Nov 11, 2011 22:33
“y bendito el papel con que he solido
ganarle fama y, ay, mi pensamiento
que parte de él tan sólo ella ha tenido”
Francesco Petrarca
Cuando se sentó a la mesa, lo primero que hizo fue llorar. Ella y yo no hablábamos mucho, con lo ocupada que estaba cada una, y yo siempre he sido mala para consolar a la gente, por lo cual decidí no tomar acción alguna. Sus lágrimas redondas y claras caían sin pudor sobre su camisa negra. Recuerdo que poco después se compuso, se comió un par de Baci que bajó apresuradamente con un golpe de licor de chocolate, y me preguntó cómo iba mi italiano. “Va bene, va bene” fue lo único que pude decir sin miedo a meter la pata, y nos quedamos mirándonos, aunque cada cual ensimismada, por par de minutos. Al despertar de mi trance, no la vi ahí. No la volví a ver en ese sitio. Terminé mis cursos año y medio después, y seguí sin verla ahí. Al recoger mis maletas, me topé con una extraña carta escrita en la más exquisita letra, que iba dirigida a ella con un francobollo español. Por una fuerte curiosidad, puse a un lado todo pudor y pude leer el buen francés que cobraba coherencia paulatinamente. Tomé la carta, que todavía olía a vainilla, la guardé, y regresé.
Con cierto desdén comprobé que las cosas en Puerto Rico no habían cambiado en dos años, y que todavía más valía estar fuera que dentro. Así que cuando me ofrecieron la beca para España, no lo pensé dos veces. Tomé la carta, que por par de meses había olvidado, y la guardé en mi maleta de mano. Madrid era una ciudad muy bonita, pero aunque joven de cuerpo siempre he sido vieja de espíritu, y no me impresionó mucho. La universidad era retante, pero nada por lo cual preocuparme mucho. Me interesaba más la carta. Me pareció que dieciocho euros de Madrid a aquella ciudadela era un poco excesivo, pero sin chistar los pagué. En el camino repasé lentamente la carta, con largo detenimiento, y aguanté el mal sabor. No pude aguantar, sin embargo, la creciente náusea. Busqué a la buena y a la mala mi camino por la ciudad, y di a parar en la dirección provista en el sobre. Me armé de valor e hice sonar el timbre. Al rato un hombre rechoncho y malhumorado salió por el umbral y me preguntó quién diablos era. -“Soy gestora de particulares de su banco, y vine a hablar con su esposa ya que creemos que puede haber sido víctima de robo de identidad. Necesitamos hablar con ella.”
- “Yo le dije que una maldita tarjeta iba a ser solo problemas, maldita irresponsable.”
-“No brinque a conclusiones señor. Hacemos esto por seguridad, si bien muchas veces son falsas alarmas. Por favor dígale que baje.”
Con eso, dio un alarido con el cual bajó, presurosa y asustada, una pequeña mujer, blanca y de pelo largo y negro, de ojos tan verdes como saltones. No la culpo; con lo austera e inmutable que creen que soy, hasta yo misma brinqué. “A solas con la señora, por favor” tuve que rasparle cuando vi que hacía ademán de vestirse. Así mismo paró, me miró y se alejó. Quedó a mi lado la pequeña mujer a la que miré con una honda lástima, le hice señas para que entrara al auto alquilado, y la miré por un tiempo. “Si je ne me trompe pas, vous parlez français, n’est-ce pas?” Cierto órgano comenzó a latir más profusamente, y no sé si fue el suyo por escuchar una cosa tan íntima o el mío por darme cuenta que no había marcha atrás. “No señora, ya no lo hablo” -“Señorita” le corté. -“Bueno disculpe, señorita. Eso lo hablaba antes, pero decidí no volver a hablarlo más. Espero no le moleste”.
-“Por supuesto que no”, le dije sonriente, “siempre es bueno hablar español.”
-“Me alegro que le guste nuestro idioma señorita”.
-“Es también el mío.”
-“¿En serio? Yo creía que usted era malaya o algo así. ¿Es filipina?”
-“No señora. Soy puertorriqueña.”
El color ebúrneo que cobró su cara me indicó que estaba hablando con la persona correcta, la que saciaría mi infantil curiosidad.
“Señora”- retomé la palabra- “yo fui estudiante en Italia. Sé de su carta”.
La señora no pudo evitar mostrar un incomprensible amalgamiento de emociones que terminaron en lágrimas.
“Señora, no sienta vergüenza, yo no vine a recriminarle nada. Sólo quiero saber dónde está Sabrina. Aunque no hay que ser un genio para saber…que él la mató, ¿Verdad?”
Su mirada se tornó desorbitada y sus deseos de huir, de correr al final del mundo y esconderse ante la primera sombra, eran obvios. Mas se mantuvo en su asiento y sólo logró musitar un débil y quejumbroso “Sí”. Eso me lo temía. Quería pensar que no, pero en el fondo lo sabía. Sin embargo, aún ante el umbral de lo inevitable la sorpresa siempre nos hace su víctima. Ella me miró con ojos llorosos y yo no pude mas que devolverle la mirada. A falta de más que hacer, le pasé la mano por la cabeza para hacerla sentir un poco más cómoda.
-“Por qué no hizo nada, señora?”
-“No podía. Yo le rogué que no viniera. Le rogué que no volviera a verme. Yo se lo imploré, que se olvidara de mí, aunque yo no pudiera nunca olvidarme de ella.”
Pensé en preguntarle “Por qué sigues con él”, pero tan pronto como llegó la pregunta a mi mente la descarté por obvia. Lo que todos saben, nadie debe preguntar. “Asegúreme una taza de café por favor, que he viajado mucho y mal”.
Volvimos sin otra palabra al recibidor, y allí estaba él, grande, inmutable, asqueroso, viendo un partido de fútbol. Entablé una conversación sobre la grandeza del equipo italiano, y le saqué así la primera sonrisa en todo el día. Mal para él sería la última. Tomé mi café y el suyo, que había pedido a su esposa en el transcurso de nuestra conversación, y que yo de buena gana me había ofrecido a llevar. Existe una forma de hacer al coolant de los autos inodoro, incoloro y sin sabor. Los más empedernidos químicos se han reservado el secreto, y yo también lo haré. De más está explicar lo que sucedió después. Generalmente estas muertes se consuman poco a poco, con un poquito de antifreeze en la ensalada hoy y un poco en el café mañana; pero yo no tenía ese tiempo, ni pensaba darle más color al asunto del que tenía. Se desplomó al piso con ojos desorbitados, y la parte más mórbida de mí se rió al confirmar su parecido con un venado muerto. Ella no sabía qué hacer; por un lado creo que quería gritar en horror y por otro agradecerme desde lo más hondo del alma.
Me quedé un rato ahí, contemplando el cadáver y reflexionando en lo que había hecho. Es cierto que Sabrina y yo no éramos las camaradas más cercanas, pero en toda realidad lo hice más por mí que por ella- cuando leí la carta, me enamoré de su amor, y no podía dejar que terminara así. La hermosa letra, el delicioso olor a vainilla y el cortesano francés llenaron mis días de mosaicos de vibrantes colores. Quien mancille algo así no debería vivir. Con eso, por lo menos, me justifico. Vivo sin dolores ni arrepentimientos. Vi con cierta mórbida satisfacción el obituario de aquel pobre diablo, lo recorté y lo puse en un fino marco de bordes dorados. A la que hice viuda la veo de vez en cuando, cada vez más bella y radiante que la anterior. Hasta diría que ha aumentado de estatura. Cenamos juntas, vamos a parques y museos, mas aclaro aquí que no somos, fuimos ni seremos amantes. El abnegado respeto que tengo por mi camarada, por ese amor, por esa carta, me prohíbe a mí misma deshacerlo y reinventar algo en sus ruinas. Intento aparentar que mi alma vive más allá de las grandes pasiones, y el único vástago de lo contrario es la carta. Le devolví la dignidad tanto a la viva como a la muerta, mas a ninguna le devolví la carta. Está perfectamente preservada, herméticamente sellada junto a mis notas de química, mis aforismos y otro par de documentos, en algún olvidado rincón de la Vía quattordici di Settembre en Perugia.
cuento,
cronicas