Mar 11, 2012 22:35
Flora se dirigía hacia la enfermería aún dudando si había hecho lo correcto al no comunicar la condición de aquella alumna. Sabía que era una irresponsabilidad de su parte no reportar de inmediato la desaparición de una persona malherida, pero en su corta vida, gracias a su profesión, también había aprendido que la discresión podía salvar vidas. O, dicho de otra manera, la falta de discresión podía arruinarlas.
Los pasillos del internado que transitaba se encontraban desiertos y silenciosos. Una persona normal hubiese jurado que el silencio era absoluto. Pero Flora, que había desarrollado su sentido del oído para compensar el que Dios le había quitado, podía oír el viento agitando las hojas de los árboles, los esporádicos crujidos que producían los muebles del salón de música, los ronquidos provenientes de alguna habitación lejana.
De pronto, mientras pasaba frente a un gran ventanal, le pareció escuchar un ruido inusual fuera. Detuvo su andar y aguzó el oído. No tardó en percibir el sonido de una respiración agitada y pesada. Sin dudar un segundo, abrió el ventanal y se asomó.
-¿Hay alguien ahí?
No obtuvo respuesta, pero la respiración seguía allí, ininterrumpida y quizá más agitada.
Flora estiró su bastón y se echó a correr hasta alcanzar una puerta lateral, por donde salió para dar la vuelta y acercarse al sitio donde había oído aquellos sonidos.
-¿Hola? ¿Quién está ahí? Por favor, dime tu nombre.