Órbita cementerio ~ Tom/Bill -1/1 (NC-17)

Nov 16, 2015 20:23



Órbita cementerio

Aún no eran las cinco de la madrugada cuando Tom decidió dar la noche por terminada. Miró de nuevo a su alrededor, aburrido hasta el bostezo. El DJ residente insistía en machacarlos una y otra vez con la última canción de moda, y en la pista se amontonaban los mismos cuerpos de siempre, refregándose en posturas cada vez más obscenas.

Desde su observatorio -un discreto reservado en la zona alta del club- contemplaba aquellas figuras en escorzo bajo las luces intermitentes: los movimientos repetidos, de manos crispadas y sudor compartido de la multitud que baila. Agitando los dos dedos de whisky que quedaban en su segunda copa de la noche, jugaba a identificar un rostro entre aquel montón de muecas exageradas y maquillaje corrido. Sólo uno.

No sabía quién era, no todavía.

A veces el brillo de una mirada atrapaba su atención por unos segundos, pero enseguida una sonrisa estúpida o un gesto vulgar lo hacían apartar la vista, decepcionado. Siempre era igual: los mismos cuerpos anónimos, las mismas caras angulosas y desencajadas por los excesos.

Hastiado, dejo el vaso de whisky sin terminar en la mesita, frotándose las manos en el pantalón como si el ambiente del club hubiese tocado el cristal y contaminado su pureza. Se levantó y abandonó la zona VIP, dispuesto a marcharse. Un par de chicas de larga melena y aspecto sofisticado se acercaron a Tom, y con un gesto coqueto le susurraron al oído palabras como “champán’’, “privado’’, y “no te arrepentirás’’. No tuvo que mirarlas para sentir el crujido de sus máscaras de glamour cuarteándose y cayendo a pedazos sobre la moqueta. Logró ocultar su desagrado y las apartó con un gesto cortes, siguiendo su camino, despreciando la mirada de rencor que clavaron en su espalda. No había nada en ellas que pudiera interesarle.

Seguir en aquel lugar le empezaba a resultar insufrible. No era sólo el aburrimiento, o la decepción: era la oscura fealdad de todo lo que lo rodeaba.

A veces -una noche como cualquier otra- atisbaba una mirada, una sonrisa, que lo dejaba clavado en el lugar. Su boca se secaba de expectación, y desde ese momento no podía separar los ojos de aquellos que lo habían cautivado. Entonces su único deseo era tirar del hilo y conocer a esa persona que sabía brillar con luz propia entre la multitud . Era como buscar estrellas en el barro, pero a veces encontraba alguna. Era un momento raro y precioso, capaz de devolver la belleza a un mundo que la había perdido.

Y por eso volvía, a pesar de todo.

La música electrónica golpeaba sus oídos como un inmenso corazón metálico, provocando un trance colectivo donde las emociones se volvían urgentes, primitivas. Las lenguas y los cuerpos se enredaban al compás de un ritmo ensordecedor. Era demasiado grotesco para ser erótico, y los sentidos de Tom se rebelaban. Había llegado al club buscando un poco de belleza, un parpadeo de magia, pero una vez más había caído en su propia trampa. La pista de baile se había convertido en una masa de carne informe, plagada de tentáculos que se retorcían en el aire pegajoso y luminiscente. Las paredes -cubiertas de espejos negros- multiplicaba la luz del foco violeta que destellaba en los dientes, en los globos oculares de los danzantes.

Allí estaba de nuevo, flotando a la deriva en la órbita cementerio. Asqueado de mediocridad.

-Estáis todos muertos, pero no os dais cuenta -murmuró, aunque nadie se detuvo a escucharle-. Tengo que salir de aquí.

Atravesó la pista a grandes zancadas, empujando a todo aquel que se cruzara en su camino. Quería salir del club, aunque sabía que la órbita cementerio no terminaba en las puertas del local. Sólo un poco de luz le mostraría la verdad, lo desplazaría de la órbita… Sólo un poco…

-¡Oye, ten cuidado! -escuchó de repente, y al girarse un fogonazo lo hizo tambalear. Llevaba el pelo revuelto, la piel tatuada y un pliegue de molestia en los labios. Una supernova.

-Te encontré-le dijo en cuanto puedo hablar.

-No sabía que estaba jugando al escondite -su ironía atravesaba la música y se clavaba en el pecho sin dolor.

-Y yo no sabía que era a ti a quien buscaba -se encogió de hombros, deslumbrado. Era la verdad -. Salgamos de aquí.

*

Bill se reía como una foca bebé de casi dos metros, sobre todo cuando se drogaba. En esos momentos las cosas punzantes  -el pasado, el miedo, algunas fotos- se alejaban hasta perderse de vista, y un cosquilleo le nacía en la punta de los dedos de los pies e iba subiendo poco a poco hasta los labios, estallando en carcajadas.

La marihuana lo volvía perezoso y ondulante como el humo. Se dejaba abrazar con una sonrisa lejana, buscando los últimos rayos de sol para desperezarse al modo de los felinos antes de salir de caza. El humo le hacía sentir la piel esponjosa, y le encantaba rodar por una alfombra suave y peluda que encontró en el lujoso apartamento de Tom, sólo por sentir su tacto.

El alcohol lo ensombrecía, sacando su lado más irritable y depresivo. Su casa -un pequeño piso que compartía con una planta algo mustia y un gato callejero que una noche se encontró jugando en su balcón- se convertía en fortaleza frente a todo lo que no fuera soledad. En realidad nada era suyo, salvo su ropa y algunos cachivaches con el tiempo había ido acumulando: la planta era de un amigo y Gato -que así lo llamaba-vivía su propia vida por los tejados y sólo aparecía para comer o buscar algunos mimos . Ese acuerdo era perfecto para alguien como Bill

El cristal le gustaba en ocasiones, sobre todo horas después de sobrevivir a sus pesadillas. Lo fumaba en una pipa de vidrio azul que había robado -un simple capricho- en una de las fiestas a las que acudía como modelo ocasional. Lo aspiraba despacio, casi saboreándolo, hasta que el efecto burbujeante aceleraba su sangre a límites imposibles. Segundos después  cada parte de su cuerpo parecía encajar en una maquinaria perfecta; la mente se aligeraba, limpia y enfocada como un instrumento bien afinado.

Bailaba descalzo por la casa, amontonando su ropa sobre la cama y probándose cientos de accesorios frente al espejo hasta decidir cuál sería el conjunto más acorde a su humor, el más divino y extravagante para quemar la madrugada en el club. Pero no era suficiente. Al amanecer acorralaba a Tom contra la pared de su apartamento -“Fóllame duro, ahora”- y lo volvía loco de besos y mordidas hambrientas, pidiendo más y más violencia en cada estocada. Se sentía fuerte y deseable… Tan distinto del chico aterrorizado que se había despertado gritando en mitad de la noche porque un nido de gusanos ciegos se habría paso a través de su vientre, devorándolo por dentro.

Luego se hacía un ovillo desbaratado sobre el cuerpo de Tom y entonces, sólo entonces, conseguía descansar.

Antes de él, la calma era un hilo sangre bajando por sus piernas, una cuchilla de afeitar marcando finas líneas  en cualquier rincón de su piel que la ropa pudiera ocultar. Después, era la forma en que Tom lo contemplaba. Era mejor que la droga, mejor que el sexo con cualquier otro.

-¿Por qué me miras siempre así? -le decía, sorprendido, al abrir los ojos y encontrarse con su mirada. Ocurría desde el momento en que se encontraron: Tom lo observaba como si quisiera beberse su belleza a sorbos. Cada momento, cada faceta o estado de ánimo quedaba registrado tras sus ambiciosas pupilas. Fue esa intensidad la que le atrajo como la llama a la mariposa-. Ojalá mi espejo me viera como tú -bromeó.

-Caminas de puntillas sobre la órbita cementerio -afirmó, impenetrable como una esfinge-. Yo me hundo en ella cada vez más, por eso me siento a salvo a tu lado.

Bill no entendía del todo esa fascinación, pero se sentía halagado y sonreía con algo de timidez. Entonces se entregaba de nuevo a las caricias de Tom, tan profundas, que al recorrer su cuerpo lo investían de fuego y lo purificaban de toda imperfección. El placer arrasaba su conciencia, llevándolo lejos, muy lejos, a una nueva realidad sin pesadillas.

-¿Quién salva a quién? -murmuraba entre sus brazos, antes de caer dormido.

*

Desde los amplios ventanales de su despacho, Tom fumaba, observando a la multitud que abarrotaba las calles. Eran las horas previas a la noche de Halloween y la gente corría  de un lado a otro, disfrazando su insignificancia de insecto con trapos mal cosidos. Él podía verlos tal como eran, seres grises y corrompidos, arrastrando por el asfalto sus pequeños sueños, sus absurdos amores.

Le dio una última calada al cigarrillo, eligió una de las alienadas cabecitas que pululaba tras el cristal y lo aplastó contra ella. Una quemadura negra y redonda apareció en la ventana. La cabecita siguió pululando, alejándose al ritmo que su rabia aumentada. Con un gesto de desprecio, se apartó de allí y cerró los ojos. Necesitaba escapar.

Entonces recordó a Bill, su rostro desencajado por el orgasmo. Se aferró a esa imagen con todas sus fuerzas, dibujando en su mente cada detalle. Tom amaba su belleza doliente -quizás por eso verdaderamente hermosa- en cualquier circunstancia, pero en la cima del placer todo su cuerpo resplandecía y sus ojos parecían buscar la luz de un mundo invisible. En ese instante su belleza rompía todos los parámetros. Y era suya. Siempre sería suya.

No quiso resistir la tentación de acariciarse hasta llenarse las manos de semen. Se sentía mejor.

La tarde caía y cada vez había más gente en la calle. El cristal blindado lo aislaba de sus voces, pero aún podía ver sus bocas torcidas en gritos o risas, los besos nauseabundos que compartían tras las máscaras. Seguían allí abajo, hundidos en el barro de su propia mediocridad. Ahora incluso sintió lastima por ellos.

Miro el reloj. Bill lo esperaba en el Hotel Ritz; había reservado una suite y cena para dos. No podía llegar tarde.

*

El universo es un niño de cinco años disfrazado de gatito al que han envenenado los caramelos de Halloween. Ésa era la única lógica que Bill conocía, y aquella noche la arrastraba como una pesadumbre que apenas podía manejar.

Atravesó las calles abarrotadas de zombis y diablesas de labios rojos y cuernos de azúcar. Las voces se mezclaban con gruñidos y algunos gritos que pretendía ser escalofriantes , pero también con risas y canciones. Eran esas carcajadas las que le hacían dar un respingo de inquietud cuando sonaban de improviso. Quería sorprender a Tom: llevaba un bonito antifaz coronado con plumas y se había maquillado para la ocasión. Utilizó la máscara de pestañas y  el ligero brillo labial como un exorcismo para sacarse el poso amargura que le había dejado la pesadilla de aquella noche. Una de las peores.

Al llegar al hotel se sintió inmediatamente atraído por el lujo de los mármoles y las lámparas de cristal. El Ritz era un escenario tan suntuoso que de pronto se sintió fuera de lugar con sus zapatos de imitación y el antifaz que él mismo había fabricado con lentejuelas de una chaqueta vieja. Se sintió excluido, sucio como su pasado , como aquel niño al que habían roto entre dulces y regocijo. Pero era hermoso, y lo sabía, así que levantó la cabeza y se acercó a recepción con la elegancia de un príncipe destronado.

-Me esperan en la suite Regencia. -Su sonrisa altiva ocultaba un ligero temblor. Recibió la llave y la apretó con fuerza en su mano-. Gracias… Y no olviden subir un par de botellas de champagne helado. Hoy es un día para celebrar.

*

Tom era de esos tipos que no se conformaban. A la mayoría le bastaba con sentarse junto a la ruleta del destino y esperar a que la bola cayese en rojo o en negro, en vida o en muerte, en infierno o en paraíso. La bolita blanca giraba y giraba, mientras unos se arrodillaban a rezar y otros simplemente cruzaban los dedos, soñando con vencer en su particular apuesta. Eso era todo.

Tom sin embargo era el Crupier de su propio juego. En un mundo masificado de mediocridad, de peleles cargados de resignación o de culpa, él lanzaba la bola con la ruleta siempre en movimiento, y si había que hacer trampas para ganar, nada le impedía poner una palanca bajo la mesa.

Quizás por todo eso tenía a Bill allí, sentado en el suelo de la suite, con la camisa abierta, el antifaz sobre la frente y una botella de champagne en la mano. Su risa aguda y un poco tonta llenaba la habitación, pero sus ojos  estaban encharcados de tristeza.  Nunca había estado más hermoso. Tom se sintió trastornado por la complejidad de su belleza, necesitaba apoderarse de ella con ojos, manos y dientes.

Lo empujó contra el suelo, arrancándole a tirones los estrechos pantalones y la camisa. Los besos fueron violentos desde el principio.

-Haz que duela -pidió Bill en un susurro, aferrándose  a su cuerpo ansiosamente, devolviendo cada caricia-. Que duela…

Tom se incorporó, y poniendo las manos en sus rodillas le abrió las piernas. Lo contemplo desde arriba, fascinado por cada tatuaje, cada cicatriz. Bill, con el rubio cabello revuelto  en la alfombra , se desperezo frente a él, ofreciéndose, exponiendo algunos cortes cerca del pubis que aún estaban frescos. Tom hizo presión con el pulgar sobre las heridas hasta que Bill jadeó y sus ojos se llenaron de lágrimas . Luego los saboreó con la lengua y los besó, deleitándose con el temblor de su cuerpo.

-Sácame de aquí… llévame… -Bill cerró los ojos ante el primer espasmo de placer . Sentía los gusanos de su pesadilla masticando el interior de su vientre , el sabor de los caramelos envenenados en la boca . Era un dolor tan inabarcable que ninguna herida podría acallarlo.

De pronto se sintió lleno ¡Y cuánto lo deseaba! El sexo de Tom era avasallador, tanto que a la primera embestida lo hizo gritar.

-Te voy a destruir  como si te amara, Bill -murmuró contra su boca , empujando con fuerza en su interior. Tom miraba su rostro sonrojado, las pestañas húmedas Y ese suave resplandor que comenzaba a envolver sus facciones-. No tengas miedo…

-No… -agitó la cabeza en la alfombra- Dámelo -. Clavó las uñas en su espalda al sentir los mordiscos de los gusanos atravesando la piel, abriéndose paso a través de agujeros sangrantes. Hubiese querido aplastarlos uno a uno, o mejor aún, aplastar su propia cabeza, hacerla un montón de pedazos incapaces de soñar, de recordar.  Un latigazo de placer agitó su respiración.

Tom le mordió los labios, acariciando su cuello con ambas manos. Bill alzó los brazos y giró el rostro, entregándose por completo. Su sexo goteó de anticipación, anestesiando el dolor de los gusanos en su vientre . El pasado comenzaba a diluirse en una bruma espesa.

-Déjame verte…-acarició con brusquedad la línea de la mandíbula con los pulgares, atravesando su cuerpo con una fuerte estocada . El rostro de Bill se llenó de luz. Estaba cerca.  Pulsó la yugular con sus dedos, sintiéndola latir frenéticamente. Su belleza aumentaba por segundos.

Bill gimoteó de alivio cuando los gusanos desaparecieron, dejando su piel blanca y lisa como la de aquel niño que fue una vez . Una nueva oleada de placer le hizo apretar los dientes;  el temor comenzaba a disolverse, y la rabia, y la desesperación. El pequeño de cinco años iba montado en un barquito velero, y una corriente dorada lo arrastraba cada vez más lejos , a un lugar que apenas podía intuir.

-Llévame… quiero ir allí…-rogó, con un puchero casi infantil y los ojos más tristes que Tom hubiera visto jamás . Las manos rodearon su cuello, apretando despacio, con mimo.

-Te llevaré, ya no habrá más  pesadillas -siguió apretando, cortando el paso del aire. Se balanceaba en su interior, en un deleite íntimo y profundo. Los ojos de Bill se abrieron, radiantes como estrellas negras  Sus gemidos fueron entrecortados, escasos de oxígeno. Con los labios entre abiertos buscaba un poco más de aire, un sorbo más, perdido en un placer delirante  cuya luz, cada vez más intensa, Tom  engullía con la mirada. De pronto su rostro se crispó y levantó las manos, las pupilas extraviadas.

El pequeño que ascendía por el río dorado estaba a punto de alcanzar la orilla. Ya podía sentir el perfume de las flores, la tibieza del sol en sus mejillas . No recordaba su nombre y eso lo hizo sonreír. Estaba de vuelta.

Tom dio una última estocada y Bill estalló como una supernova: lo que siempre fue. En ese instante el universo se detuvo: en plena cumbre del placer se desató la más alta expresión de su belleza. En ese infinito micro segundo, el hombre que odiaba la vulgaridad del mundo había tenido entre sus manos la más sublime y deliciosa visión que un ser humano hubiese disfrutado jamás. Había acabado con su vida como un alquimista capaz de transfigurar la belleza; ahora sabía que no era sólo una fantasía, que era posible conjurar una hermosura más allá de lo terrenal.

Tendría que seguir probando, quizás más adelante… Pero por el momento la imagen de Bill en el frágil instante de su propia muerte sería el antídoto perfecto
contra la podredumbre de la órbita cementerio.



(Gracias a mi Flor por la imagen 💙)

tom/bill, halloween, Órbita cementerio

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