Eugénio de Andrade

Jul 01, 2005 15:45


Con motivo del reciente fallecimiento del gran poeta portugués Eugénio de Andrade, Juan Andrés García Román me cede un hermoso artículo glosando su figura. Juan Andrés no sólo es un buen amigo, sino también un excelente poeta, como acreditan sus dos libros publicados, ambos con sendos premios: uno de ellos, Soledad que da al mar, premio "Villa de Peligros, 2004" y publicado por la Diputación de Granada. El otro, Perdida latitud, VII Premio de Poesía Joven "Antonio Carvajal" y publicado en Hiperión.

“Lo real es la palabra”. Eugénio de Andrade

Era en junio; año 1999, aunque eso no importe demasiado. En uno de los más bellos, elocuentes y poderosos poemas de su postrer libro y tal vez de toda su trayectoria poética, Eugenio de Andrade ensayaba, con esa actitud póstuma que es característica de muchos grandes poetas, una de sus últimas despedidas:

Quizá, quizá sean los últimos
días. Si así fuera, son un esplendor.
A pesar de que los aviones de la OTAN lancen
bombas y bombas en Kosovo, la perfección
habita en este muro blanco
donde el escarlata
de la flor de la buganvilla sube al encuentro
de la luz fresca de la mañana de junio.
La belleza (no hay otra palabra
para decirlo), la belleza de esta mañana
es terrible: persiste, domina
-a pesar de los aviones, incluso con
bombas que caen y niños que mueren.

"Mañana de junio". Los surcos de la sed, 2001.

No me he podido sustraer a la tentación de transcribir el poema en sus totalidad, entre otras cosas porque no quisiera con mi voz escamotear la suya y porque es ése el mayor homenaje que se pueda realizar a un poeta: la difusión de su obra entre aquellas almas nobles que quieran entrar en su mundo para vivificarlo. En fin, la poesía de Andrade es tan diáfana, tan esencial, tan comprometida con el hombre y de una hermosura tan tangible que apenas si necesita exégesis alguna. Y quizás desearía antes que hablar sobre él o lamentar el escaso eco en los medios de su pérdida, brindar más poemas suyos al lector: es tal la lucidez, la seducción de su palabra que uno tiene la tentación de convertir estas palabras en una pura cita de su deslumbrante obra, pero valga, en cierta medida, para ilustrarla la breve joya de este poema.
Primero nos encontramos en él con la realidad del tiempo histórico: ése es el punto de partida. Pero (al igual que hiciera muchos años antes, al pie del recuerdo de su madre muerta, decidiendo allí ir en busca del conocimiento y dejar la expresión de pena; alzando simplemente el vuelo, yendo “con las aves”) el poeta impone aquí el rigor de su mundo estético: “la belleza”, el esplendor de la buganvilla  que se levanta en su pequeñez sobre las bombas de Kosovo y el horror de la muerte, así como sobre la propia enfermedad y debilidad de su yo empírico. Nada de quejumbre, nada de sentimentalismo superfluo, nada de confesionalidad. Andrade plantea, lo ha hecho siempre y a lo largo de toda su obra, la necesidad de la utopía, la belleza (que es “terrible”, como en la primera de las Elegías del Duino). Ahí reside la realidad del poeta y la misión del poeta: en la capacidad de comprensión otra de lo real, en un hallazgo del lenguaje que ofrezca al hombre una alternativa; alternativa que desde luego no es intelectual o artística, sino vital. Y ahí también la emotividad del poema.
La poesía de Andrade es salvación; salvación que se da en una ecuación mística, siempre que pudiera hablarse de una mística pretendidamente pagana y sensorial (de carácter parecido a la de nuestro Claudio Rodríguez).
Pagana y sensorial, en efecto. Humana: incluso llana, corporal, hedonista, y sin embargo, descaradamente artística. Surcos de la Sed está lleno de referencias explícitas a Rothko, Claudel, Yeats, Rilke; representantes de lo que se podría llamar arte puro. Pero Andrade sabía bien: lo que caracteriza a ese arte puro es la búsqueda, no precisamente de una deshumanización, sino de una realidad y humanidad más altas, más subversivas con respecto a la realidad cruel y asesina, más salvadoras. No más que “agua, agua” “aguas ebrias de ternura” o “abrasadas de amor”, son para él las figuras rememoradas de san Juan de la Cruz o de Li Bai. En esa fórmula maravillosa es como Andrade iguala arte y vida, conocimiento y agua. Pero fue años antes también (no hay un solo momento de flaqueza en su larguísimo itinerario poético): en Blanco en lo Blanco (1954) cuando Andrade definió lo que debiera ser el padrenuestro de todo poeta o hermano de la poesía. Porque lejos de los pérfidos aviones de la OTAN y de todos los aviones del mundo que se nos imponen como realidad, para la poesía -decía Andrade allí- “Lo real es la palabra”.

colaboraciones, literatura, crítica, poesía

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