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Aug 09, 2013 18:05

Una vez di clase a un niño llamado Santi, al que cuando no le gustaba el temario escogido, decía que *como él pagaba, tenía que divertirse en clase. Cuando no quería entrar se tiraba al suelo, y si intentabas levantarle, alegaba que *retenerle era un delito.

Algún otro aseguraba que no quería hacer nada durante la clase y prefería mirar al techo. Al comentarle a su padre que el niño venía a perder el tiempo, pagando quince euros la hora, respondía que bueno, que algo aprendería, más que en casa con la tele… y le mantenía en el curso igualmente.

Muchas de las actitudes que se ven reflejadas en los niños de hoy hacen plantearse hasta qué punto se puede modelar una educación en el colegio y desde casa. La inteligencia emocional es la gran asignatura pendiente en los programas; los desastrosos temarios actuales hacen aguas en conceptos esenciales, si ya en cuanto a cultura, más en formación del individuo como sujeto autónomo y decisor.

Sin ciertas dotes de inteligencia emocional, los jóvenes llegan a edades complicadas sin las herramientas para gestionar los cambios; cayendo en la frustración hacia cualquier situación desconocida y no habitual. Los fracasos se vuelven insoportables y se tiende a reconfortar con compensaciones materiales, tejiéndoles un cómodo nido de distracción y carísimo ocio virtual. Si en un futuro esa telaraña protectora desaparece, el miedo les paraliza. La capacidad de reacción está siempre relegada a otros, nadie les enseña cómo afrontar en primera persona ciertas problemáticas. El resultado: niños que se niegan a crecer, adolescentes encadenados a un psiquiatra de cabecera y jóvenes que encuentran en la evasión alcohólica la única manera de sentirse libres para ser como son; programados para trabajar todo el día con el fin de pagarse ciertas cosas presuntamente imprescindibles. Se les enseña que necesitan una casa propia y una compañera/o, una boda con número de cuenta y domingos en Ikea.

El sentimiento de pertenencia se fomenta, en vez de mediante actividades deportivas o culturales, con la moda o la precocidad escogida: hacia las drogas, el sexo, o el desafío a la autoridad. La necesidad de sentirse diferente al rebaño se manifiesta con desesperación en vagas llamadas de atención: al final nadie se sale un ápice del camino vital marcado, pero intentan ilusiones de rebelión abusando del tequila o pegando a un profesor. Para, antes o después, volver al grupo, a desear la tele de plasma y el coche de Detroit.

Consideramos un joven equilibrado al que saca buenas notas y no da problemas policiales, pero nadie se preocupa de cómo se está forjando su visión sobre el mundo; para el futuro se tricotan protohombres incapaces de enfrentarse a un despido o a una ruptura, sujetos incompletos que pasan la vida buscando encontrar el consuelo que necesitan en algo parecido a un igual. La comunicación se relega a tecnológica y la empatía se enfría proporcionalmente a los golpes recibidos. La soledad da miedo cuando uno no se soporta. La rabia y el temor acumulado se exudan en forma de atracones psicotrópicos o enfermedades psicosomáticas. Demasiada energía silenciada. De pronto, un buen día un vecino amable que siempre saludaba coge un fusil y dispara con saña a todo el que se encuentra. Y todos nos preguntamos por qué.

Se convalida un sistema educativo que no enseña a nuestros adolescentes la guerra civil española en historia, conque si no hay la suerte de tener a alguien en casa interesado en explicarlo, los chicos crecen sin saber fechas, escenarios ni nombres; les suena la figura de Franco de alguna serie familiar.

Conocen al dedillo la cultura norteamericana por los guiños de las series pero no saben qué transición se llevó en su mismo país hasta llegar a la penosa situación de hoy. Viven los recortes de derechos como si no fuese con ellos, porque el estado de temor, pasividad y somnolencia en el que viven les refugia en una burbuja de pantallas y total desarraigo. Se les considera una generación perdida, conque ya de base se les quita la confianza en llegar a ser importantes valores profesionales, cuánto más personales.

La palabra y los valores se desdeñan como adornos blandos y la poca moral que se inculca tiene que ver en todo caso con el sermón del Vaticano; el sentimiento de culpa y la sensación de que en realidad deben su vida a otro ente superior, que es dueño de sus actos y de sus mentes. Los padres ateos bautizan a sus hijos.

Se presenta al bien y al mal como dos gigantes contrapuestos sin escalas de grises y el espejo diario es un elenco gubernamental que ejemplifica con corrupción y billetes arrugados. Las referencias de rectitud escasean y por lo tanto aprenden lo que ven: que quien mejor miente, mejor roba, más manipula, exprime la vida desde una postura privilegiada.

Ingratitud y deslealtad son las marcas más comunes. Traiciones épicas por dinero o por sexo.

Y aún nos preguntamos los por qués.


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