La desazón existencial que me dejó Un mundo feliz fue bastante más dura de lo que habría podido imaginar, así que, tras terminarlo, me encontré buscando desesperadamente una novela que pudiera recomponerme. Después de revolver mi biblioteca y considerar varias opciones, la elegida terminó siendo Silas Marner, una novelita que mi hermano Juan Luis me había regalado por mi mayoría de edad, hace justamente diez años. Me da vergüenza el tiempo que estuvo en mi estantería criando malvas (cuando vi la fecha de la dedicatoria, casi me da un chungo); pero fue la medicina perfecta que necesitaba en ese preciso momento. El polo opuesto a la novela anterior.
(perdón por la calidad de la imagen, que sé que es pésima...)
Título original: Silas Marner (286 pag.)
Autor: George Eliot
Editorial: Valdemar, 2000
Idioma original: Inglés (traducción de Ana D'Aumonville Alegría)
Siglo XIX. Raveloe es un pueblo próspero pero aislado, de gente sencilla, donde siguen vigentes las tradiciones y supersticiones contra los extranjeros o los más habilidosos. Víctima de ello es Silas Marner, un eficiente hilandero que se instaló allí hace quince años, pero que vive en absoluta soledad a las afueras, cerca de una cantera abandonada. Él pertenecía a una peculiar comunidad religiosa del norte y era un joven piadoso, honesto y estimado. Pero se vio obligado a abandonar su ciudad natal cuando, traicionado por su mejor amigo, fue acusado injustamente de un robo y expulsado de su comunidad. Alejado de su hogar y de todo lo que era familiar para él, desde las costumbres hasta la propia religión, Silas se sume en el aturdimiento al instalarse en Raveloe, sintiéndose en un limbo espiritual. Lo único en lo que puede pensar es su trabajo, y trabaja en el telar sin parar más que lo imprescindible. Esa enorme producción, sin embargo, propicia que gane bastante dinero. Y, conforme su tesoro va creciendo, él empieza a obsesionarse con el oro como su única "familia", vertiendo en él todo su cariño...
Silas Marner es una novela maravillosa. Optimista, amable, enternecedora, agradable de leer... Aunque no se la puede considerar realmente una "historia de acción", me enganchó desde el primer momento, me la terminé en un par de días y disfruté muchísimo con ella. Se cierra con un final perfecto, en el que todos "cosechan lo que siembran", y me dejó muy, muy satisfecha, a un nivel muy superior al habitual. Mi hermano tiene un gusto excelente, eso desde luego, pero esta vez incluso sobrepasó mis expectativas.
No tiene mucho sentido hacer una lista de las virtudes de esta novela, porque se pueden resumir todas en una: es técnicamente perfecta. Creo que nunca, o casi nunca, he leído un libro con una estructura tan sólida. Puede gustar más o menos a la gente, porque la literatura del XIX es como es, pero su calidad literaria está fuera de toda discusión. Desde que empecé a dedicarme a esto de los informes literarios hace medio año ya, no había encontrado una novela a la que poder ponerle un 9 de nota (y no le puse un 10 porque, según mi profesora, eso no existe...). El estilo narrativo y el argumento son sencillos, pero profundos, y deja una sensación muy agradable en el espíritu. Los personajes son entrañables y creíbles, y el mensaje, de una gran riqueza. Dicho esto, admito sinceramente que no le encuentro factores negativos. Algunos dirán que es demasiado moralista, quizá, pero es que está escrita para eso: retratar la recompensa a la nobleza de espíritu. Ojala alguien hiciera aún algo de este nivel a día de hoy.
Hablar de los personajes debe ir de la mano de la propia temática. Aunque la novela lleve su nombre, Silas Marner comparte el protagonismo casi a partes iguales con Godfrey Cass. Por un lado tenemos al pobre hilandero enclenque, miope y asocial, cuya existencia no tiene razón de ser desde que fue expulsado de su comunidad; un hombre totalmente destruido por el fuerte golpe moral que recibió al verse traicionado por su amigo y por su dios. Incapaz de comprender cómo fue posible que su confianza en la providencia fuese vapuleada de esa forma, lleva quince años sumido en un agujero del que no sabe cómo salir, "con el alma seca", ocupando por completo su mente con su trabajo y con su oro. Mientras que los habitantes de Raveloe asumen que su aislamiento es fruto de un carácter agrio y antisocial, queda claro para el lector que Silas no se integra porque no sabe, aturdido por el choque cultural y por el trauma, que llega incluso a provocar una brecha en sus recuerdos, sepultando cualquier vestigio de su vida pasada. De hecho, un detalle precioso es comprender que él no ansiaba el oro porque sí, sino porque éste representaba lo único a lo que había podido agarrarse durante esos años para no hundirse por completo en la desesperación. Cuando el oro desaparece, esa nueva desgracia amenaza con terminar de destrozarlo, pero también empieza a aportarle cosas nuevas: el trato con sus vecinos, la creciente simpatía de los demás hacia él, amistades, calor humano... y, aunque al principio esos sentimientos no quiebran la coraza del hilandero, la eventual aparición de Eppie supone el culmen de su transformación. Tanto, que el hilandero que vemos al final de la novela no tiene nada que ver con el que nos había acompañado a lo largo de la misma. Su historia se cierra con la moraleja de que, aunque la vida nos cierre puertas de forma inexplicable, también nos abre ventanas. Pero no entraré en excesivos detalles, porque es un proceso que merece la pena descubrir a través de la lectura. Se hace muy fácil identificarse con Silas, si también has sufrido fuertes reveses en la vida, y tal vez por eso mismo el mensaje cura tanto.
La otra cara de la moneda es Godfrey, aunque tampoco son concretamente antagónicos. El joven Cass es un veinteañero fuerte y guapo, heredero de la familia más importante de Raveloe, que ha vivido siempre rodeado de lujos y comodidades, y ha gozado del afecto de la comunidad entera. Quizá el prototipo de afable noble decimonónico. Sin embargo, es mentalmente débil y se deja arrastrar por unos y otros, sintiéndose siempre víctima de las circunstancias: moralmente laxo por carecer de madre y tener un padre poco estricto, inclinado hacia malas prácticas por influencia de su hermano Dunstan, acorralado por los problemas en los que él mismo se ha metido como si le hubiesen sido impuestos... Él toma las decisiones, pero siempre considera culpable a otro. Y, aunque en el fondo también es bueno, su falta de carácter lo convierte en un cobarde. Durante buena parte de la novela, sufre por determinadas circunstancias, pero nunca tiene la presencia de espíritu para enfrentarlas. No quiere renunciar a nada ni hacer sacrificios, así que se queda cruzado de brazos, esperando que las cosas se solucionen solas por algún tipo de milagro. Es curioso avanzar en la novela y ver la suerte que tiene este tipo, salvándose una y otra vez. Pero, al final, él tampoco se libra de recibir la justicia del destino. Ver cómo se queja constantemente, pensando siempre en lo que le falta en vez de en todo lo que tiene, te hace reflexionar de verdad sobre el valor que damos nosotros mismos a las cosas o a la gente que nos rodea. Al igual que el pobre Godfrey, a veces estamos demasiado acostumbrados a contemplarnos el ombligo, incapaces de comprender que las consecuencias de nuestros actos siempre nos alcanzan antes o después, de una u otra forma.
Así pues, podemos decir que el tema principal es la providencia. Por un lado, esos avatares de la vida que no podemos evitar y que sacuden nuestros cimientos; y, por otro, las consecuencias de nuestras propias acciones, igualmente inevitables. No hay grandes parrafadas de reflexión psicológica, ambas tesis se exponen siempre a través de Silas y Godfrey, de modo que las dos se hacen realmente accesibles, al presentar no como ideas abstractas, sino encarnadas en los propios personajes y su trayectoria. La línea temática siempre se mantiene clara y coherente, insertada en la trama, avanzando de mano de la acción argumental. Y, aunque ofrece sendas moralejas al final de la novela, también deja cierto margen abierto: siempre habrá cosas en la vida que no se terminarán de esclarecer, pero el autor nos recuerda que tampoco es necesario atar todos los cabos.
Otro detalle que me encantó es que, a pesar de que la providencia fue marcando de algún modo el camino de los dos, también queda claro que no han sido simples muñecos en manos de un poder mayor. Ellos tomaron sus decisiones y recogieron lo que sembraron, como he dicho antes. Había caminos que decidieron no elegir, con sus respectivas posibilidades. Para bien y para mal, ellos fueron dueños de sus actos, reaccionando como consideraron conveniente ante lo que el destino les ofreció. Lo que los diferencia, en el fondo, es la nobleza de espíritu. Y la moraleja final es que, ante las adversidades que no podemos controlar, merece la pena confiar y tener esperanza; mientras que renegar de las consecuencias de nuestras acciones en vez de enfrentarlas con coraje, como si no fuésemos responsables de nada, suele acarrear amargura y remordimientos. Confiar en que la suerte nos salve milagrosamente de lo que hemos hecho no sólo es signo de cobardía, sino también de mezquindad e inmadurez. Y, por último, queda el mensaje de que la felicidad está en aceptar lo que se tiene, no en perder el tiempo soñando con lo que no.
Me ha gustado mucho más de lo que esperaba esta profundidad decimonónica, envuelta en sencillez. George Eliot ha resultado todo un descubrimiento (vamos, que George Eliot es en realidad el pseudónimo de la activista inglesa del XIX Mary Ann Evans, por cierto). Tiene una técnica maravillosa, repito. La estructura de la novela es completamente ordenada y el equilibrio no decae en ningún momento (sólo hay un detalle al final que quizá parece un poco forzado, pero también es necesario para la moraleja). Personajes, temas y argumento están totalmente entrelazados, reflejándose unos en otros con una solidez realmente agradable, porque no es fácil conseguir un resultado tan compacto en el que nada parezca fuera de lugar o no encaje del todo. Resumiendo, que la composición es redonda, y punto. Y en cuanto al registro, aunque es más formal, se plasma en esa prosa delicada, amable y rica propia del siglo XIX; que, lejos de hacerse pesada, ser rígida, demasiado acartonada o susceptible de caer en excesiva sensiblería, es equilibrada, sensata, profesional, evocadora y con una medida justa de ironía y de emotividad, que hacen la lectura terriblemente agradable. Una delicia narrativa, os lo digo muy en serio.
Como ocurre siempre, no puede llover al gusto de todos y, lo que a uno le parece fantástico, a otro le resulta un truño. Siempre he pensado que hay que tener una sensibilidad especial para poder leer a autores del XIX. Ya me pasó cuando leí aquellos cuentos de Irving (regalo también de mi hermano), pero merece la pena, porque la calidad que demuestran no es moco de pavo. A ver, supongo que habrá mejores y peores, claro está. Pero siguen ofreciendo algo que, en mi opinión, debería valorarse más en la actualidad, tanto por escritores como por lectores.
Así que nada, si alguien está buscando algo tranquilo y enriquecedor que leer en las vacaciones de Semana Santa, ahí va mi recomendación. Creo que no os arrepentiríais.