Por lo general, no suelo comprar ni leer novedades editoriales. Sé que esto puede parecer pedante pero, más que una cuestión elitista del que sólo cree encontrar la excelencia en el pasado (como si algunos escritores de hoy no fueran a ser los clásicos del futuro), se trata de algo agónico: el tiempo, la vida misma, son limitados, y bastante tengo con batallar contra tanta obra imprescindible que aún me queda por leer (en ese sentido, sí, lo admito: soy procanónico y creo en el aval de la tradición y la autoridad, y no quiero morirme sin leer a Proust si el precio es no abrir un libro de Julia Navarro). Por lo mismo, cuando algún, digamos, clásico vivo -García Márquez, Coetzee, Auster, Vargas Llosa, Philip Roth, Kundera, Javier Marías (salvando las distancias si es que hay que salvar alguna)...- sacan alguna novedad, pues bastante tengo con mis cuentas pendientes con sus libros anteriores como para pensar en ls nuevos, cuya salida sólo consigue provocarme un poso de culpabilidad ante los deberes sin hacer; ídem con algún autor reciente que parece interesante (Ramiro Pinilla o Murakami), o con la aparición (o reedición) en español de una obra clásica (las memorias de ultratumba de Chateaubriand): puedo aguantar hasta la edición de bolsillo; a la lista de espera. Total: que leer para alguien que se toma en serio la literatura a veces se parece bastante a achichar uno solo, bomba en mano, un gran transatlántico que hace aguas.
¿Sorprendidos? Como veis, no se trata de un clásico imprescriptible; ni siquiera, posiblemente de una obra maestra. Es una obra de entretenimiento -de buena factura, eso sí, si resulta como las anteriores. Pero me permite renovar esa ilusión perdida (por mí, por deformación profesional) de esperar la próxima novela de un autor contemporáneo que ha conseguido divertirte, y que, cuando aparece por fin, consigue hacer brotar el resmusguillo de la expectativa y la curiosidad (la ilusión, en suma) en lugar de la culpa por los deberes sin hacer. La novela en su sentido etimologico: la portadora de novedades. Desde que supe de ésta (y de su tema), la estaba esperando. Y reconozco que, a pesar de su precio abusivo de novedad (con el que se paga la encuadernación y el a todo color, nada más) de 20 euros, es posible que no espere a que salga de aquí a un año en bolsillo, y que me dé el capricho de comprarla para leerla en el acto, aunque sea a ratos perdidos en el autobús o antes de acostarme.
Ocurre que las anteriores novelas de Thomas Harris sobre Hannibal Lecter me han gustado mucho. En ellas, el autor consigue crear una atmósfera de crueldad y tristeza verdaderamente fascinantes -recreada de forma magistral, por cierto, en la adaptación cinematográfica de El silencio de los corderos (Jonatahn Demme, 1991). Por lo demás, la documentación es magnífica: el problema de un asesino reincidente (chapeau por la elección del traductor para término inglés serial killer; "asesino en serie", mero calco, no significa nada) es que, al carecer de un móvil racional para sus crímenes, resulta imposible atraparlo por los cauces convencionales. Hay que echar mano de la investigación científica, al estilo C.S.I (en ese sentido estas novelas son precursoras) pero también requiere de los detectives un continuo alarde de imaginación, rastrear pistas eruditas o postular hipótesis tan demenciales como la mente del monstruo al que persiguen. Y todo eso lo cuenta muy bien Harris.
Por otra parte, el personaje de Hannibal Lecter, inseparable ya del actor que lo ha encarnado se ha convertido ya, con toda justicia, en un referente icónico, o mítico, del siglo XXI (hace poco un político comparaba a De Juana Chaos con Lecter; qué más quisiera el
vulgar terrorista). Se trata verdaderamente de un personaje con entidad propia, de esos capaces de salir de las novelas y hacerse reconocibles hasta para quienes no las han leído o visto las películas, con esa mezcla de cultura, buen gusto, crueldad y ausencia de escrúpulo moral. Posiblemente nos fascina porque halaga nuestro snobismo (al menos, halaga el mío), y, claro, porque representa nuestro ello: la parte de nosotros que quisera liberarse de la moral, no tener que rendir cuentas a nadie. En esto, Thomas Harris es muy claro, y no recurre a subterfugios deterministas para explicar la conducta de Hannibal: ésta es lúcida, él es consciente de su maldad. Y eso es lo fascinante. En una de sus entrevistas con Clarice Starling, ésta le insta a rellenar un cuestionario psicológico sobre sí mismo.
-¿Y qué razón habría de inducirme a hacer tal cosa? [pregunta él]
-La curiosidad.
-¿Curiosidad de qué?
-De saber por qué está usted aquí. De averiguar lo que le sucedió.
-No me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí. No acepto que se me reduzca a un conjunto de influencias. En favor del conductismo, han eliminado ustedes el bien y el mal, agente Starling. Han dejado a todo el mundo en cueros, han barrido la moral, ya nadie es culpable de nada.
THOMAS HARRIS (1980): El silencio de los corderos. Barcelona: Círculo de lectores, 1991, p. 27
El doctor Lecter con el Ponte vecchio al fondo. ¿Adónde iba a ir a parar al escaparse alguien con el exquisito gusto de Lecter sino a Florencia?
Pues precisamente -porque reivindicar la voluntad no significa tener una historia o unas circunstancias- en esta nueva novela se nos cuenta la vida de Hannibal, desde su mismísima niñez en la Europa del Este de la acensión nazi narrada, no por él, sino desde fuera, "objetivamente": una suerte de bildungsroman del mal absoluto que nos permite asistir a la creación del monstruo y la adquisición de su inagotable caudal de conocimientos, que van desde la enología a la Historia.
Otro día hablaré sobre El Dragón rojo, que me parece la mejor de las que leído hasta ahora. Para terminar, podéis echarle un vistazo al
Primer capítulo de Hannibal. El origen del mal por cortesía de
Casa del Libro.