Jun 30, 2005 11:43
El domingo por la noche, cambio de escenario y de estética: del barroco al posromanticismo y el siglo XX: la orquesta Philarmonia, dirigida por Jukka-Pekka Saraste, y el pianista Nikolai Lugansky interpretaron Les offrandes oubliées de Messiaen, el concierto para piano n.º 3 de Rachmaninov, y la segunda sinfonía de Sibelius. Quizá sea porque así comenzó el Festival de Granada, como una serie de conciertos sinfónicos por la festividad del Corpus (en unos tiempos en los que escuchar una orquesta sinfónica en provincias era todo un privilegio), pero pareciera -o al menos a mí me lo parece- que el gran repertorio de finales del XIX y principios del XX es el que mejor convoca espíritu electrizante y cargado de sensaciones de una noche de Festival. También aquí lo visual hace lo suyo: impone, por contraste, ver una gran orquesta moderna en el semicírculo renacentista del Palacio iluminado contra la noche, con el reflejo delirante de la columnata en los metales.
Del concierto, tres apuntes de tempo sosegado: de Messiaen, su tercera “ofrenda olvidada”, la Eucaristía, bellísima adoración de una cuerda con veleidades místicas y postrada de hinojos: religiosidad inestable y contradictoria del siglo. De Rachmaninov, el segundo movimiento: un solo tema lírico desarrollado por el piano en forma de rapsodia, con la aquiescencia emocionada de la orquesta. Por un momento pude imaginar que ésta era un auditorio embelesado en un anfiteatro antiguo, que comenzaba proponiendo al aedo -el piano- un tema, que luego éste recogía para irlo deshilvanando con su arte, entre los suspiros periódicos del raro auditorio de instrumentos, su aprobación y sus comentarios (¡y qué precisión, la de la orquesta: que diálogos, nítidos, hermosos, entre el piano y la trompa, entre la flauta y el piano!); mientras, el rapsoda henchía la historia, la variaba, la desgranaba, la hacía adelgazar hasta su mínima expresión. Pero el piano, complejo, polifónico, no sólo narraba su canción, sino que captaba también, como en una superficie de agua, las emociones del público (las mías propias) y nos devolvía su reflejo, caleidoscópico, múltiple, hermoseado, en forma de acordes trinos y melismas por sobre el tema principal, siempre ahí, al fondo, como piedra angular.
Finalmente, de Sibelius, la concepción arquitectónica de su sinfonía, plena de sentimiento hasta sus consecuencias últimas: de la levedad de su comienzo, en ese ir indagando gozoso entre los temas, al agón de su segundo movimiento, pesadumbre inexorable pero también calma esperanza, con esos picos súbitos de modulaciones sorpresivas, tan caros al posromanticismo. No me extraña que un crítico del época le dijera a Sibelius: “Ha alcanzado las más grandes profundidades del inconsciente y de lo inefable, y ha dad a luz algo milagroso”.
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El lunes por la tarde, tras el atrio de Messiaen, más música religiosa, francesa y del siglo XX: Suite litúrgica para coro de voces blancas y trío instrumental de Jolivet, y el Requiem de Duruflé. Inquietante y mistérico Jolivet (que preciosidad, el Magnificat); Duruflé poderoso y muy bien cantado (un coro estupendo, La Cantoría, de Pablo Heras).
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