Tener que escribir el epitafio de alguien al que siempre se ha querido conocer, es como abofetear al deseo con una foto pornográfica.
El sonido de la Underwood de la comisaría tiene el clic metálico del percutor de una thompson. He tenido que servirme un trago largo antes de continuar. Su foto está delante de mi mesa, junto con el expediente que he encontrado en los archivos, y un buen puñado de grabaciones y transcripciones.
Era taciturno, parecía aburrido de sus propias palabras, como alguien que conoce demasiado a otro. Decía que trabajaba mejor cansado que descansado. Entre trago y trago, y pitillo y pitillo, acumuló una deuda que finalmente, se cobró su vida.Conoció a demasiados tipos duros, demasiadas damas y escucho demasiadas historias. Nunca he sabido cuando es un buen momento para morir.
He ido siguiendo las pistas que dejaba, diálogos capturados en la radio del coche patrulla, sin poder averiguar su nombre, hasta ahora. He podido reconocer sucadáverr. Me avisó una reseña de Chester Newman en la sección de sucesos del Clarion. Le encontraron agarrado a un vaso vacío, desplomado sobre la barra del Savoy. En ese momento, lo supe. Me hice con el caso.
El neón parpadeante y la calle mojada, fueron la cara del garito, su puerta de latón dorado y cristal, me engulló.
Giacomo Pavese me miró de reojo al pasar la entrada, trataba de convencer a dos agentes de que tenía que abrir aquella noche, algunos billetes de cincuenta dólares limarían los últimos flecos, Giacomo nunca escatimaba gastos.
Los estantes estaban llenos de botellas y el terciopelo rojo gastado de los sofás de los reservados, rezumaban de olor rancio a sudor y nicotina, como una pátina de malas intenciones.
Me crucé con ella, los muchachos de la 33 la habían estado interrogando. No tuve que enseñar mi placa, la Conelly me escupió "déjeme en paz, polizonte". En seguida la reconocí, era como la imaginé, salida de una crónica melancólica. La bailarina con cara de estar a punto de perder el último tren. Era bonita y los años no habian hecho sino incrementar su atractivo, como un cuadro colgado en un museo, que nunca podrás tener.
Le dije "Detective. Tengo que hacerle unas preguntas".
La agarre de su muñeca. Apenas forcejeó, su rimel corría por su cara, como la firma del forense sobre el parte de defunción. Añadió "el olor a sudor y a billetes de un dolar te delata". Era como una leona enjaulada, que se revuelve en el fondo de la jaula con la puerta abierta, sin saber qué hacer con la libertad. "Cuéntame lo que viste". Se soltó de mi mano, y recuperó el control con una mirada que puede taladrar un chaleco antibalas, "el hombre de la gabardina color ceniza vino a matarlo, Al se giró y le dijo, al menos déjeme terminar este whiskie, solo serán dos tragos. El asesino enroscó el silenciador en el arma, mientras él saboreaba los últimos sorbos de aquel vaso. No hizo nada, no lo insultó, no trató de escapar o sobornarlo ¿por qué? ¿¡por qué!?" La Conelli estaba asustada, amaba a aquel hombre, o al menos creía que lo necesitaba para poder sobrevivir. Le entregue mi pañuelo y le contesté "creo que era uno de esos hombres que comprendía que tarde o temprano te llega una mala mano y te echan de la partida, y lo único que queda, es alejarse con una sonrisa de indiferencia"
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