Durante las dos horas y media que dura
El Mesías vuelvo a ser cristiano. Vuelvo a sentir que la lucha ha concluido al fin, que todos los valles se elevarán y se allanarán los montes; que las curvas se enderezarán. Y me alegro como las hijas de Sión porque nos ha nacido un niño que será llamado el Maravilloso, el Consejero, el Príncipe de la Paz; y entonces se abrirán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos oirán; el cojo saltará como un corzo y cantarán los mudos con su lengua. Y Él me acogerá en su regazo y me guiará suavemente como un pastor que apacienta su rebaño; iremos a Él todos los que trabajamos y los que soportamos cargas pesadas y nos aliviará. Él, que sobrellevó nuestros dolores y soportó nuestras aflicciones; que fue despreciado y rechazado por los hombres; familiarizado con la aflicción, no ocultó Su rostro a afrentas y salivazos. Buscó a alguien que se apiadara de Él, pero no encontró a nadie: nadie hubo que lo consolara; y con Sus heridas fuimos curados. Pero que ha resucitado de entre los muertos, y por eso el reino de este mundo se ha transformado en el reino de Nuestro señor y de su Cristo. ¡Aleluya! Y entonces sé que mi redentor vive y que estará en el último día sobre la Tierra. Y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, veré a Dios.
Luego, cuando se desvanece la música en el aire, torno a mi melancólica, desamparada racionalidad.