercó su rostro al de él, y mirándolo a los ojos se desvió para besarle en la comisura de lo labios. Licaón cerró los párpados, y ella pudo sentir como respiró su piel, pues se le erizó y calentó en seguida.
-Cuando los Dioses hacemos las cosas a la humana -comentó, mientras acaricia sus manos por los hombros, quitándole la camisa-, es porque nos queremos recrear en ellas. Así, todo tiene más valor, se disfruta mejor.
Licaón movió un brazo y luego el otro, para que las mangas salieran y así pudiera quitarle la camisa del todo. Atenea la dejó en el suelo, y por un ínfimo instante pensó en doblarla, pero no lo hizo. Podía ver la mano grande y varonil de Licaón, y no tuvo otra que sentirla con su palma, subiendo el brazo con una caricia tenue que llegó hasta el pecho y el corazón que, Atenea sintió, iba más rápido de lo común. La Diosa se congratuló por dentro, tal vez con cierta vanidad, aunque se dijo que debían hablar un poco más antes de seguir con su estrategia.
-Debe ser difícil para ti, con tu olfato y tu instinto. Cuando hay hembras en celo cerca, me imagino que debes volverte loco. He observado un poco a otros licántropos, y sus instintos sexuales son muy intensos, no son muy buenos controlándose en su forma humana. Los que no tienen pareja la pasan peor. ¿Qué haces tú? ¿Te masturbas muy seguido cuando llega la primavera?
Esa última pregunta rompió el hechizo, y Licaón parpadeó rápidamente, furioso:
-¡Atenea! ¿De qué estás hablando? ¡Jamás haría algo así!
-Todo el mundo dice que no lo hace, pero...
-¡Por todos los Dioses, claro que no! -él se enojó aún más y se levantó sobre sus rodillas también, agarrándola por los hombros para que se quedara quieta- ¿No lo entiendes? ¡No puedo! ¡No puedo ni pensarlo! ¡No sé qué pasará! ¿¡Y si lo intento, y si trato de tener sexo contigo y me transformo a la mitad!? ¿¡Qué pasaría entonces!? ¡No podría controlarlo! ¡No puedo! ¡Aún no! Necesito... necesito estar seguro de que no irás a la cama con una bestia, ¿Lo entiendes? Yo...
Atenea intentó rebatírselo varias veces, pero Licaón ni la oía. Así que ella lo abrazó, aún a pesar de que él se resistió al principio. Lo abrazó y le besó la mejilla, le acarició la nuca y la espalda con los dedos. Licaón dejó de hablar, cerró los ojos, la olió, acercando su rostro al cuello de ella. La apretó entre sus brazos, sintiendo la presión de su pecho al respirar y los latidos acelerados de su corazón.
Atenea esperó hasta que su respiración se normalizara y la fuerza en que la apretaba fuera menor. Iba a ser difícil, pero quería intentarlo. Nadie decía que debían ir a la cama todavía, necesitaban establecer otras cosas primero.
-No eres capaz de hacerme daño. Tienes el mayor autocontrol de todos los licántropos que conozco. No te vas a convertir. Además, no podrías hacerme daño aunque quisieras. -la Diosa alzó la voz, y su tono dominante hizo que Licaón se serenase, su influencia de hembra funcionó: otro síntoma del emparejamiento. Un licántropo emparejado casi siempre ponía a su pareja por sobre todas las cosas, y eso algunas veces implicaba obedecerla a ella antes que a su alfa. Cerró los ojos con fuerza y lo abrazó mejor, el calor de sus pieles en contacto le resultó reconfortante y crudo a la vez, le dejó la mente en blanco-. No quiero hacerte daño ni incomodarte, quiero que probemos algo. ¿Confías en mí, Licaón? Quiero que estés cómodo conmigo, que podamos estar juntos, ¿Entiendes eso?
Él gruñó su respuesta, y Atenea esperó un momento más antes de soltarlo.
-¿Qué es lo que quieres de mí? -preguntó él, en un gruñido ronco.
-No quiero acostarme contigo ahora, no así; pero me gustaría experimentar con la intimidad. No será nada sexual, te lo prometo. -ella volvió a sonreír, más relajada, y le puso la mano sobre el centro del pecho, el calor de su piel desnuda le abrasó la mano-. Tranquilo. Sólo es... tú y yo, aquí, juntos. Hablando, disfrutando de la compañía del otro, sin pensar en nada más. ¿Confías en mí?
Licaón la miró un momento, con desconfianza. Pero el roce de esa mano en su pecho era...
-Licaón, ¿Confías en mí?
-Sí, princesa. -le respondió, vencido, y dejó caer los hombros y se sentó, embriagado por su esencia de vainilla y mujer- Confío en ti. ¿Qué tienes en mente?
-Sígueme la corriente, nada más.
Él asintió con la cabeza, con un suspiro, y la sonrisa de Atenea le hizo sentir mejor. No estaba muy seguro de hacer nada, pero sí de que ella no lo iba a dejar en paz hasta que lo hiciera. Prefería con mucho estar con ella así, que discutiendo.
La Diosa quiso recompensar su buena conducta y se acercó para besarlo, con alegría. El licántropo respondió de buena gana, extasiado por el sabor y la suavidad de su boca, con los sentidos completamente dominados por la presencia de ella. Atenea se desapareció la camisa mientras acariciaba su quijada, y también el sostén cuando acariciaba su lengua con la de ella, los pantalones, la ropa interior...
Cuando Licaón se dio cuenta de eso, llevaba un buen tiempo besándola y recorriéndole la espalda y la cintura desnudas con las manos. En su mente obnubilada, se había dado cuenta de que sus manos no se topaban con la blusa y, luego, tampoco con el sujetador, sino con la piel caliente y tersa de ella. Pero fue solo cuando se separó de sus labios para tomar un poco de aire, que vio su piel y hasta sus pechos. Gruñó fieramente, mostrando los dientes a la belleza desnuda que tenía arrodillada frente a él, y vociferó:
-¡Pensé que dijiste que nada sexual!
Atenea se sonrió y le acarició la mejilla con el dorso de la mano, el cabello le cubría uno de los pechos, pero Licaón no pudo evitar mirar hacia el pezón rosado y más abajo de su vientre, las caderas femeninas pero estrechas y los pequeños rizos cobrizos que...
Algo palpitaba, y no era justamente su corazón. Pero, ¿Qué ideas demenciales tenía esa bruja?
-¡Tranquilo! -volvió a insistir la Diosa, con buen humor- ¿Puedo pedirte que pasemos un rato así, desnudos? ¿No es la mejor manera para que te vayas acostumbrando? Sólo en compañía del otro, relajémonos, descansemos, hablemos. ¡Anda! No quiero nada más. Intentemos esto, es el primer paso.
Él tampoco notó cuándo ella le desapareció la ropa que le quedaba, hasta que la piel se le puso de gallina por el aire fresco y se vio desnudo también. Sin embargo, no sintió deseos de cubrir su cuerpo, sino ira. Una ira que ella le apaciguó fácilmente con su sonrisa comprensiva y adorable, como su mirada. Atenea le tomó las manos y lo llevó despacio a recostarse de lado en la alfombra de piel de cordero, sin dejar de mirarlo a los ojos.
Pudo sentirlo, algo había cambiado. Era completamente vulnerable y estaba más expuesto que nunca en toda su vida, pero en ese momento le parecía que Atenea tenía completo control de su cuerpo y su mente. Aquella sensación de entrega tan absoluta le era ajena. Ella lo miraba con ternura, y Licaón podía verla a la cara sin pensar en otra cosa excepto en el privilegio de su presencia.
Todo su cuerpo temblaba, con los músculos atenazados por la tensión, pero no dolía. Esa vez, el deseo no dolía, aunque seguía ahí dentro, pero no como una exigencia.
Licaón apoyó un codo en la alfombra para sostenerse la cabeza erguida, y observó cómo ella se echaba de lado como una gata apenas a un palmo de distancia, e imitaba su postura. Cruzó las piernas con delicadeza, las rodillas de ambos se tocaban. Él aspiró el aire sin esfuerzo, complacido. El olor de la hembra era tan dulce, tan suave, tan tranquilizador...
Y pudo verla, a ella y a su desnudez, sin sentir más que dicha. ¿Cómo lo hizo?
-Mi princesa bruja -murmuró, y estiró la mano libre para mover los cabellos de Atenea, pasándoselos detrás de la oreja. Le dibujó el contorno de la mandíbula, el cuello y la clavícula hasta detenerse en su hombro, la piel bajo sus dedos era increíblemente tersa, piel de Diosa-. ¿Qué te dije antes sobre aparecerte en las casas de la gente y quitarles la ropa con tu poder?
Atenea se rió, más feliz aún, y le acarició el brazo, desde el hombro hasta el codo.
-¿Es tan terrible pasar un rato desnudo conmigo?
-No es tan terrible, te lo reconozco. Puedo disfrutar de la vista hasta que se me quemen los ojos, tu belleza encandila.
La Diosa se sonrojó un poco, y el aire olió aún mejor. Excitación. Licaón apretó la mandíbula.«No lo arruines ahora», se dijo. «No pienses en sexo».
-Realmente no soy considerada una Diosa bella como las otras -se explicó ella, con una sonrisa tímida pero halagada-. Pero me alegro que hayas aceptado. La vista de este lado tampoco está nada mal. Me gusta.
Se sentía tan cómoda, ¡Por los Dioses! ¡Pudo decir eso sin enredarse ni ponerse nerviosa! Y de hecho que la vista no estaba nada mal, pero ella ya sabía eso. Él era un licántropo y ellos solían ser altos, musculosos y bien proporcionados, de cuerpos sólidos, desarrollados naturalmente para ser pesados y fuertes, impresionantes. Atenea supuso que dentro de los estándares de belleza de los Dioses, Licaón podría haber rivalizado tranquilamente con el mismo Apolo. Tenía una belleza pródiga y clásica que resultaba ser su mayor maldición; no fraternizar y amar eran castigos autoimpuestos. Suspiró despacio, mientras lo recorría con la mirada. ¡Oh, por supuesto que se le antojaba mucho besar cada centímetro de esa piel y chequear con sus propios dedos la dureza de cada músculo!
Pero eso tendría que esperar. Los ojos azules y vivaces del licántropo estaban sobre ella, observando cada uno de sus movimientos, y Atenea volvió a sonrojarse; el silencio resultaba asfixiante cuando había tanta tensión por liberar en el aire. Se acomodó mejor el pelo para que la viera totalmente. Lástima que sus senos fueran tan pequeños. Se preguntó si a él le gustaban las mujeres con mucho busto.
-Me gusta cómo hueles. Parece que ahora lo entiendes, ¿Verdad? -siseó él, y se inclinó un poco hacia ella, apenas un escaso centímetro de aire caliente separando sus bocas- ¿No lo ves? Es imposible que estemos así, tan cerca uno del otro, y no pensemos en besar, lamer, morder y poseer. Es inútil, Atenea. No puedes confiar en la nobleza de un monstruo.
-... ¿Estás molesto conmigo? -preguntó ella, indecisa.
Quería besarlo. Pero si hacía eso, temía romper la serenidad instalada y echarlo todo por la borda, Licaón por fin estaba aceptando esa intimidad y adaptándose a ella.
-No estoy molesto contigo. Tengo encima una frustración sexual de tres mil años de edad, pero no puedo enojarme contigo. -suspiró, y cerró los ojos cuando su frente hizo contacto con la de ella, y todo su cuerpo tembló en la ansiedad de su cercanía- Te deseo, y me tientas. Princesa, esto es muy cruel. Me ofreces la miel cuando sabes que no puedo probarla. Y realmente te quiero, pero ahora mismo me cuesta mucho seguir tu plan.
Y de hecho, así era. Ella sólo tuvo que desviar los ojos un poco más abajo, y se dio cuenta de lo que él estaba insinuando. Bien, era capaz de traducir el deseo sexual en una forma física en su cuerpo, Atenea se sonrió para sus adentros inmensamente complacida, ¡No era incapaz de desearla, y su cuerpo no la rechazaba! Su olor debió delatarla, porque él se rió y movió el codo que lo sostenía ligeramente erguido para dejarse caer de espaldas en la alfombra de piel. Flexionó una pierna para que la intensidad de su urgencia no resultara tan evidente para ella, y cruzó un brazo detrás de su cabeza.
-Todo el cuerpo me tira hacia ti, princesa bruja, pero no puedo. No insistas, no voy a ceder. Hoy no.
Lo dijo casi con dolor. Debía ser desgarrador para él, estar tan aterrado que la negación era la única salida que le encontraba a su dilema. Sin embargo, Atenea se había quedado con una idea anterior a ésa:
-¿Qué fue lo que dijiste? -le preguntó Atenea, repentinamente con un nudo atravesado en la garganta- ¿Dijiste que me quieres?
Licaón miró a su alrededor y se encogió de hombros, sarcástico.
-No veo a nadie más aquí, supongo que yo lo dije y tú lo escuchaste. He dicho que te quiero, no que te amo. No te hagas muchas ilusiones.
-Licaón, Licaón... -gimió Atenea, contenta- También te quiero.
Ella no cabía en sí de la alegría. El dulce olor a vainilla se hizo aún más potente, y la Diosa se lanzó sobre él para besarlo, entre risas y lágrimas. No estaba preparado para recibirla, pero tampoco la rechazó: Licaón la envolvió en sus brazos, la subió sin prisas sobre su pecho y se permitió besarla en retorno, besar su barbilla, su mandíbula, su garganta, su clavícula, el estrecho valle entre sus senos e incluso, uno de ellos. Sabía tan bien como olía, y sentir como su pezón se endurecía ante su lengua, o la manera en que su corazón palpitaba, la piel se le erizaba y la respiración se le hacía más rápida... Usó los labios, la lengua, los dientes, los cinco sentidos y todos aquellos sentidos ocultos, sólo dedicándose a ella y a complacerla aunque fuera en algo tan nimio como unos besos. Y no fue como antes, no sintió una devoradora urgencia por poseerla, el fuego quemante de un deseo animal y rabioso que hacía latir su corazón con la potencia de un tren, sino que... Eso fue nuevo. Otra vez, eso fue nuevo. Pudo besarla, tocarla y acariciarla sin temer por él mismo, sin sentir que dejaba de ser él. Sin pretender nada más. No podía decir un milagro, pero era algo asombroso.
Atenea volvió a buscar sus labios, y de nuevo entre risas lo besó y le mordisqueó la boca, él hizo lo propio con sus colmillos. ¡Qué bien se sentía el calor de su piel, la fuerza de sus brazos alrededor del cuerpo! Sus piernas enredadas, sus alientos mezclándose, ¡Eso era felicidad pura, sin dobles intenciones! Intimidad, algo tan puro y simple que ella llevaba mucho tiempo sin tener, y que él había tenido miedo de experimentar desde que era un licántropo.
-Apuesto a que tus sentidos te dicen muchas cosas, ¿No es así? Te son muy útiles en momentos como estos -comentó la Diosa, con una sonrisa.
No se atrevió a apartarse de él. Le gustaba estar estirada sobre su cuerpo, con sus brazos rodeándole la cintura y sus pechos rozándole los pectorales. Estaban hechos para encajar en el otro sin más, ¿Eran tan compatibles como para que él tuviera los síntomas del emparejamiento? Eso sólo significaba una cosa: fidelidad. Un licántropo emparejado era lo más fiel del universo. La sonrisa de Atenea se hizo aún más grande.
-Mis sentidos me dicen que alguien está muy feliz -respondió él, y le dibujó la longitud del cuello y la garganta con la punta de la nariz primero, y luego con la lengua, en una caricia que la hizo estremecer de delicia-. Y ansiosa...
-¿Me puedes culpar? -le respondió ella, pensando en que cualquier contacto con él y sus atenciones la «despertaban» de esa manera, por más que sabía que podía mejorar en su «metodología».
-No, me culpo a mí por no poder negarme a ti.
-Y ambos estamos contentos con eso, ¿no?
-Pequeña bruja, que veo que con eso... -sonrió él, pero no pudo terminar la idea, porque el conocido ringtone de un celular comenzó a sonar cerca de ellos, llevándose la concentración de Licaón a la basura. El licántropo gruñó fieramente y empezó a tantear el suelo, buscando la ropa donde Atenea la había hecho aparecer. Ella le hizo aparecer el aparato en la mano, y Licaón se levantó sobre un codo para hablar, llevándose a la Diosa consigo.
-¿No te vas a mover de ahí? -le increpó, mientras bregaba por desbloquear la pantalla táctil del aparato con una sola mano.
Atenea se estiró como una gata sobre su pecho, con las palmas apoyadas debajo de su propia barbilla y una sonrisa juguetona y satisfecha en los labios. Negó con la cabeza. Él volvió a gruñir y le mordió la nariz, en un gesto cariñoso y sorprendentemente natural. Acercó el teléfono a su rostro y reconoció el número de la llamada entrante:
-... es Minos -susurró.
La Diosa se irguió un poco sobre él, nerviosa. Licaón carraspeó y atendió:
-¿Quién demonios llama a esta hora? -bramó, jugando el papel de John Smith, el bravo luchador de la arena clandestina- ¡Espero que sea algo verdaderamente importante, porque acabas de interrumpir un polvo épico, hijo de puta!
Atenea se cubrió la boca con la mano para no hablar y asumió de inmediato su papel de «acompañante»: regaló para los oídos de Minos un par de ardorosos gemidos que le pusieron los pelos de punta a Licaón.
Él le cubrió rápidamente la boca con la mano, callándola, y frunció el ceño:
-¡No se te ocurra terminar sin mí, cariño! -siseó, molesto, y regresó al teléfono- ¿Y bien? ¿Quién carajo habla?
-¿Estás seguro que estás follando, perra? Ni siquiera te oigo resollar. -gruñó la voz ronca del minotauro, del otro lado de la línea.
-Ah, eres tú. Es que apenas estoy empezando. ¿Qué quieres?
-Bien, semental. -Minos rió, complacido, y continuó-. Diviértete, sólo cuida de no quedar muy agotado para mañana porque recibirás una asignación. Te quiero a las seis de la tarde, en punto, en frente del bar. Supongo que recuerdas CUÁL bar, ¿Verdad?
-Sólo puede ser el antro mugriento donde nos conocimos. No hay otro que huela peor.
-Veo que estás de buen humor. Disfruta tu noche. Y no te atrevas a llegar tarde, al amo no le gustan los retrasos.
Minos cortó inmediatamente después, no le dio tiempo a Licaón a replicar nada.
Él alejó el teléfono de su oído y miró a Atenea. Ella lo había escuchado todo, no tenía nada qué repetir. La Diosa se levantó, sentándose a horcajadas sobre el estómago del licántropo, y en un parpadeo se había vuelto a colocar la ropa, y a él también.
-... fue muy divertido, pero creo que Minos acaba de arruinar el ambiente, ¿No? -dijo ella, con una sonrisa algo avergonzada.
Licaón trató de no verse muy herido ni muy abochornado, y asintió.
-Esa vaca superdesarrollada acaba de recordarme que tengo que levantarme temprano para practicar un poco antes de ir a la misión. Y... Necesito dormir.
-Está bien. Tendremos oportunidad.
Atenea sonrió más y le acarició el rostro con los dedos, se inclinó para besarlo de nuevo, un beso corto y rápido, pero dulce, reconfortante. Él se lo devolvió y la abrazó un poco más, le gustaba sentir su peso ligero como una pluma sobre el vientre, el roce delicado de sus manos y sus labios. Esa mujer era una bruja de verdad, el hechizo de su olor y su tacto eran una perdición a la que se entregaba con gusto.
-¿Quieres ir a dormir, entonces?
-Sólo si te acuestas a mi lado.
-Hecho. -Atenea parecía tranquila y satisfecha-. Me quedaré contigo hasta que te duermas y volveré temprano a despertarte. Te traeré algunos obsequios para la misión, y además hay alguien a quien quiero que conozcas antes de ir con Minos.
El licántropo sonrió, con cierta ironía. Ya empezaba a adorar también a la Diosa de la guerra en ella.
(CAPÍTULO 17)