Jul 06, 2010 12:06
Cuando leo blogs o journals, incluso periódicos, me da la sensación de que, por muy intimistas que parezcan las entradas, no dejan de tener ese aire de alcoba aireada y puesta en orden que tienen las casas que se enseña a las visitas.
Soy capaz de entender que tener un blog no es convertirse en Belén Esteban; pero tampoco es serio ponerse a contar la vida de uno, tamizada de cara a la galería, y mosquearse encima porque a un particular le dé por comentar la faena.
No sé si me explico: yo mismo, en la entrada anterior a ésta (corro con la ventaja de que este journal lo leen solamente un par de almas caritativas. Buenos amigos que piadosamente me comentan en privado lo que he escrito para que me sienta bien), describí un principio de altercado que tuve con un guitarrista argentino. La descripción es bastante fiel a lo ocurrido, pero es inevitable que lo que dices se falsee, se “estuque”, mientras uno lo muestra con sonrisa fija de prestidigitador cansado o, lo que es peor, con pose. Y a mí me gustaría, aunque fuese una vez, mostrar las cosas como se me aparecen, limpias, de manera que no me pueda molestar si no gustan. Me gustaría que al escribirlas no perdiesen inmediatez ni se convirtiesen en lugares comunes y el personal (bueno, ese par de amigos, buenos samaritanos) pudiese sentirlas como yo, abrumado. Un amigo de la infancia, habitual consumidor de cannabis, me dio la justificación más sincera y patética que nunca he oído para el fumaque: “es que cuando llevo mucho sin fumar empiezo a tener sensación de realidad, y la vida me viene grande”. Pues eso.
Todo este rollo viene a que he pensado que la vida es una mierda. Ya, no es muy original por mi parte; ni optimista. He llegado a esa terrible conclusión (música dramática, por favor) a través de las cosas buenas que uno se puede encontrar entre el paritorio y el nicho. Uno puede estar en el paro, sin dinero, sin novia (¡qué malas son, qué malas son!) y con una carpeta llena de esfuerzos baldíos y, no obstante, puede seguir encontrando las mismas maravillas que se le planteaban cuando curraba, tenía pasta y una belleza de ojos color carbón se deslizaba en su cama todas las noches. Sólo al haber tenido las dos cosas se da uno cuenta de que estamos en gran medida supeditados a decisiones que nos son ajenas, a un pequeño ergástulo entre miles, a un grillete que abrirá la funeraria. Y es ahora, con los pies en la barandilla del balcón del octavo, convencido del desastre, cuando caigo en todo lo bueno que se puede aún encontrar, todo lo bueno que hay en esta escombrera. He aquí mi lista (provisional):
Los raros días de verano en que llueve y huelen las calles a campo, como cuando era niño y volvía a casa del juego oliendo a animal y a olivo.
Algunas columnas de Manuel Vicent, mientras desayuno una tostada de tomate y aceite como un pan consagrado.
Volver al pueblo y con él a los viejos amigos por edades de la infancia. Sentir, al sentarnos todos a la misma mesa, que vuelvo a tener catorce años.
Las conversaciones con P., las discusiones con F., los recuerdos con M., las convenciones con J.L.
La línea del horizonte que separa el cielo del mar vista desde un chiringuito, la línea de cerveza doblándome el bigote.
Lo que han dejado escrito tantos y he leído. Lo que no he leído aún. Lo que me espera.
Las piernas de I., los ojos de A., el irresistible encanto de L., ay.
Las noches sin reloj. Las risas, las maldades, la comida japonesa: M.D., J.J., L., E…
La dorada de piscifactoría mientras el enriquecido -que no el rico- come centollo y muerde un mondadientes.
Mi abuela tarareando a Beethoven mientras la música suena desde el otro rincón de la casa. Mi abuela definiendo quién canta con gusto.
El habla de mi padre. El esteticismo de mi madre. La larga sombra de mi hermano.
Los juegos de palabras, la ironía: el gusto de no decir diciendo.
Su carcajada, su risa, su sonrisa: sus intenciones.
Los taberneros de Granada que se quejan cuando se les llena el bar: “Cuidao con la polla er ruido”.
Los parques en otoño; la Universidad en primavera.
La música que bailan las chiquillas, los pasodobles que aún bailan las viejas; los boleros que piropean desde lejos; las canciones de amor cuando son tristes.
Los perros que no saludan con la mano. Los canarios que cantan en las barberías. Los vencejos poblando los aleros.
La rectitud de J.M., la mala follá de B., el surrealismo de M. Todo eso bajo la nieve. Y sobre el vodka.
Las conversaciones con misterio que te asaltan con la duda. Los méritos silentes.
El falso malva de la luz cuando amanece y anda uno turbio y volteado.
La resina, los pinos, los barrancos; los caminos robados a la roca; la vega reverdecida, la vereda; los pedregales: las muelas del desmonte.
La alegría que esconden las palabras, los besos robados correspondidos, los hallazgos solitarios relatados, las paellas familiares, las ollas que borbollan, los amigos dónde y cuándo, el olor del azafrán, el color del salmón y que se rían, los libros, las siestas, las ventanas; los tropiezos, el trasnoche, los tacones; el alterne, las meriendas, los paseos; el café solo, el tabaco cubano, el vino en compañía…