Puesta en antecedentes

Jun 17, 2010 22:39



Nota informativa para cuando un par de números de la Benemérita empiece a husmear por estos lares buscando pruebas incriminatorias que respalden sus teorías después de haberme detenido:

Llevo dos meses metido en la misma habitación. Esta habitación tiene un balcón que da a un callejón en el que hay un pub. Los clientes del pub entran, beben, salen (probablemente también se reproduzcan y mueran, aunque de estos supuestos sólo me interesa el último). Es normal. Uno se pone unos tapones o unos auriculares y punto.

Pero hete aquí un artista. El arte fluye por el sistema linfático del artista, aflora en sus poros, se permea en su mirada soñadora… y en su guitarra. El mismo acorde machacón suena cada vez más fuerte sobre la sordina de una conversación. Parece que afinen una guitarra. Me asomo al balcón y no es a mí (previsible); ni siquiera a la vecina del izquierda (que está buenorra y bien merece las atenciones de la tuna). Un tipo pulcramente vestido de artista otromundoesposible (camiseta de ocre irregular achacable a un lavado insistente en piedras de río o a un tinte de tirio ecológico de chinchillas criadas en régimen de semicautividad; bermudas raídas -el orificio hacia la ingle izquierda desvela oscuridades por las que pido a todos los dioses que se trate de un calzoncillo sin mudar-; y sandalias de discípulo de Jesús muy socorridas para inmersiones rituales en el Ganges. No falta un largo collar con abalorios trenzado de matas sarmentosas, probablemente recogidas con primor en la cumbre del monte Erebus), sentado en el tranco bajo mi balcón, está dándole la barrila a una mujer de la que sólo veo las rodillas.

El arte se desborda y el artista se pone a cantar una “historia de amor” como él dice con una impostada ronquera de baladista italiano y una inflexión inequívocamente argentina. Un par de particulares se asoman y se quedan; me acodo. Empieza a rasgar las cuerdas cada vez más fuerte, a cantar, a gritar “porque eso es el amor, eso es el amor, eso es el amoooooooooooooor”. Y, habiendo oído suficiente, intervengo: “Perdón.”, nada. “Oyeee”, nada. “El amoooooooohuohuohuohuoo”... Aquí es donde la sangre me hierve y con una voz que retumba en todas las fachadas del callejón grito: “Eeeeeeh, ¡guitarrista!”. La concurrencia alza la vista, un poco abochornada. O tal vez intimidada, me hago cargo ahora de que no me he peinado en la última semana y llevo puesta una camiseta vieja y de colorines bajo una chaqueta de paño -¿temporada otoño/invierno 1991?- cuyos botones no casan (que luego refresca, oyes). Sin duda ven también asomar mis chanclas por la baranda. Imagen para el recuerdo.

Pero el arte es eterno: el Sergio Dalma porteño susurra un “¿qué pasó?”, intrigado por la súbita retirada de atención. “¿Podéis bajar un poco el volumen, por favor?”, le aclaro. “Sí, sí”, dicen las rodillas, que sucesivamente se han separado, incorporado y a las que les ha nacido una mujer encima. Y entonces el artista se rebela contra las grisuras de la vida que impiden la belleza: “¿Pero qué te pasa pichica?”. Pichica. Pi-chi-ca. Un tío que tiene las piernas con más taras que el tronco de una parra y aún así va con un faldón color excremento, y enseñando encima un huevo, me está llamando pichica. Es importante recapacitar, vencer la incredulidad. Asomo medio cuerpo por la baranda a riesgo descalabrarme y dejar un cadáver airado y mal vestido: “¿Cómo?, ¿Cómo has dicho, que no te he oído? ¿Qué me has llamado?”. Uno de los particulares, temeroso de que le caiga encima semejante loco, enfría los ánimos: “Nada, nada. Perdona. Anda,” al artista, “vámonos p´adentro que nos van a tirar un cubo de agua”. Se levantan mientras los miro desde mi lado del balcón (sólo me faltaba volcar), “un cubo tampoco es necesario. Gracias”, les digo.

Dejo esto escrito porque el arte no conoce fronteras ni atiende a cortapisas y, en la siguiente oleada de inspiración o de Larios, volverá el gremlin hipertrofiado a cantarme una serenata. Y ahí es donde le voy a dar razones a los picoletos para que me encierren.

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