//LIBROS: Isabel. Mi relación con André Gide ha sido extraña: tras una primera toma de contacto agradable pero insatisfactoria (esperaba mucho más de lo que obtuve) con El inmoralista, la segunda lectura que realicé firmada por este autor lo elevó a la categoría de imprescindible en mi biblioteca. El culpable fue Los monederos falsos, un libro maravilloso al que la Rayuela de Cortázar debe demasiado: uno de esos textos en los que parece que todo está perfectamente medido y en los que cabe todo. Desde el retrato del intelectual inerme de primera mitad del siglo XX hasta la metaliteratura reflexiva. Lo dicho es motivo suficiente para que cualquier libro que caiga en mis manos y que lleve la rúbrica de Gide parta con ventaja. Y aunque eso es lo que ocurrió desde la primera linea de Isabel, una vez acabado de leer tengo que reconocer que no le hacía falta tal ventaja. De nuevo, Gide se las apaña para realizar un vibrante pero estático relato de ese intelectual que no se decide a vivir de forma plena ninguna de sus dos vidas: ni la real ni la intelectual. El protagonista de Isabel, un intelectual primerizo y joven que pasa unos días como invitado de una extraña familia en un castillo anacrónico, se ve desgarrado por dos fuerzas que estiran de él en direcciones opuestas: por un lado, la posibilidad de medrar culturalmente (gracias a un trabajo basado en unos manuscritos de la biblioteca del castillo) y, por el otro, la fascinación de una pasión misteriosa y fuera de toda regla social (como es habitual en el autor). La colección de personajes es realmente grotesca y, por lo tanto, hipnótica (desde los nobles venidos a menos que remiendan la ropa cada noche para guardar las apariencias hasta el niño heredero cojo y retrasado mental). Y, lo que es más interesante todavía: Gide consigue erigir toda la trama en torno a unos misterios fascinantes que, una vez revelados, se desvelan como yermos y vácuos. Como los ideales intelectuales. Como los ideales amorosos. Como los ideales amorosos... Y es que Gide es demasiado inteligente como para obviar el hecho de que la frustración era, es y será la base de toda vida intelectual.\\