01.Oro
Manuel está allí, sentado sobre la silla de mimbre sin siquiera pestañear. Sus ojos devoran las letras de un viejo pedazo de papel, mientras de su mano pende un cuadernillo con más palabras, a medio escribir. La coleta resbala por su hombro derecho, el lino blanco de su camisa con un tinte dorado a causa de la luz de la lámpara de gas que se sostiene sobre el escritorio precariamente.
Con un gesto irritado lanza el cuadernillo sobre la superficie pulida de madera y deja que su mejilla repose sobre la mano libre, con una expresión de aburrimiento en el rostro moreno, pupilas brillantes tras los párpados entrecerrados.
Se deshace el nudo del lazo en su cuello con indolencia, harto de buscar y buscar: No importa cuántas veces lea los libros viejos o los nuevos, es imposible para él recordar lo que está buscando.
Su nombre.
Le perturba siquiera pensar en que el trabajo de España fue tan eficaz. Por años luchó por ser independiente, lo consiguió tras tantos esfuerzos y dispuesto a recuperar su identidad completa… ¡No recuerda el nombre que le dio su primera familia! ¡Es ridículo! Toma otra vez el cuadernillo y lo revisa, reanalizando las palabras que le producen emociones, pero con ninguna de ellas siente el lazo que tan libremente sostiene con las palabras “Benjamín” y “Manuel”: Ha olvidado por completo sus raíces mapuche, con más razón tras las batallas sostenidas con su pueblo de origen en estos tiempos turbulentos. Reconstruír su identidad es el paso final para expulsar a España de su tierra, por eso busca ávidamente a través de las hojas; infortunadamente, su pasado le odia y con una burlona sonrisa sigue escabulléndose de su cabeza, con la intención de frustrarlo; es el castigo que merece por abandonarlo todo por ese pérfido español.
Se levanta y busca a la luz de la lámpara su caja de tabaco y su pipa. Al contemplar el cofre de plata bruñida viene a su cabeza otra palabra más:
“Martín”
Sonríe ante el recuerdo de su viejo amigo, su hermano.
¿Le ocurrirá a él lo mismo? Debido a los problemas políticos y a la geografía no le ve hace años, pero siempre lo recuerda con una mezcla de añoranza y de recelo atravesado en el pecho. Durante la infancia compartieron veranos completos bajo el techo de Río de la Plata, obedientes a las disposiciones del padre, un hombre vencido de cariño que simplemente buscó compensar al menor de sus hijos tras los desprecios que Miguel, el consentido, usó para responder al carácter conflictivo del pequeño Manuel. Como sea, al volver el tiempo, el muchacho terminó por notar un hecho al que nunca había prestado atención:
Martín nunca habló con él de su primera infancia.
Mientras Manuel se quejó en susurros del maltrato al que fue sometido Mapuche cuando lo descubrió, Martín sólo le miró con una expresión vacía en el verde, vacío que le apagaba el brillo vivaracho del que tan orgulloso se sentía y siente aún. Nunca le preguntó de forma directa por qué se puso así en cada ocasión y ahora que quiere entender esta parte de su vida, se le ocurre que sólo su hermano es capaz de ayudarle, por lo menos será más útil que ese montón de papeles insensibles con los cuales no puede compartir su confusión; Después de todo, Martín fue el primero en verle, el primero en entablar con él una relación amistosa, el que más cariño le tiene.
El viaje es muy largo y agotador, a pesar de los adelantos que supone el carruaje, pero vale la pena. Mapuche se ha cerrado a él y no le habla en otro idioma que no sea el mapudungún, un galimatías que hace mucho se encuentra incapacitado de comprender, tan arraigado en él se encuentra el idioma de su domador, tan difícil es hallar a un mortal que contradiga la prohibición del padre decepcionado.
Redacta unas líneas para que le lleguen en el correo a su hermano un poco antes y se dedica a preparar el equipaje. No puede ir al sur; tal vez, a través de la cordillera encuentre un recuerdo, un aroma que abra la puerta de su memoria y le regrese ese trozo de vida que ahora hace tambalear su presente y su futuro.
“Eres mi última esperanza Martín”.