May 24, 2006 21:14
PERFUME BARATO
Estas últimas gotas ya no saben a vino, saben a odio. Y el humo azulado de este cigarrillo no hace nada más que forzarme a recordar...
Yo era un hombre trabajador, de los más eficientes empleados en mi empresa. Un hombre normal, independiente, soltero y sin familia. Mi vida era toda rutina. La rutina era mi vida. Amaba levantarme cada día a las ocho de la mañana y no parar de trabajar hasta la hora que pudiese, no tenía otra cosa. Reconozco que siempre he estado vacío, nunca me he preocupado por mi felicidad.
Así de apacibles transcurrían mis años: trabajando en esa empresa, pagando el alquiler cuando debía, haciendo cada día las mismas cosas... era un hombre serio, ¿sabéis? Cuando un día, de repente, supe que las cosas no iban bien, que alguien había derribado la primera ficha de una enorme fila de dominó. Me habían citado en el despacho del jefe.
- Recortes en la empresa - Estas palabras me sonaron al peor de los chirridos nacidos del infierno.
No podía ser, yo era más que válido. Pero no sirvió de nada llorar y suplicar la readmisión a mi puesto de trabajo... MI puesto de trabajo.
Mi vida dio un giro radical... Durante cuatro meses no salí de casa nada más que para comprar comida y bebida. Sí, alcohol, ese consuelo dulce de cálido descenso a mi alma. Y pasaron entre resaca y resaca esos cuatro meses como un suspiro, mientras mi empresa quebraba. Ya no me importaba. Ahora solo estaba yo, perdiendo la noción del tiempo, entre cuatro paredes estampadas de miedo.
Mi actitud e irregularidad para efectuar los pagos empezaron a irritar al propietario del piso y al resto de la comunidad de vecinos, así que muy pronto me pusieron de patas en la calle. Genial.
Mis primeras noches callejeras fueron bastante duras, pero didácticas. Una banda de chavales me robó lo poco que me quedaba, después de asestarme mi merecida paliza. Igual era una señal para que levantara la cabeza ya de una vez, que bastante me había arrastrado. Pero mi moral seguía excavando el suelo que pisaba.
A los pocos días ya sabía como ganarme el pan, y nunca mejor dicho, porque no conseguía nada más. Cada noche la panadería de la plaza tiraba las sobras de la jornada al contenedor de la parte de atrás. Durante el día, me dedicaba a mendigar y a efectuar pequeños hurtos inocentes. Por fin, más rutina. Rutina de pan duro y cartones de vino.
Rutina de vacío. La gente ni me miraba, y yo solo pedía un poco de atención. Ofrecía mi poesía solitaria a cambio de alguna sonrisa, poesía muda para sentidos ciegos. Tampoco quería hacer daño a nadie cuando le acaricié la mejilla a esa niña... Era tan blanca, tan rubia, tan risueña, tan pequeñita... Y por mi asquerosa condición recibí casi al instante un puñetazo del supuesto padre. Admito que me dolió más ver rodar una lágrima por su carita asustada por tal reacción paternal, que esa brecha en la mandíbula.
Os odio, os odio a todos aquellos que preferís no mirarme o a los que me miráis demasiado tiempo. Odio a los chavales de la primera noche, odio a la sociedad. Y sobretodo, ME ODIO. Siempre he sido un cobarde.
Pero hace meses que atisbo un poco de luz dentro de todo esto. Hace meses que soy feliz durante la noche, pues baja una estrella y se posa cada noche en la misma farola, angelical aparición. Mi Estrella semidesnuda...
La veo volver varias veces a lo largo de la noche a esta esquina, desfilando sobre sus tacones de aguja, tan blanca y tan rubia, después de que me la roben una y otra vez esos malditos clientes. Quién sabe lo que te estarán haciendo, Estrellita...
Le lanzo caricias al aire desde mi banco, aunque creo que nunca se ha dado cuenta de que la estoy mirando. El peor momento es cuando se pone precio antes de abrir la puerta del coche... Jamás podrían pagar lo que realmente vales, Estrella. Debías ir al instituto todavía cuando yo perdí mi empleo, cuando caí en picado... Pequeña, pagaría por que me hablaras, solo que me hablaras, que me contases tu historia.
No sé si ahora mismo brillan más mis ojos ahogados que tú con tu aureola de cabellera dorada, nunca sabrás cuánto te necesito porque soy un cobarde y...
Vaya, ese coche oscuro parece que viene con intenciones de pararse y tú ya te estás estirando el vestido y apartándote la melena. Se acaba en seguida la conversación, no lo dudas y te subes al coche. Cuando habéis desaparecido calle abajo, me levanto y camino hacia tu farola, el aire todavía huele a tu perfume barato y dulzón.
De pronto, es como si todo lo vivido me golpease a un tiempo y estallasen mil cristales en mi interior. Como un impacto en mi costado izquierdo, como una bala de recuerdo con intenciones asesinas. Es tristeza, quizá ansiedad. La nuez de mi garganta se ensancha y apenas puedo respirar, mis labios adoptan un gesto patético y desesperado y mis ojos no dejan de dar a luz las lágrimas más tristes que he conocido. Casi no me sostengo, por eso dejo de luchar y me dejo caer agarrado a la farola. Siempre tan cobarde.
Tras minutos de llorar escandalosamente, aparto las manos de mi cara y veo justo a mi lado una jeringuilla usada. Sí, es perfecta... De todas formas ya ni tan siquiera me veo con ánimos de servir para algo. Solo quiero que esto acabe, siempre fui un hombre bueno y no deseé nada malo a nadie, en cambio nunca recibí de vuelta todo lo que yo di. No nací para este mundo.
Huelo por última vez el aire que antes había tocado a Estrella, un aire impregnado de ella y de su perfume, un aire que me cuesta respirar... Mi última voluntad es que corra algo de ella por mis venas, así que lleno la jeringuilla con su aire precioso y la observo... Quedan restos de sangre, pero no me importa.
Nunca subirme una manga se me había hecho tan costoso, todo lo que hago es la última vez que lo haré y con ello su debido ritual... Mientras estoy clavando despacio esta delgada aguja en mis venas, pienso que quizá mi Estrellita me encontrará al volver y puede que hasta se acordará de mi mucho tiempo, aunque no del todo como yo quisiera que me recordase.
Esta vez, sólo por una vez tengo que ser valiente... Aunque el acto en sí sea horrorosamente cobarde, me armo de valor y descargo el aire de la jeringuilla en mi brazo.
Ya está.
Sólo tengo que esperar a que el vacío pare mi corazón.
Y escribir mis últimas palabras en esta suicida carta de despedida.
Atte.
Un cobarde enamorado.