Trata de levantarse y el dolor en su vientre lo detiene. Eso y las manos de Sam sobre sus hombros. Se escuchan pasos presurosos aproximándose.
“No es necesario”, oye decir a su hermano dirigiéndose a quienquiera que se acercaba. “Se tranquilizará”, y luego le está mirando directo a los ojos, buscando colocarse en su zona de foco. “¿Verdad?”
Dean pasea la vista por la habitación, desorientado, sin ver nada en concreto. Todo es un gran vidrio empañado.
“¿Sam?”
“Sí, Dean. Soy yo”.
“¿Estás bien?”
“Sí, estoy bien”
“¿Dónde…?” baja la mirada y encuentra una aguja de intravenosa insertada en su mano. El pitido desbocado de la máquina que mide sus signos vitales retumba en su cabeza en forma molesta. “¿Dónde está Angie?”
Sam evade la respuesta y en cambio le pasa un brazo por encima del pecho y lo hala de regreso a la cama.
“Vamos, hombre. Tienes que…”
“¡Déjame!”, gruñe y manotea en un enfadado intento por volver a incorporarse, pero esta vez el ramalazo de dolor es tan violento que lo deja clavado a medio doblar en su lugar sin poder respirar. Así que sólo le queda permitir que entre su hermano y un par de enfermeras lo devuelvan a la posición horizontal de la que intenta huir. A través de la nebulosa de sus ojos observa a un hombre de bigotes que se acerca y le palpa descaradamente el estómago allí donde el dolor es tanto que lo obliga a tragarse las protestas. El hombre, (el doctor, asume Dean) da una orden, alguien se mueve al costado de la cama, una enfermera, y el cazador cae en un agujero negro y profundo sin sueños.
Cuando recupera la conciencia nuevamente, el olor a hospital lo abofetea.
Sam está sentado en una silla próxima a su cama, mirando a través de la ventana hacia el cielo cubierto de la tarde mientras mueve nerviosamente su pierna de arriba a abajo. Dean suspira, exhausto, y eso parece ser suficiente para alertar a su hermano de que ha regresado al mundo de los vivos. Una vez más.
“No intentes nada”, le advierte Sam al tiempo que se pone de pie de prisa y se posiciona estratégicamente para impedir que saque los pies de debajo de las sábanas. Dean frunce el ceño mientras lo observa con atención.
“¿Estás bien?” balbucea aunque tiene la ligera impresión de que ya preguntó eso.
“Sí, estoy bien”, le contesta Sam. Entonces Dean se voltea con dificultad hacia el otro lado de la cama para una nueva y patética tentativa de escape. “Vamos, amigo”, protesta Sam dando un rodeo e impidiendo que el cazador llegue a sacar un pie. “Cas ya tuvo bastante trabajo evitando que tus entrañas abandonaran su sitio. Ten un poco de consideración y cuídate”.
“¿Dónde está Cas?”, pregunta de nuevo afanándose por alcanzar el borde de la cama.
“Con Bobby”, le contesta su hermano y lo empuja suave pero firme hacia las almohadas.
“¿Dónde está Bobby?”
“Recobrándose. Él está un poco más… aporreado, pero bien. Considerando todo”.
Dean deja de luchar y se recuesta por voluntad propia, tratando de recuperar el aliento que ha perdido en el forcejeo.
“No lo conseguimos, ¿eh?”
Sam desvía la mirada de regreso hacia la ventana antes de contestar.
“No”.
Dean observa que el techo sobre su cabeza se acerca y se aleja en un bucle de nunca acabar.
“Voy a matar a esa puta”, sentencia.
“Lo sé”. Las manos de su hermano le acomodan las sábanas y el cobertor blanco del hospital a su alrededor mientras habla. “Ambos lo haremos. Pero, por ahora, tienes que recuperarte, ¿de acuerdo?”
Sus ojos se han convertido en un par de ranuras, incapaces de mantenerse abiertos. No puede ser. Acaba de despertar. Mira la aguja sobre el dorso de su mano, mira a Sam que se desdobla y luego vuelve a ser uno.
“No más droga”, dice mientras lucha contra el peso sobre sus párpados. “Dile al doctor”.
Sam deja escapar un resoplido.
“Quizás no te las darían si no intentarás levantarte cada vez que despiertas”.
“¿Cómo está Bobby?”, dice arrastrando las palabras.
“Mejorando”, es lo último que escucha en un eco lejano antes de rendirse.
Esta vez, sueña.
Se encuentra en la cabaña y es un día de lluvia. Iosephus está terminando con su plato de leche cuando la puerta se abre. El umbral está vacío. El aroma a tierra mojada asalta la cabaña e impregna la madera de las paredes. Iosephus ronca fuerte y con deleite llamando su atención por un segundo. Cuando vuelve a mirar hacia la puerta, Angie está de pie allí, vistiendo la chaqueta de polar verde y la falda de jeans.
Él la llama por su nombre y se le acerca hasta que ambos están frente a frente. La lluvia no la ha tocado. Atrás suyo, a lo lejos, en un paisaje que desconoce, se levanta una montaña coronada por la niebla. Alguien ha cogido la cabaña desde sus bases y la ha depositado en un territorio diferente.
“Vas a encontrarme, papá”. Un rumor parecido al sacudir de una gran sábana en cámara lenta sirve de telón de fondo a las palabras de la niña. “Vas a salvarme”.
Dean siente que su corazón se llena de una tibieza nueva, una alegría que desborda sus sentidos. Ella mueve los labios, está hablando de nuevo, pero él no entiende porque el ruido aquel sigue allí, irritante y cada vez más potente.
“¡No te oigo bien, nena!”
La risa brota juguetona de la niña mientras señala hacia la espalda del cazador con el dedo.
“¡Papá, debes parar!”.
Dean gira la cabeza siguiendo la seña de Angie y allí están, sobre sus hombros, moviéndose ruidosamente al ritmo de su propia alegría, blancas, hermosas e increíblemente grandes.
Sus alas.
Despierta con el flap flap de las plumas aún moviéndose dentro de sus oídos como el susurro de un secreto.
Sam y Cas están en su habitación hablando entre ellos discretamente en un rincón apartado de su cama. El ángel se afirma del borde de la ventana como si el peso del mundo se hubiese instalado sobre sus hombros, dientes apretados, intentando hablar en murmullos.
“¡Pero debe haber una manera!”, está diciendo Sam pero se autoreprime al darse cuenta que ha elevado demasiado el tono de su voz.
Dean quiere intervenir, pedir que lo saquen de allí porque el tiempo pasa y su hija lo necesita, pero su lengua está tan agotada como el resto de su cuerpo. Contra su voluntad, sus ojos se cierran nuevamente.
Los abre de nuevo y Sam se ha ido.
Castiel está sentado en la silla esta vez.
“¿Dónde está mi hermano?”, musita débilmente.
El ángel se mueve en la silla, incómodo.
“Alimentándose” dice y aparta el rostro de inmediato escondiéndolo del cazador. El gesto no pasa desapercibido para Dean.
“¿Desde cuando hablar de alimentarse es tan repugnante, eh?”
“Sam volverá pronto”, responde secamente el ángel sin voltear. “Pregúntale”.
Castiel abandona la silla moviéndose con cierta dificultad, tratando de evadir el escrutinio del cazador, y por primera vez Dean nota los hombros caídos, el andar pesado, las manchas oscuras bajo los ojos.
“¿Cómo estás tú?”
El ángel parece sorprendido por la pregunta o quizás es que no había pensado en su propio estado hasta entonces. Se echa un vistazo, apartando las solapas de su impermeable.
“Estoy bien”, dice.
Dean asiente dándose por enterado.
Hombre y ángel guardan silencio mientras la tarde comienza a caer una vez más. El cazador ha contado tres pero está seguro que se ha perdido unas cuantas. ¿Tal vez una semana? ¿Tal vez más? Deja escapar un suspiro cansado.
“Tenemos que rescatar a Angie”.
Cas no le responde.
Sam regresa por la mañana cargando el laptop y una carpeta llena de papeles. Ahora Dean puede percibir el cambio que antes no había notado. El hablar medidamente amable, el caminar soberbio y nervioso a la vez, como si fuese un envase de gaseosa agitado y a punto de explotar y, sobre todo, el ligero olor a azufre que sólo un cazador experimentado podría reconocer. Aquello va a ser su pesadilla eterna.
“Sácame de aquí”, le ordena con irritación antes de que se instale en la silla.
“No estás suficientemente sano”, es la inmediata respuesta de su hermano.
“Tengo que encontrar a Angie y hablar con ella”.
“Dean,” y allí está de nuevo el tono complaciente que en algún momento confundió con verdadera preocupación. “Meg tiene el control sobre ella”.
“Lo rompí una vez. Puedo hacerlo de nuevo”
“¡No es tan fácil, Dean!”, le espeta Sam y luego se arrepiente, respira profundo, trata de controlarse. “Ella… tendrá más poder esta vez”.
“Tú también tienes tus poderes de vuelta, así que ¡ÚSALOS, MALDICIÓN!”
Sam luce como si lo hubieran abofeteado con un guante de fierro.
“¿Cas te lo dijo?”
“Cas no me dijo nada. ¡Demonios! ¿Piensas que soy un estúpido? ¿Todos nosotros fastidiados como mierda y tú indemne? ¡Por favor! ¡Meg podría haber utilizado a Angie para matarnos a todos! ¿Quién más que tú podría haberlo evitado? ¡Tienes que haber usado esa inmundicia tuya!” Se lleva una mano temblorosa al rostro cubriendo sus ojos. Maldición, no puede perder el control ahora. Tiene que pensar con claridad para salvar a su niña. Respira profundamente antes de mirar nuevamente a Sam. “Tienes que sacarme de aquí”.
“Dean…”
“Tenía sangre en su boca. Tenemos que desintoxicarla. Pronto”.
“Eso será inútil”
Dean arruga el ceño, sin comprender.
“¿Qué estás diciendo?”
Repentinamente, con el corazón en un puño, el cazador puede ver que no es sólo la sangre de demonio lo que lo mantiene en tal estado de tensión. Un momento es Sam, al siguiente Sammy, su hermano baja la mirada y se mueve pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro mientras aprieta el barandal de la cama hasta que los nudillos de sus manos se tornan blancos.
“Cuando intenté detenerla, Meg entró en Angie”.
El cazador necesita unos segundos para asimilar las implicaciones de lo que Sam le está contando. Siente la angustia instalarse en su garganta detrás de la manzana de Adán y debe hacer el esfuerzo de tragar para permitirse hablar de nuevo con fiereza.
“Entonces, la encontramos, la exorcizas,… ¡maldición! ¿No es eso lo que hacías antes?”
“Me temo que no será suficiente en este caso, Dean”
“¿Por qué no? Dijiste que deseabas ayudar. Bueno, deja de discutir ¡y hazlo!”
“No puede”, dice Cas desde la puerta.
Dean lo mira con la misma furia que a su hermano.
“¿Sabías de esto?”
“Sam me lo dijo, sí. Y tiene razón. Él no puede hacer nada”
“¡Por qué!”
“Su gracia está contaminada, pertenece a Meg ahora y... no puede ser restaurada”.
El cazador los mira a uno y otro con incredulidad comprendiendo de golpe, asqueado, la conclusión a la que parecen haber llegado ambos.
“No tienen intención de salvarla, ¿verdad?”
“No es lo que Cas quiso decir”, protesta Sam.
“¡Entoncés qué!”
Sam y Cas intercambian miradas pero es el ángel quien a final de cuentas comienza a explicar.
“Creemos que quizás su gracia puede ser reemplazada, como una especie de transfusión de sangre. Pero, Dean, es muy difícil. Debe hacerse con el mismo poder que la trajo a la vida, la misma naturaleza, la misma gracia…”.
“¿Qué hacemos?”
“Dean”, intenta explicar también Sam con cautela. “quizás… no podamos salvarla de todas maneras”.
Dean lo traspasa con la mirada. Sam enmudece. Dean retorna su atención al ángel.
“¿Qué hacemos, Cas?”, repite el cazador sosteniendo la mirada del ángel por tensos segundos hasta que éste baja los hombros, derrotado.
“Necesitamos encontrar la fuente de la gracia de Angie”.
“De acuerdo, tenemos trabajo que hacer entonces, realizar investigación…”
“Ya la hice”, anuncia Sam acercándose al laptop.
Dean alza las cejas, sorprendido.
“¿La hiciste?”
“Dije que ayudaría” replica volteando a ver a Dean. “y es lo que estoy haciendo”. Pone a andar el aparato mientras explica. “Pensamos que si Angie es el resultado de la caída de un ángel, lo cual es altamente probable, debemos rastrear entonces la caída de cierta cantidad de gracia, así que he investigado cometas u objetos celestiales similares entre las posibles fechas en que Angie fue engendrada y… nada. Pero…” abre una ventana en la pantalla y presiona un link. “Encontré que ese año cosas extrañas ocurrieron en una montaña que la Nat-Geo ha estado observando por más de dos décadas”, voltea el aparato hacia Dean para que pueda ver. La imagen de la portada de un tabloide sensacionalista anunciando actividad extraterrestre sobre las cumbres del país llena la pantalla.
“¿Una montaña?”
“Sí. Está cubierta por nubes bajas y densas todo el tiempo, nadie ha podido llegar a la cumbre, nadie sabe qué hay en ella, entonces un día, sin explicación, las nubes se abren y todo el instrumental de la Nat-Geo se combustiona. Más tarde, las nubes regresaron y allí están todavía”.
Una montaña.
“Por otra parte”, continúa Sam, buscando en otros links. “ …también hallé…”
“¿Tienes alguna imagen de eso?”, pide Dean. “¿Sobre lo que ocurrió allí?”
“No. Si la hay, la escondieron. Tú sabes, fenómeno sin explicación científica, es mejor no contarlo. Oh, espera”, deja el laptop a un lado y comienza a hurgar entre los papeles de la carpeta. “Hay una foto de la montaña desde el valle”.
Sam extrae la copia de un artículo de la revista Nat-Geo y se la entrega. Es pequeño, casi relegado a la categoría de anécdota y debe señalarle el lugar de la página donde se encuentra. En un cuadro ínfimo, sobre las pocas palabras dedicadas al evento, Dean reconoce la montaña en su sueño y pierde los colores.
“Hey”, lo llama Sam. “¿Estás bien?”
Dean le pasa de vuelta el artículo ignorando la pregunta.
“Hay que averiguar más sobre esta montaña”
“¿Qué? ¿Por qué?”
“Llámalo una corazonada”
“Sólo… así?”
“Sí. Y pásame el laptop”
“Dean, tus heridas…”
“¡Pásame el maldito laptop!, ¿de acuerdo? ¡No voy a manejar el aparato con mis tripas!”
Sam alza las manos en rendición y luego coloca el laptop sobre la bandeja del almuerzo que acomoda frente a Dean.
“Iré a la biblioteca pública y veré qué puedo encontrar”, dice pero no se mueve. “Tú… estarás bien?”
“Vete”, le ordena Dean sin apartar la vista de la pantalla del aparato donde ya ha comenzado a trabajar.
Sam le echa una mirada a Castiel al otro lado de la habitación haciéndole una muda recomendación y se marcha. El ángel se mueve hacia los pies de la cama del cazador.
“Deberías descansar”, le aconseja Dean como si no fuese él quien tiene todavía un par de intravenosas atadas a su brazo. “No es como que te necesite aquí en este momento”.
De no ser porque se nota a la legua que el ángel está demasiado cansado para enojarse, Dean diría que se ha ofendido. Aún así, obedece y se dirige hacia la puerta.
“Estaré con Bobby”, anuncia y también se marcha.
El resto del día, Dean lee noticias de cosas horribles que están sucediendo en diversos Estados del país, pueblos enteros que se vuelven locos, cuyos habitantes desaparecen y ganado que aparece masacrado. Carne nueva para la troupe de la nueva Reina del Averno y alimento para sus bestias, piensa tristemente.
Obliga a su mente a concentrarse en encontrar algo útil a su causa y así es como da con un extraño artículo relacionado con la montaña en cuestión que habla sobre un pueblo ubicado a sus pies y donde una gran parte de sus habitantes han quedado ciegos. Cuenta la leyenda que los impíos han sido castigados por atreverse a mirar un lugar santo. Por supuesto, los científicos tienen sus propias teorías al respecto, desde la polución del ambiente hasta la histeria colectiva. El cazador suelta un bufido despreciativo ante la cantidad de desatinos que puede decir la gente que desconoce o niega la existencia de lo sobrenatural. El artículo es antiguo y publicado por un periódico serio. Busca en las notas por la fecha en que el ataque de ceguera cayó sobre aquellas pobres personas y aún está tratando de digerir la información que ha encontrado, el pulso acelerado y el sudor frío sobre su frente, cuando Sam pone ante él, sobre el teclado para captar su atención, la copia de un nuevo artículo.
“Bingo”, anuncia con satisfacción y va en busca de la silla para situarse al lado de la cama.
Dean coge el papel y lee. Un titular en el mismo tabloide amarillista de antes, más antiguo y en versión papel, dice: Vio a Dios en la montaña: Moisés ha vuelto. Y a continuación detalla la historia del único hombre, un Pastor, que proclama haber subido a la montaña misteriosa y haber regresado con su vista intacta aunque no puede decirse lo mismo de su salud mental. El hombre está recluido en un sanatorio. Es todo lo que necesita saber Dean.
“Tenemos que ir allí”, declara y hace las mantas a un lado.
“¿Qué…?” Sam, quien acaba de tomar asiento, lo mira bajar de la cama y aguantar el aliento mientras se yergue con cuidado. “¿Qué estás haciendo?”
“¿Qué es lo que parece?”
“No puedes…”
“¡Sí, sí puedo!”, espeta irritado. “Alcánzame mis ropas”
“¡Dean!”
“¡Sam!”
Y por unos segundos se trenzan en una batalla silenciosa de miradas amenazantes. Pero es una discusión que el menor sabe que no podrá ganar. Tiene demasiados puntos en contra todavía.
“Está bien”, dice al fin, soltando un suspiro de fastidio. “Pero no esperes que te deje conducir”.
Una hora más tarde, Dean está firmando las formas que excluyen al hospital de toda responsabilidad sobre complicaciones derivadas de su alta temprana mientras el doctor le suelta una letanía de razones por las que no debería irse.
“Sí, sí”, dice mientras firma el último papel. “Como sea”.
Cuando se asoma en la habitación de Bobby, lleva puesta su cazadora negra e intenta mantener la figura lo suficientemente erguida para dar una imagen de normalidad, pero sus movimientos son lentos y la tensión de las suturas cicatrizando dificultan su andar. Le lleva sus buenos minutos llegar hasta el borde de la cama del viejo cazador y agarrarse del barandal.
Bobby se ve más enjuto, más anciano y el remordimiento por arrastrarlo consigo a esta situación es aún más grande que el dolor de las tres puñaladas en su estómago.
“Luces como mierda”, le dice con una media sonrisa carente de alegría.
“Miren quién habla” es la fatigada réplica del viejo cazador. “¿Estás seguro que tus tripas están en su lugar, muchacho?”, y esta vez la sonrisa en el rostro de Dean es verdadera, pero se borra casi de inmediato mientras intenta encontrar las palabras que necesita decir. Baja la mirada para que su padre putativo no adivine su angustia por dejarlo abandonado allí.
“Bobby…”
“Encuéntrala”, la firmeza con que el viejo cazador lo dice lo obliga a levantar la mirada y fijarla en él.
“Lo haré”, promete en un susurro.
Los ojos del hombre lo observan con la convicción de que así será pintada en ellos.
“Y haz arder a esa demonio de una buena vez”.
“Dalo por hecho”.
“Y vuelve en una pieza”
Dean alarga una mano y la posa sobre el hombro de Bobby.
“De acuerdo”.
Capítulo 20