"Aunque no lo creas, yo también fui débil”
-Carthago
Aviso, es intenso, muy intenso.
Título: Los recuerdos de un tiempo lejano
Capítulo y Tratado: 15/1
Autor:
tanisbarcaFandom: Axis Power Hetalia
Pairing o Personaje o Grupo: Imperio Romano/Cartago, Antigua Grecia, Antiguo Egipto, OC's.
Rating: NC-17
Resumen: A la República Cartaginesa se la conoce por haber protagonizado, junto a la República Romana, las tres guerras púnicas que se saldarían con victoria latina. Pero detrás de todas esas pugnas por la supremacía, se esconde una historia mucho más profunda.
Advertencias: Uso de OC. Histórico.
Spoilers: Que más spoiler que la misma Historia.
Notas de Autor: Contiene errores históricos subsanables y de los cuales haré pronto una fe de erratas. Digo subsanables pero que hice a propósito para mejor desarrollo de la trama principal, todos sabemos que ni siquiera los filmes respetan el rigor histórico.
Año 460 antes de Jesucristo, Julio.
Numidia no lo miró durante mucho tiempo, porque enseguida deslizó los ojos ligeramente hacia la derecha y luego hacia los mapas. Pero su leve despiste había hecho que Cartago también mirase en esa dirección, descubriendo al romano y a su lugarteniente ya allí. Le hizo un leve gesto de asentimiento a Aldion sin dejar de exponer los planes que tenía en mente para la ruta de maniobras y el procedimiento.
Aunque no saldrían hasta dentro de dos días, aún quedaban muchos asuntos que atender sobre las operaciones militares. Además, Cartago estaba esperando que llegase una caravana comercial por tierra desde China y Persia y tenía que amoldar bien el tiempo. Restaba solucionar el pago del tributo anual númida al Estado púnico, pero eso tenía que hacerlo más tarde.
Por la cabeza de la nación cartaginesa flotaban tantas cosas, que nadie sabía, ni siquiera sus más allegados confidentes, como era capaz de mantenerlas todas al día y en buen término. Como no tenía un jefe directo, parecido a un gobernador o siquiera alguien como cualquiera de los tiranos que hasta entonces habían gobernado a Siracusa, Cartago tenía que ocuparse prácticamente de todo, dejando al Senado y al Consejo, junto a los sufetes, las directrices más rápidas. Esto provocaba que apenas tuviera tiempo para muchas cosas pero en realidad, era tan eficiente que no sólo conseguía llevar todo al día, sino que además lograba abrir proyectos nuevos, tal como la construcción en masa de los quinquerremes, cuyo diseño había suscitado primero rechazo y luego emoción.
Cuando tanto Cartago como Numidia dieron por finalizada la reunión, los generales hicieron una reverencia y rodearon la mesa, pasando de largo junto a Roma y Aldion, quienes recibieron permiso para acercarse a las otras dos naciones. Cinco esclavos retiraron los mapas, enrollándolos mientras otros tres dejaban copas que rellenaron con vino. Numidia se sentó delante de una, lanzando un suspiro que denotaba cansancio. Cartago a su vez se sentó en silencio, a la cabecera de la mesa, junto a la mujer. Aldion se colocó tras él, Roma a la derecha del púnico.
-De acuerdo, dime -comenzó diciendo la númida después de un ligero trago de vino, dirigiéndose a Cartago- ¿Por qué tenemos que esperar a que venga China para irnos?
Numidia tenía muy buenas virtudes, pero otros tantos defectos como la impaciencia y la indiscreción. Aunque por suerte, Roma podía enterarse de las cosas que habían hablado. Cartago se limitó a saborear el vino, traído desde el sur. Roma, sólo por curiosidad, se mantuvo en silencio, esperando mientras los observaba.
-Porque si nos vamos y él aparece mientras estamos de maniobras, perderá tiempo y creo que el tiempo es algo que a ninguno nos sobra realmente, ¿no es así?
La mujer bufó y fingió mirarle con ofensa.
-Eres un aburrido -miró para otra parte, acercando el borde de la copa a sus labios carnosos- Aunque ciertamente quiero verlo, aún no me creo que sea hombre.
Roma sonrió y tomó la suya, dando un sorbo largo, tras lo cual uno de los esclavos anteriores rellenó la copa. Cartago negó con la cabeza, como si dijera que Numidia no tenía remedio. Luego miró al romano.
-Asumo que el viaje fue tranquilo.
Roma se encogió de hombros. Numidia se inclinó por sobre la mesa y también lo miró, mientras Aldion ladeaba la cabeza.
-Entonces… tú eres Roma-Numidia no preguntaba.
De hecho sabía de la existencia de los romanos debido a que Cartago le contaba anécdotas sobre los pueblos del Mediterráneo con los que comerciaba. No detallaba todo pero a ella le gustaba que el púnico confiase medianamente en ella a pesar de ser uno de sus tributarios sometidos.
La historia de Numidia y Cartago era bastante larga y a decir verdad, podría considerarse estrecha. Cuando Cartago apenas era un niño, dentro de la ciudadela de Byrsa adorando a su princesa Dido, Numidia ya era mayor y cabalgaba con sus príncipes negros por el árido paraje del norte de África. Habían sido vecinos desde siempre y de hecho, Numidia era quién le había insuflado el amor por los caballos a Cartago, quién le había enseñado a montar y comerciar con ellos. Cuando él creció y aprendió a pelear y a comerciar en mar abierto, se hizo más distante pero en el fondo, aunque fuera sólo un poco, continuaron siendo amigos. Y ya después de Cartago expandirse y hacerse más fuerte, después de someterla a ella, a Mauritania y a Útica, ese vínculo no se rompió, reforzándose de una manera peculiar y diferente.
Numidia siempre recordaba a ese niño pequeño, tímido y distante, que se escondía detrás de los demás cuando ella le dirigía la palabra en intercambios comerciales. El niño que después de todo, se acercaba despacio, se sentaba a su lado y se dormía en su regazo mientras ella le arrullaba en su idioma. El niño que más tarde se convirtió en adolescente y cabalgaba con ella, el que tocaba música de noche, quién la hacía reír y sonrojarse con dos palabras sólo susurradas cerca de su oído. A quién besó por decisión propia, por puro gusto y placer. Eran recuerdos gráciles, que le hacían mirarlo con cariño de vez en cuando, regodeándose con la idea de que no quedaba nadie más salvo ella, que hubiese conocido la dulzura que el púnico guardaba dentro.
Pero mirando ahora a ese hombre, Roma, no podía evitar pensar en otras cosas. Como por ejemplo, cuanto de estrecha tenía que ser su amistad, cuan importante tenía que ser, para que el cartaginés se arriesgara a un viaje marítimo de dos años rodeando la ruta directa, evitando una confrontación. Sólo por verlo.
Lo reconocía. En el momento de enterarse, ya cuando Cartago estaba en pleno viaje, había sentido celos. Celos de que otro estuviera usurpando el tiempo de Cartago en detrimento del que le dedicaba antes a ella. Pero no podía quejarse. Oía historias de pueblos continente adentro, que sufrían a manos de su fidelidad al conquistador. Cartago respetaba sus costumbres, a sus Dioses, su cultura. Lo único que quería de su pueblo era dinero y eso se preocupaba siempre de dárselo a tiempo. No podía quejarse.
Y no lo hacía. Pero se sentía celosa.
-Sí, así es -a él se le curvó una media sonrisa, como haciéndose parecer más interesante- ¿Has oído hablar de mí? Porque si no, puedo contarte muchas cosas.
E incluso le guiñó un ojo, un gesto que a Numidia le pareció encantador y a Cartago gracioso.
-Ten cuidado, como se ponga a hablar de pesca es capaz de estarse horas. -el púnico se sonreía detrás de su copa, sacudiendo la cabeza. Roma le lanzó una mirada divertida y también ofendida.
-¡No es verdad! -Protesta riéndose, advirtiendo que Numidia se sonreía, también divertida- No le hagas caso, está mintiendo. -trató de decirle a ella.
En ese momento se acercó un hombre, que recién había llamado a la puerta abierta. Tenía porte de soldado aun cuando no llevase puesta la armadura de la guardia del palacio. Se había acercado a Aldion y le susurraba. Las tres naciones se habían quedado calladas por inercia pero no lograban escuchar nada salvo palabras inconexas. Aunque, solo uno de ellos sabía de qué estaban hablando los humanos. El soldado asintió unas cuantas veces, hizo una pequeña reverencia y se retiró. Aldion no era comandante pero sí la guardia personal de Cartago y jefe de una de las columnas de caballería del ejercito regular y muchas veces acudían a él para entregarle personalmente cualquier asunto que requiriese a la nación púnica. El joven se esperó a que aquel soldado traspasase la puerta y miró la mesa. Cartago mantenía la copa en alto, como si fuera a beber todavía. Numidia jugaba con los cordones que colgaban de sus muñecas y Roma. Bueno, Roma era el único que parecía igual de tranquilo que antes.
-Señor… -Aldion ya estaba serio. Cartago no necesitaba mirarlo para saber que algo pasaba. Se lo decía su voz.
-Sí, ya voy, ya voy…-se bebió el resto de la copa que le quedaba y se levantó. Numidia y Roma lo miraron. Cartago parecía saber muy bien qué pasaba -Un imprevisto, nos veremos por la noche.
El romano y la mujer también se levantaron, ambos curiosos y además, reocupados.
-¿Qué ha pasado? -Numidia lo siguió con la mirada, porque Cartago ya había rodeado la mesa aunque por el lado de Roma. Aldion contestó por él.
-Es su hermano, mi señora -Se refería a Mauritania, el hermano mellizo de Numidia, el cual muchas veces protagonizaba sangrientos episodios de rebelión. Como ahora.
Cartago colocó una mano en el hombro de Roma y apretó flojo, murmurando.
-Pórtate bien, ¿eh?
Roma profiere un bufido pero se ladea, desviando la vista.
-¿Qué dices? Siempre me porto bien.
Cartago suspira y se aleja, con una tenue despedida temporal, seguido de Aldion. Roma no lo vio, pero al traspasar el umbral de las puertas, Cartago lo había mirado por encima del hombro.
*
-Anima esa cara, ¿quieres?, creía que eras de todo menos aburrido.
Numidia está sentada en la balaustrada de uno de los grandes balcones del palacio. De hecho están en el cuarto que Cartago le asignó a la mujer mientras estuviera allí. Roma está directamente tumbado en el suelo de la terraza, mirando a la nada, con una cara que podría espantar a los niños. Está preocupado y quizá algo molesto. Se incorpora y la mira.
-Estoy animado -protesta, como niño chico.
Ella bufa pero es más una risita que otra cosa. Planta los pies en el suelo, pasa por encima de las piernas de Roma y entra a la habitación, tomando una de las copas que las doncellas le tienden. Bebe.
-Venga, pregúntame algo más.
Numidia llevaba todo el día tratando de mantener alejado el tema de Cartago y su hermano y para eso le había propuesto a Roma la idea de preguntarse mutuamente por ellos mismos. De ahí habían sacado sus infancias, vidas en solitario y la relación que cada uno llevaba con el púnico. Había sido una buena idea pero al final, debido a todo aquello, los dos no podían evitar sentir celos del otro de alguna u otra forma. Roma estaba cansado de saber que Numidia conocía a Cartago desde siempre y que incluso se habían acostado más de una vez. Y Numidia odiaba saber que Roma era mucho más que un amigo para el púnico, aunque el romano no lo supiese.
Distraído, Roma se levantó y la siguió, pensando en todo eso, carcomido por la desazón, la preocupación, la envidia. Pero no se le ocurría nada. - ¿También le pagas con tu cuerpo?
En principio había sido una duda más, sin pensar. De hecho era prácticamente eso. Roma abría la boca sin pensar realmente en las consecuencias. Numidia, que estaba dejando su copa en manos de una esclava, abrió los dedos antes de tiempo y la dejó caer. El tintineo metálico resonó con fuerza y el vino se derramó formando un charco oscuro sobre el suelo.
Al repicar del metal de la copa le sucedió el silencio. Roma se vio conteniendo el aliento, mirando la espalda tersa de la mujer, surcada de lazadas blancas de lino, sin temblar. Pero después vio que apretaba el puño. Y que se daba la vuelta.
Y que los ojos que hasta entonces le habían mirado con amabilidad y coquetería ahora sólo destilaban ira. Roma se mantuvo quieto, a la espera de la respuesta que tardaba minutos enteros en llegar, mirando la máscara tranquila de Numidia mientras se acercaba a él, quedando a tan pocos centímetros de su cuerpo que podía notar el aroma de su aliento, fresco como malvarrosa y vino especiado.
-Sólo si él me lo pide… -estaban cerca y aunque no se tocaban, el romano podía palpar la violenta furia bajo la piel oscura de la númida, burbujeando como un peligro. -Nunca le niego nada… ¿sabes?....-ahora parecía miarlo de arriba abajo, como calculando algo- En eso los dos coincidimos, tampoco él me niega nada…
Roma entreabrió los labios para decir algo, pero las palabras se le quedaron pegadas al paladar y la lengua no pudo articular nada. Aspiró aire mientras sonaba la risa, sonora y divertida de Numidia mientras esta se alejaba de él.
-Asha, que me preparen un baño caliente, me siento algo sucia -ordenó a una de sus doncellas con un gesto aburrido- Y tú… -volvió a mirar a Roma, que permanecía aún quieto, aguantándose las ganas de decirle cuatro cosas en respuesta- Lárgate si no quieres que te corte ese miembro viril del que tanto alardeas siempre y se lo eche de comer a los cuervos. Cartago no se merece tener amigos como tú, viles perros envidiosos que matarían por llegarle a la suela de las sandalias.
Y la amenaza cobró más fuerza en cuanto vio que ella deslizaba un puñal entre los pliegues de una de sus mangas vaporosas, tomando la empuñadura entre los dedos y apuntándole con la hoja centelleando al sol. De dónde lo había sacado, Roma no tuvo idea pero no iba a quedarse allí para que pisoteara aun más su orgullo. Numidia se había tornado ruda y dura y él no dejaría que le ofendiese, al menos no más de lo que ya había hecho.
Salió con la cabeza alta, después de haberle dirigido una de sus peores miradas de odio y frustración. Roma podría haber hecho muchas cosas, pero Numidia era tributaria de Cartago y enfrentarse a ella era lo mismo que enfrentarse a él. Y eso Roma no quería hacerlo.
*
Lo único que podía oír era el sonido de sus propios caballos, algunos murmullos errantes y el viento silbando entre rocas y la arena, levantando polvo a su paso. Eran nueve. Diez contando con él.
Aldion miró por encima del hombro a la columna de jinetes que formaban la patrulla. Cartago era muy confiado al enviarlos a ellos solos para interceptar a los bandidos mauritanos que hacían de las suyas en la línea de costa. También un poco temerario. Pero con frentes abiertos en Libia poco más podía hacer su nación. El Senado ordenaba y él cumplía y no se podía replicar.
Suspiró. Cierto era que aquellos que ahora le acompañaban eran varios de sus mejores hombres. Aldion era joven para comandar una sección de caballería pero había demostrado en varias ocasiones ser buen capitán de patrulla. Sus hombres le seguían no por dinero del Estado, si no por su propio carisma.
Se encontraban en una estribación ondulada de la costa. Podían oler el mar aunque no verlo, oír las gaviotas pero no avistarlas. Aldion se preguntaba dónde podrían estar los salteadores. Obviamente aguardaban escondidos pero por eso mismo había tomado la precaución de no atravesar el desfiladero que comunicaba una laguna interior con el resto de la lengua de tierra. Aldion era joven pero no inexperto.
Señalizó una acción con la cabeza y dos de sus jinetes apretaron el paso, adelantando la columna y avanzando por delante. Había creído oír algo, como pequeñas piedras deslizandose por las lomas, el susurro de un roce a un arbusto. Se aseguraría primero de que no pasa nada. Levantó el brazo derecho ligeramente para murmurar una orden, tocaba el pomo de su espada con la otra, lista para desenvainarse.
Fue entonces cuando oyó la primera flecha.
*
Cartago nunca se habría imaginado que pudiera suceder algo así. Ni siquiera había transcurrido una hora y media desde que los dejara solos. Y ya se habían peleado.
¿Era un don que tenía Roma? ¿Sería culpa de Numidia? ¿O suya propia?
Estaba cansado. Lo que menos le apetecía era tener que juzgar las versiones de uno y otro porque prefería estar atento a los movimientos de las patrullas enviadas a las fronteras. Pero ahí estaba, de pie y brazos cruzados, escuchando las palabras de una mujer númida envuelta en toallas de lino, goteando agua mientras caminaba de aquí a allá, perseguida por sus doncellas, peines en mano suplicando poder cepillarle el cabello.
-¡Me llamó puta, ¿lo puedes creer?! -exclamaba Numidia entre toda su retahíla de acusaciones, de vez en cuando apartando de un manotazo a las esclavas.
El púnico suspiraba, denotando que ese asunto le quería importar poco. La observaba caminar mientras aun se quejaba y volvía a suspirar cuando ella chillaba la palabra puta. Roma era muchas cosas pero jamás trataba mala una mujer si no tenía más remedio. Cartago sabía eso.
-Todo eso ya me lo has contado, ahora dime exactamente cómo lo dijo y por favor, Numidia, no me mientas, no estoy de humor.
-¡Pero…!
Pero la expresión de Cartago no dejaba lugar a las réplicas. Estaba preocupado por Aldion en especial y sentía que con ese asunto menor estaba perdiendo el tiempo. Numidia pareció resignarse a regañadientes y, aun envuelta en sus toallas, se sentó en un triclinio, cruzándose de piernas, dejando buena parte de sus muslos descubiertos. Las esclavas aprovecharon eso para acercarse y comenzar a peinar y trenzar su cabellera con más calma.
-Me preguntó si también te pagaba con… -por un momento ella pareció pensárselo-… con mi cuerpo.
Silencio. Numidia no lo vio pero los ojos oscuros del púnico se habían estrechado ligeramente. Sí, Roma se había pasado de la raya al decir eso aunque no usara las palabras directas. Preguntarle eso al tributario de un aliado era una gravísima falta de respeto. Sin embargo, sabía que aun faltaba algo.
-¿Y qué le respondiste?
Numidia chasqueó la lengua, ladeando la cabeza porque tenía un nudo en el pelo y la doncella que estaba desenredándolo tiraba muy fuerte. Se lo hizo saber con un susurro y un siseo.
-Bueno, le dije que sí… cuando tú así lo querías. -Giró la cabeza para no mirarle.
-¿Y no sientes el remordimiento de haberle mentido como una sucia rata de puerto?-Cartago arqueó una ceja. Estaba enfadado. Se le notaba en el tono y en las palabras, nunca insultaba de gratis si no era de ese modo.
Numidia compuso una expresión frustrada. Le dolía que Cartago no la comprendiese y apoyase en su totalidad. No era justo. Roma la había insultado con todo el descaro del mundo y parecía no querer decirle nada para castigarlo por esa afrenta. Sentía ganas de destrozar algo y llorar después. El púnico la miró por un rato más, estirando el silencio tenso. No dudaba de que al haber contenido la rabia para golpear, Numidia había encarado a Roma con palabras. Pero no sabía por qué entonces el romano estaba también disgustado con aquello.
Tenía que escucharlo a él también y averiguarlo.
Lo encontró devorando una manzana roja cerca de una de las fuentes del patio, gruñendo a los esclavos y a los pájaros por igual. Otro que bailaba al mismo son que Numidia porque en el fondo lo único que querían era atención absoluta.
A veces Cartago sentía estar cuidando de niños.
-Si vienes a decirme que me disculpe con ella puedes ahorrártelo, no lo pienso hacer -la voz de Roma se alzó mientras este escupía una semilla de la manzana.
Cartago se mantuvo, como con Numidia, en pie, mirándolo desde arriba y a cierta distancia. Roma era todavía un joven que se enfurruñaba fácil y difícilmente agachaba la cabeza para admitir un error.
-Pues siento decirlo pero deberías, si la insultas a ella me insultas a mí y no creo que eso te sea conveniente.
Roma se levantó, lanzó la manzana y gruñó, más bien siendo un suspiro infantil de protesta.
-Pero ella dijo…
-¡No importa lo que dijera! -esta vez Cartago había alzado la voz también, estaba cansado, muy cansado. - No te importa lo que ella diga, como tampoco te importa lo que yo haga con ella.
Aunque no había querido insinuar nada que fuese falso, Roma tenía que entender que sus vidas privadas eran eso, privadas y que no importaba lo que hicieran con otros siempre y cuando eso no alterase sus relaciones amistosas. Con Numidia enfadada de esa forma, Cartago estaba obligado a defender su honor, porque también era el suyo propio.
-Estas diciendo que te acuestas con ella…
-Repito, eso no te importa- Cartago ya tenía el ceño fruncido. - Tú te acuestas con todo el mundo que puedes y yo no te monto ningún escándalo, así que cierra la boca.
Nunca había visto a Cartago tan tajante, ni tan intimidante respecto a él. Roma tragó saliva y se aguantó las ganas de acercarse, pegarle un puñetazo y salir corriendo. En cambio levantó la barbilla y le miró, como quién se sabe con razón.
-Te equivocas, no me acuesto con todo el mundo…
Ceja arqueada de nuevo, y las dos alzadas esta vez. Escéptico Cartago, ladea la cabeza, bufando.
-¿Ah, no?
-No, contigo no.
Y aunque le hubiese gustado contraatacar esa negativa a su argumento, Cartago se calla, porque la respuesta le deja entre confuso y seco. Parpadea, se le relaja el enfado sin quererlo.
-¿Insinúas que quieres acostarte conmigo?
Roma gira la cabeza pero le mira de reojo.
-Quién sabe…-se cruza de brazos pero se descruza repentinamente cuando ve que el cartaginés se está acercando.
A una velocidad lenta además, mirándole con una fijeza que le hace temblar las rodillas, tragar saliva otra vez y contener el aliento. Siente el aire hacerse más denso a cada paso que él se acerca, como si el tiempo se ralentizara, como si solo pudiera ver sus ojos, haciéndose más grandes. Está seguro de que va a suceder algo.
Pero cuando lo tiene a menos de un palmo, cuando ya casi puede alzar los dedos para tocarlo, se oye un estruendo, como si varias personas gritaran, abrieran puertas y caminaran a paso largo. Repica metal. Cartago se distrae y se ladea, varios soldados de la guardia del palacio irrumpen en el patio, aturullados, acalorados. Roma aun contiene la respiración, tenso.
-¡Señor…!
Se paran a respirar aunque es uno de ellos el que se adelantan. Parece que han estado buscándolo.
-¿Qué sucede, Giscón?
Cartago ha modulado la voz, pero Roma sabe que está entre la molestia y la otrora irritación que él había causado. Puede ver la sangre latiendo en el cuello moreno. Roma desvía la vista, mira también a los guardias.
-La patrulla volvió…
-¿Y?
Aún continuaron recobrando el aliento, peros e miraron entre ellos como si ninguno quisiera decir realmente el resto del informe. Cartago mantuvo la mirada fija en ellos, a la espera. Poco a poco se había ido relajando pero tenía todavía presente la estúpida idea que se le había formado minutos atrás.
Estaba seguro de que si aquellos humanos no hubiesen irrumpido…
Uno de ellos se decidió por fin a hablar, Y cuando lo hizo, fue como si una nube pasara por delante del sol y lo tapara.
-Señor, será mejor que lo veáis vos mismo…
Sin embargo, para cuando el púnico quiso seguir a los soldados, Roma ya le había atrapado por la muñeca. Tenía la piel caliente y le miraba como con una súplica. Cartago deslizó los ojos hasta él, notando ese matiz. Parecía decir algo, no sabía el que.
Pero algo. Y aún así tuvo el valor de llevarlo con él.
-Vamos-fue lo único que dijo, dejando que continuara sujeto a su brazo.
Roma lo soltó en cuanto atravesaron una puerta. Era una habitación alargada, con muchos camastros en hileras equidistantes. Hombres de túnica ribeteada pasaban de aquí y allá con instrumentos en las manos. Ayudantes con multitud de tiras y tiras de lino, frascos. Esclavos llevando agua.
Roma ya había visto antes estancias así. Era un dispensario de emergencia para heridos de guerra. Volvían a él recuerdos oscuros, gritos y el dolor de una herida no abierta pero si supurante. Sangre por todas partes. Y el olor a muerte. Es él el primero en verlo. Una herida abierta en el pecho, esquirlas de bronce diseminadas por la carne. Y óxido rojo y líquido goteando, resbalando por la piel. Se ven los músculos del pectoral. Es una herida desgarrada y le produce un terror horrible verla. Por eso sujeta con fuerza el antebrazo de Cartago, el cual se da cuenta de su temblor.
Cuando le pregunta qué sucede, Roma sólo señala al herido, porque también le ha visto la cara. Cartago también lo ve. Y pierde el color.
Era Aldion.