Autor:
tanisbarcaFandom: Hetalia World Series
Personajes: Corona de Castilla/Corona de Aragón, España.
Advertencias: Histórico, licencias temporales.
Resumen: Nadie sabe qué o quién es Antonio. Y todavía queda mucho tiempo para averiguarlo.
Disclaimer: Hetalia World Series no me pertenece.
Tumbada boca arriba en el lecho, Castilla acariciaba su ya prominente vientre. Respiraba con un poco de dificultad, el camisón era de lana y le estaba dando mucho calor pero no tenía ningún otro que le quedara bien a esas alturas. A su lado, Aragón no podía dormir. Acostado de lado le miraba, perfilada por la luz de la luna creciente que atravesaba la ventana abierta.
Hace calor, eso sí es cierto.
Cuando se dio a conocer el hecho de que la representación de un territorio estaba embarazada, todo el mundo comenzó a hacer conjeturas. Algunas tan descabelladas como que se acercaba el Fin del Mundo y el Juicio Final, otra vez. Como si el nacimiento de un país nuevo fuera motivo de catástrofe.
Castilla odia estar embarazada. De hecho siempre le habían dicho que ella por ser lo que era no podría tener hijos como las demás mujeres. Por eso no entendía que clase de milagro o brujería se estaba desarrollando dentro de su cuerpo. Ellos aparecían gracias a la consciencia colectiva de un mismo pueblo o cultura en un mismo territorio. No nacían de otros como ellos.
Se suponía, ¿no?
Y para culminar todo aquel asunto, al parecer el tiempo de gestación de Castilla era mucho menor que el de una mujer normal. Apenas hacía dos meses de la concepción y ya tenía aspecto de una mujer embarazada de cinco. A eso le añadía los problemas internos del territorio, los conflictos y la subida del precio del trigo, formando un delicioso cóctel de puro cambio de ánimo perpetuo.
Enrique no había tomado muy bien la unión que Isabel había arreglado por su cuenta. Como consecuencia de eso, había revocado el Tratado de los Toros de Guisando y nombrado a su hija Juana heredera al trono. Aragón también estaba preocupado por la situación porque lo único que quería era evitarle sufrimiento a Castilla.
Pero no podía interceder ante su rey.
*
La sala del trono parecía un piélago frío y abismal. Enrique, sentado y silencioso, aparentemente escuchaba los bisbiseos del mensajero que en esos momentos le entregaba una de las peores noticias que habría podido esperar.
Se estaba formando un bando nobiliario en torno a su hermanastra para proclamarla reina cuando él muriese, la bula papal para impedir la legalidad del matrimonio entre Isabel y Fernando se había ejecutado a pesar de las trabas impuestas por él mismo y su hija Juana era considerada una bastarda de la peor calaña.
Y se estaba haciendo viejo.
A un lado, igualmente en silencio, se mantenía la susodicha hija, prometida ya en la mente del rey al heredero portugués. Si podía, prefería unir Castilla a Portugal que a la controvertida, nada beneficiosa, Corona de Aragón y quitarse de en medio la rivalidad con Francia e Inglaterra.
Enrique despachó al mensajero y se levantó, seguido de varios de sus guardias de confianza y algunos nobles. Juana sólo lo siguió con la mirada, retirándose a su habitación con las doncellas de su séquito. Por el camino se encontró con Castilla, seria, visiblemente cansada y desaliñada. Detrás de ella, sujeto a su falda, se encontraba un niño. Juana tan sólo realizó el saludo de cortesía y siguió su camino, desdeñando conversación con su territorio, al cual esperaba gobernar un día como legítima heredera.
El trato que le desempeñaba toda la corte en general era de recelo y a Castilla de profundo rencor, sobre todo por el hecho de haberse atrevido a apoyar a la mujer que, a ojos del bando juanista, intentaba acceder a un derecho que no era suyo.
-¿Madre?
La voz tímida y floja de su hijo, hizo que Castilla desviara la vista hacia él, después de haber dejado paso a la princesa y sus damas de compañía. Sonrió tenuemente y lo tomó en brazos, quizá con algo de esfuerzo.
Recordaba perfectamente el día del parto y de la primera vez que lo sostuvo de recién nacido, como una pequeña cosita rosa y ruidosa que no paraba de llorar. Había sido difícil para ella dar a luz sobre todo porque había sentido un miedo atroz de que se lo arrebataran nada más nacer, como también miedo a morir sustituida por él y que nadie pudiese cuidarlo. Aun le daba miedo que eso pasase porque, al Enrique encontrarla y separarla de Isabel y Aragón, no le quedaba nadie de confianza para educar a su hijo.
A Antonio.
Mirándolo siempre pensaba lo mismo. Que lo había heredado todo de ella. El color del pelo, los ojos y la sonrisa. Y la tenacidad. Y esas ganas de pelear y vivir.
-Está bien, no pasa nada. -Le decía suavemente siempre.
Muchas veces Antonio le preguntaba por su padre, sobre todo cuando otros niños humanos que jugaban con él y vivían en palacio se burlaban al decirle que no tenía y que era un monstruo. Y Castilla, aunque se ponía triste hablando de Aragón, le contaba todo sobre él, sobre su fortaleza y su ternura, para instarle después que debería sentirse orgulloso de tener a alguien así como progenitor. Luego el jovencito insistía en que quería conocerlo y la mujer apenas sí lograba sonreírle con dulzura.
Antonio no se daba cuenta pero muchas veces hacía daño a su madre con tantas cuestiones.
*
-Sigo esperando que alguien me diga qué es.
Enrique de nuevo preguntaba, casi como todos los días. Los nobles, consejeros y la corte en general no sabían que responder ante eso. Nadie lo sabía, ni siquiera Castilla.
El monarca resoplaba, echando un trago a copas y copas de vino escanciadas para calmarlo. Y mientras, en medio de toda la tensión, se encontraba Antonio frente al trono y el rey, con su sonrisa infantil y los faldones del jubón blanco manchados de barro y polvo.
-Yo soy yo. -Era lo que respondía el crío, con un aire de inocencia y apacible seriedad heredada de su padre.
Y Enrique se aguantaba las ganas de soltarle un bofetón porque era un ser diferente, no humano, hijo de su reino y posiblemente el futuro en la península. Aún tenía que desarrollar su plan mediante el cual uniría a Castilla con Portugal. De esa manera desaparecería ese niño, proyecto que amenazaba su reinado y a su propia hija, Juana.
Tenía que saber su nombre territorial cuanto antes, pero ninguno era capaz de darle una respuesta.
Poco después de las audiencias, Castilla se lo llevó lejos de la atmósfera oscura y espesa que rodeaba la corte y al rey. No estaba segura de cuanto tiempo pasaría antes de que su hijo tuviera un nombre oficial no humano. Conformar un país nuevo era complejo y difícil y antes de que Antonio fuese uno, posiblemente tendría que solucionarse el problema de la sucesión.
Por experiencia sabía que si las cosas no se encauzaban de forma diferente, le tocaría de nuevo soportar una guerra civil. De manera que todos los días, trataba de enseñarle a su hijo el arte de la espada, la defensa y la táctica para ser un buen caballero.
Castilla jamás alardeaba de ello pero en materia de combate era la mejor en toda la península ibérica, superior a Aragón, a Navarra y a Portugal. Y por supuesto muy superior a Granada.
-¿Podemos descansar ya? -Preguntaba Antonio al rato de haber comenzado las lecciones.
Su madre suspiraba. El niño mejoraba muy lentamente y apenas avanzaban lo suficiente como para que estuviese listo en poco tiempo. Y ella quería que pronto lo estuviese. Pero no podía hacer nada contra ese matiz de dulzura que se desprendía de sus ojos verdes y que desarmaba por completo a la Corona. Cuando Antonio se cansaba, ella lo llevaba en brazos y paseaban por los jardines, alejados de las intrigas que tanto daño estaban haciendo a Castilla.
Y que Antonio no tardaría en descubrir.
*
Aragón contemplaba el mar bravo desde la torre de popa. Navegaba en una de las coccas a su servicio, rumbo al reino de Nápoles. Francia había vuelto a invadir el Milanesado y no podía permitir que bajara de la línea central de Roma. La joven nación francesa, a pesar de estar desarrollándose aún, se estaba convirtiendo también en un problema para Aragón. Competían por el control del comercio en el Mediterráneo y también, aunque fuese un secreto velado, por el amor de Castilla.
Aragón sabía que esa particular batalla estaba de sobra ganada pero le irritaba profundamente que Francia aún pensase que tenía posibilidades. Como si el mero hecho de haberse unido dinásticamente a Castilla y engendrado un futuro país juntos no significase nada.
Al desembarcar en Nápoles, no perdió tiempo en detalles, directamente reunió al ejército allí dispuesto y lo dirigió al norte. Italia del Sur iba con él a la grupa del caballo.
-¿Por qué tengo que ir? Tú te las arreglas muy bien solo. -La vocecita del niño, protestando, le entraba por un oído y le salía por el otro. Aragón no estaba de humor para soportar los caprichos de Italia Romano. Esta vez obedecería y lo acompañaría al campo de batalla para darle fuerza a su ejército.
Aragón llevaba poseyendo el control de Nápoles poco tiempo y aún no había conseguido dominarlo del todo. Más bien lo mantenía bajo control para tener puertos comerciales seguros hacia oriente.
-Esta vez no quiero réplicas, agradece que tú y tu sección estéis en retaguardia. -Aragón no era idiota, no colocaría a un territorio tan joven e inexperto a la vanguardia. Ese lugar era suyo. Y Francia también.
Cerca de Roma detuvieron el paso, acampando antes de la siguiente jornada. Aragón asumía que Francia se mantendría quieto en el norte esperándolo, como la última vez. Por su red de información, sabía que el ejército francés no tenía buena mano en territorios desconocidos y que no quería arriesgarse a meterse en emboscadas enviando exploradores no muy de fiar.
Aprovecharía de nuevo eso en su beneficio.
Por la noche instruía a Romano sobre su plan para las batallas próximas pero, como siempre, el niño no le hacía caso. Sólo quería dormir y olvidarse de las cosas complicadas. Además, hablar de sangre le daba miedo. Aragón suspiraba y optaba por únicamente arroparlo un poco más, rezando luego para que saliese todo bien. Si Francia ganaba, tendría que entregar a Italia del Sur y no quería hacer eso.
Observando a Romano dormir, empezó a pensar en otras cosas. Como en su hijo, al que no conocía. Castilla le enviaba cartas en secreto y en todas ellas siempre hablaba de Antonio, de cómo era, de su carácter y su vitalidad. De lo mucho que se parecía a él por dentro. También de sus miedos. Aragón no había visto a su “esposa” desde que Enrique y su hija Juana se la llevasen consigo. Isabel estaba en paradero desconocido para ambos, salvo para Fernando. Y nadie sabía qué o quién era Antonio.
-Todo saldrá bien.
Fernando de Aragón también había viajado con él hasta Nápoles para dirigir al ejército aragonés. Sin que se hubiese dado cuenta, el príncipe se había sentado junto a su Corona e Italia del Sur. Aragón sentía admiración devota por él y sus palabras de aliento siempre conseguían levantarle el ánimo. Fernando lo había estado observando durante unos cuantos minutos mientras Aragón pensaba en Castilla y Antonio.
-No eres el único.
Era lo que había murmurado antes de detenerse a mirar fijamente el fuego. Aragón lo comprendía. Es duro estar lejos de la persona a la que amas, sin saber concretamente qué va a suceder después. Fernando podía estar tranquilo en varios aspectos pero Aragón ardía de rabia siempre que pensaba en Portugal o Francia rondado a Castilla.
*
Antonio se levantaba temprano todos los días, incluso antes que su madre y la Corte. Antes que Enrique y Juana, antes que el sol. Bajaba las escaleras de caracol de la torre hasta las cocinas para desayunar, con la noche aún pisándole los talones. Siempre olvidaba ponerse la capa encima de la túnica y por eso pasaba frío en el camino largo de un extremo a otro del palacio. Pero al traspasar el umbral le golpeaba el delicioso olor del pan recién horneado, del queso y las manzanas. De la leche y la panceta. Y se le hacía la boca agua.
Antes de poder comer algo, la sirvienta de turno le obligaba a esperar mientras colocaba huevos en un cesto, o reorganizaba la despensa junto a las cocineras. Antonio se subía en un banquito junto a la mesa de trabajo y se aupaba apoyándose de puntillas en él, porque todavía no alcanzaba a ver por sí mismo por encima del borde. Allí miraba mientras se cocinaba, se hacían pasteles o picaba cebolla. Los que trabajaban en las cocinas de palacio nunca descansaban, tenían que hacer turnos para que siempre hubiese alguien vigilando el fuego y a las horas convenidas estuviese servida la comida.
Cuando el chiquillo ya se relamía constantemente, uno de los pinches se apiadaba de él y le daba algo de vez en cuando mientras lo cortaba o procesaba, como alguna rodaja de manzana o un trozo de jamón. Y Antonio era feliz con eso mientras esperaba el desayuno de verdad.
Sin embargo, cuando tañían las campanas, tenía que acudir a la capilla. Allí se encontraba por fin con castilla, la cual le regañaba por haberse olvidado la capa otra vez. Y a pesar de que lo hacía con voz severa, la sonrisa que le dedicaba después, mientras le tomaba en brazos para que pudiese ver bien al oficiador, era la única que le levantaba el animo de verdad.
Antonio era muy joven pero crecía rápido. Comprendía pocas cosas y aun así sabía que su madre se estaba consumiendo lentamente por la lucha interna entre Isabel y Enrique, algo que, todavía sospechando, estallaría en guerra civil.
Cuando acababa la misa, Castilla asistía con Enrique a las audiencias y Antonio tenía la oportunidad de escaparse para ir a jugar con los demás niños. Eso era una gran controversia para él porque si bien no le gustaba la sala del trono, tampoco sentía predilección por siempre enzarzarse en estúpidas peleas por culpa de su ausente padre, Aragón.
Realmente cuando eso pasaba, protestaba y decía que tenía padre pero que estaba en la guerra. Los niños a cambio se burlaban, acusándole de mentiroso. Y de bastardo. Y Antonio, ante eso, no tenía más opción que utilizar los puños. No al menos hasta que su madre le obligó a verlo de otro modo.
-No puedes caer en esas provocaciones. -Era lo que le decía Castilla la última de esas veces mientras le limpiaba una herida de la mejilla, un arañazo. - Son niños humanos, no pueden comprenderlo.
-Pero te llamaron…
Castilla siseaba para acallarlo. Sabía perfectamente que Antonio se metía en peleas sólo por defender su honor pero existía un detalle que tenía que enseñarle.
-No importa lo que dijeran, lo que digan o vayan a decir. Esos niños, Antonio, serán tu pueblo algún día y también sus hijos, y los hijos de estos. Tu deber y obligación es protegerlos y luchar para, por y con ellos, ¿entiendes eso?
Él asintió aun no muy convencido, conformando una mueva de dolor porque le escocía el vinagre sobre la herida.
-Muchas veces te harán daño, dirán cosas horribles y lucharán contra ti, te dividirán o venderán a otros pero recuerda esto. En alguna parte vive alguien que cree en ti como alguien diferente a tu padre y a mí.
Lo miró fijamente, para que entendiera bien el mensaje. Castilla había aprendido todo eso ella sola, sin que nadie se lo enseñase antes y era duro hacerlo. Por eso quería eliminar ese mal trago para su hijo.
-Los humanos son tu sangre, tu corazón y tu espíritu. No existirías sin ellos. Por eso debes protegerlos, como ellos te protegerán a ti algún día.
Aquellas palabras se hincaron profundamente en la mente del jovencito. Desde ese momento admiró mucho más a su madre de lo que ya hacía, por señalarle tantos pequeños detalles. E igualmente, desde entonces no volvió a alzar el puño contra los niños que se burlaban de él. Simplemente sonreía, se reía y cambiaba de tema.
Las palabras que Castilla le dijera aquel día, se grabaron muy hondo. Tanto que jamás volvieron a borrarse, conformando su carácter del que sería después el reino de España.