Título: De siglos
Fandom: Latin Hetalia
Claim: Manuel/Martín | Personajes: Chile, Argentina. Menciones de Uruguay. ♥
Rated: T (?)
Comunidad:
aph_chileargent Notas: Joder sí, publico este fic aquí porque es una mierdaimportante para mí (?) Duh, además va como regalo adelantado a Anne {
osakaxsun } por su cumpleaños, porque me envició con este claim y porque me ayudó con los modismos argentinos. Como yo soy tan ignorante *cof cof*
{ De siglos }
-¡Cásate conmigo!
-¡No!
El niño se arrodilló.
-¡Por favor!
-¡Nunca! -fue la respuesta de la chica.
Ahora miró a todos lados, desesperado; encontró una pequeña margarita, a la cual le faltaban unos pétalos, pero la cogió de todos modos. Se la ofreció a la niña, e intentó un puchero que quería ser adorable.
-¡Te quiero, Capitanía General de Chile, para siempre! ¡Cásate conmigo cuando seamos grandes!
-¡Uy, maldito idiota persistente! ¿¡Qué parte de «no» no entiendes!?
El chiquillo rubio se puso de pie.
-¡Esa parte donde me rechazás a mí! ¿Cómo podés resistirte?
-Además de retrasado saliste ególatra de mierda.
-Sólo remarco la verdad, linda. Y todo esto -dijo el chico, indicándose a sí mismo y su pequeño cuerpo- puede ser tuyo. ¡Decí que sí!
-¡Idiota! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¡No soy una chi…!
Capitanía General de Chile no pudo seguir hablando, porque los inexpertos labios de Virreinato de Río de la Plata habían llegado a acariciar los suyos. La piel clara de ambos se había sonrojado.
-Te trataré como una reina -ofreció nuevamente Virreinato-. Te daré todo lo que vos quieras, lo mejor, vos sólo pedílo. ¿Las mejores especias occidentales? Ya mismo me pongo a darle la vuelta al mundo, a cruzar el Pacífico nadando si es necesario. Soy hasta capaz de ir a traerte un pedazo de queso de la luna.
-Mira, tarado… -intentó nuevamente Capitanía General, intentando desaparecer el sonrojo que se había creado en sus mejillas ante las dulces palabras de Virreinato.
Pero fue interrumpida nuevamente.
-¡Te enseñaré el mundo! -comenzó-, a donde quieras ir, te voy a llevar. Lo que quieras ver, te lo voy a mostrar. ¡Por favor, Capitanía General! ¡Incluso soy capaz de llevarte el desayuno a la cama después de nuestra Luna de Miel!
-¿¡Pero qué estupideces estás diciendo!? -se quejó la morenita.
Virreinato le cogió las manitas entre las suyas, dándose cuenta de que su piel era más pálida que la de Capitanía General; aquello era gracias a la sangre «salvaje» (como la denominó Don Antonio) que corría por sus venas. Y le encantaba.
Le encantaba todo de ella. En especial sus preciosas piernas.
Lo intentó de nuevo.
-¡Por favor, Capitanía General de Chile! ¡Por tus hermosísimas piernas! ¡Cásate conmigo!
Capitanía General tomó dos grandes bocanadas de aire para relajarse. Inhala, exhala, ¡maldito idiota este!, pensaba.
Finalmente, Virreinato observó cómo, en el rostro de la castaña, más específicamente en sus labios (aquellos labios que ya había besado, pensó con orgullo), se formaba una pequeña sonrisa. Virreinato ya comenzó a oler aquél «Sí».
-Yo… -susurró quedito.
El niñito rubio aguantó la respiración. ¡La niña de sus sueños le diría que sí! ¡La tendría a ella, a su carácter y a sus piernas para él solo!
-Yo… -repitió- ¡no me casaría contigo ni aunque fueras el último rubio sobre el planeta! -gritó indignada la niña, soltando sus manos de las de Virreinato, y echando a correr hacia sus tierras.
Virreinato se quedó parado, con los ojos bien abiertos y el corazón medio dolido, igual que su ego. ¡Lo habían rechazado! ¡A él!
¡Esperen! ¿Dijo, acaso, «él último rubio del mundo»? ¡Oh, no, tendría que matar a Sebastián!
-¡Capitanía General de Chile! -gritó cuando empezó a correr tras ella-. ¡Capitanía General, volvé! ¡Cásate conmigo!
Él quería a esa chica más que a nada en el mundo. Incluso más que al mate o a él mismo.
Definitivamente Virreinato no se iba a dar por vencido.
* * *
(Siglos después…)
Manuel abrió los ojos despacio aquella mañana. La luz que las cortinas de la habitación dejaban pasar no era mucha, pero podía verse el nacimiento del día. Entre las sábanas, el cuerpo desnudo del moreno se movió, adormilado, mientras se incorporaba en la cama. Rápidamente notó la ausencia de… algo.
-¿Martín? -llamó.
Y con el nombre del rubio vino una oleada de recuerdos que hicieron que el calor en la habitación, para Manuel, subiera exageradamente.
Él en la cama, con Martín encima, acariciándolo donde hubiera piel.
“Martín… n-no… ¡no me toquí’ ahí, weón! Me da cosquillas… ¡te dije que no me tocárai’ ahí! ¡Martín!”
“Decilo otra vez, Manu. Amo cómo suena mi nombre en tus labios”.
Conchetumare…
No estaba arrepentido, para nada, pero que fuera a admitir aquello era una cosa completamente distinta, era harina de otro costal.
Los años pasaron rápidos, casi como un par de parpadeos. Capitanía General de Chile había conseguido la independencia, pasando a ser República de Chile, y él se había transformado en José Manuel Gonzáles Rodríguez. Manuel para los amigos.
Manu para Martín.
Y hablando de él, al final sí se dio cuenta de que Manuel era un chico, ¡se demoró, eh! Lástima fue para el moreno que Martín (o Argentina, como era ahora) siguiera insistiendo con esa mierda del matrimonio. Obviamente en todas las peticiones había dicho que no.
Hasta ayer.
Mierda. Después de siglos le había dicho que sí. Le había dicho «Sí» al weón de Martín. Y hasta, ¡joder!, se había acostado con él. Ugh, más recuerdos acudieron a su mente, se estremeció (tal vez de placer o escalofríos, ve a saber tú).
Manuel estaba intentando sacar un poco de su cabeza los recuerdos más «íntimos» cuando en eso llegó Martín a la habitación con una bandeja en las manos y unos bóxers puestos.
-¿Ya te despertaste, Manu? -preguntó Argentina.
Chile lo miró con una ceja alzada.
-No, weón, sigo durmiendo.
-Entonces te dejo para que sigás soñando conmigo -dijo Martín de manera arrogante.
-Ni que fuera una pesadilla -murmuró Manuel cuando el rubio se sentó en el filo de la cama, a su lado. Fue cuando el castaño pudo ver lo que contenía la bandeja. Era el desayuno-. ¿Te querí’ hacer el weón romántico?
Martín se encogió de hombros.
-No -respondió-. Cuando te pedí que te casaras conmigo te dije que te iba a llevar el desayuno después de nuestra Luna de Miel, ¿te acordás? -pregunto con una enorme sonrisa.
A Manuel se le fue el aire por unos segundos. Se acordaba, sí.
De lo que no se acordaba era de cuándo mierda le dijo a Martín que se casaría con él.
-¡Weón, eso no fue una Luna de Miel! -estalló, refiriéndose a la pasada noche.
-Para mí sí que lo fue -respondió Martín con tranquilidad y felicidad inquebrantables. Le puso la bandeja a Manuel en el regazo-. Fue nuestra primera vez. ¡Ahora a desayunar!
-¡No me casé contigo, Martín! -se quejó el moreno.
-Pero lo vas a hacer, Manu, yo sé que sí.
Martín tomó una tostada y la acercó a la boca de Manuel.
-¡No me voy a casar contigo, mierda!
Argentina se ahorró el comentario donde le iba en la contra y se preocupó más de que su próximo-a-ser-prometido comiera el desayuno que él con tanto esfuerzo y amor le hizo. Manuel parecía negarse cada vez más.
-Dale, Manu -dijo, melosamente, Martín, acercándose para besar el apetitoso cuello de Chile-, tiene queso que yo solito fui a buscar a la luna para vos.
Ante ese comentario, Manuel soltó una casi imperceptible sonrisa. Pero, claro, a Martín no se le pasa nada. Los ojos verdes se le iluminaron a Argentina cuando vio cómo su futuro esposo se comía su desayuno.
-¿Ahora sí te casás conmigo?
Manuel se atoró y tosió antes de contestar.
-¡No!
Sin importarle esa respuesta, Martín se acercó con una sonrisa en los labios al rostro de Manuel, y lo besó como sólo podía besarlo a él. Porque en la noche pasada se había dado cuenta de que él sí lo quería, y mucho. Manuel debía ser sólo de él. ¡Bah! «Persistencia» era su segundo nombre.
Sólo debía seguir intentando un poco.
Y llevarle unos cuántos desayunos a la cama más.