Un espejo hecho añicos, David Pérez.

Aug 16, 2005 00:58


Las obras salpican, pero es la mirada la que naufraga. Su mar es ese infinito espejo hecho de sumas y deshecho de horas en el que al reconstruirnos inventamos el mundo y el cuerpo, la mano que pausada toca la frente y el corazón que late, el pie que veloz se desplaza y el sol que tras la montaña se oculta. Ver es un espejo, un espejo en el que la mirada -a través de las obras- nos inventa. Configurando un tiempo que llamamos nuestro, trenzando una vida que consideramos propia.

Sin embargo, la mirada no sólo se descubre a sí mísma desvelando su asombro y construyendo su estupor. Aunque las obras nos digan y nos hagan, aunque nos compongan y formulen, también con nuestra mirada estamos diciendo las obras. Y lo hacemos escribiendo sus límites, analizando su naturaleza, creando su historia.

Una paradójica e irresoluble tensión queda por ello establecida. Viendo nos descubrimos -siquiera sea en la constatación de nuestra propia perplejidad-, pero al hacerlo, tan sólo podemos ver aquello que previamente hemos convenido visible. Hablamos de arte y en él nos inventamos y también nos suturamos. Pero esta invención que nos hace y deshace queda solapada y confundida con esa otra invención que se opera sobre el propio espejo en el que nos reflejamos. Un espejo -que es el de la obra- que sólo es tal en función de una mirada que lo dota de sentido e historia, de valor y tiempo, de contenido y textura.

Aquello que nos desborda y que de memoria nos dota, se articula desde otro relato. Desde el relato de un saber en el que inventamos el arte y decimos su historia, en el que estrechamos su nombre y configuramos su tiempo. El arte surge, así, como norma y convenio, como aceptación institucional llevada a cabo desde un presente que actúa como razón de ser del pasado. Es nuestro ahora el que insufla de forma a la historia y a sus contenidos, el que genera hechos y datos, sombras y aseveraciones, huellas y despojos.

El ahora lee y el ahora interpreta. Por ello el presente es el espacio de la historia. El eco que imagina la voz. El rastro que sueña la pisada. La pavesa que en su interior siente algo que acaso fue fuego y que en ceniza queda. Ceniza que es rastro de un rumor, de un decir entrecortado que es polvo. Polvo de historia.

Las obras, en efecto, son espejos. Espejos hechos añicos que muestran en su azarosa rotura la contradicción que nos constituye. Un reflejo de suturas que sólo pervive como entrecruzada paradoja. Como espejo de superposiciones en las que se muestra el reflejo de otros espejos y de otros textos. Textos que escriben que veo lo que me inventa y que invento lo que veo. Que creo el mundo y que el mundo me crea. Que la mirada es fruto y que el fruto es mirada.

Acaso todo se resuelva en una imposibilidad de fronteras. O en un territorio sin mapas. O, mejor aún, en un decir de desubicaciones que, situado en los perfiles, nos desplaza sobre los apocados bordes de un relato que narra la contradicción. Un relato imposible que diciendo aristas de circularidad escribe astillas de desorientación.

Acaso, insistimos, todo se resuelva en un perpetuo desplazamiento carente de rumbo. Si es así, tal vez el espejo únicamente sea el reflejo de un espejismo. El torpe anhelo de una mirada que inconstante y aburrida vaga a la espera de que el tiempo sea olvido. Olvido y devastación. Al igual que sucede con ese chasquido de dedos que acompaña a una música inaudible que jamás será escuchada.
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