Jan 18, 2008 18:49
Una va por la vida con un manojo de estrategias de interacción con sus semejantes que, depuradas durante años, han resultado ser las más útiles o las más frecuentementes necesitadas. Superada la ansiedad social de la adolescencia, cuando te asaltan mil dudas derivadas de la escasez de guiones que te permitan predecir lo que pueda ocurrir en una determinada situación, u ofrecer el falso consuelo de que realmente lo hacen, se acostumbra a moverse en entornos limitados, con personas determinadas, y a hacerlo de manera relativamente digna. Como el cerebro es vago y en seguida archiva la información que no se utiliza a menudo, el día que tienes que vértelas con alguien que, si de ti dependiera, no formaría parte de tu red social, encuentras que se han oxidado los músculos que te ayudaban a salir airosa de esas situaciones. Y, una vez más, tienes que dar un paso atrás, recuperar la perspectiva, analizar las soluciones posibles y elegir la menos mala. Puede que no te guste. Casi seguro que te va a poner en una posición incómoda. Pero, ¡qué coño!, si habías conseguido llegar a olvidarte de que hay personas así es porque has tenido la suerte de rodearte de gente estupenda (y sólo de gente estupenda) durante mucho tiempo. Unos ratos de sentirte incómoda con tu manera de tratar a otro son un precio muy bajo a pagar por tantos y tantos días de tranquilidad, seguridad, aceptación, cariño y confianza.
Vamos, que la conclusión es la de siempre. Soy una privilegiada.