Título: Yo creo en Sherlock Holmes
Para:
nai_malfoy Personaje/pareja: Sherlock/John, Irene, Lestrade (hints Lestrade/Irene)
Clasificación y/o Género: Misterio, aventura. PG-13.
Resumen: Tres años después de la muerte de Sherlock Holmes, John Watson no ha abandonado su misión de limpiar el nombre de su amigo. La iniciativa que se había visto estancada por meses toma un nuevo giro cuando otra voz de regreso desde la muerte se pronuncia para darle un nuevo hilo que investigar. Las consecuencias de ese giro en los eventos son mayores a las que el doctor pudo imaginar.
Disclaimer: los personajes originales pertenecen a sin Arthur Conan Doyle, mientras que el concepto de la serie de la BBC pertenece a Steven Moffat, Mark Gattis y Sue Virtue.
Advertencias: el fic contiene spoilers del cuento “La casa deshabitada”. Versión bastante libre inspirada en dicho cuento y el final de la segunda temporada de la serie. Cambios y adaptaciones de algunos personajes secundarios de las novelas y cuentos.
Notas: Espero que te guste tu regalo. Lamento si es excesivamente largo pero desde que recibí el prompt supe que tenía que escribirlo y prácticamente se armó por sí solo. Desearía tener dos meses más para hacerlo aún más al detalle, pero lo básico de la historia está aquí.
I
Cuando Lestrade se había encontrado a John Watson en la puerta de su despacho se había preguntado qué nueva locura lo llevaría hasta él, pero no se había esperado eso.
“No estoy muerta. ¿Cenaría conmigo, doctor?”
Tras leer el mensaje que el doctor le mostró lo primero que pensó era que alguien intentaba gastar una broma de mal gusto a John, pero lo descartó. El doctor parecía tener una idea muy clara de quién le escribía.
-Sé quién lo envió, necesito encontrarla -insistió ante su mirada de incredulidad.
Estaban sentados en el austero despacho que Lestrade había montado después de su suspensión indefinida en Scotland Yard. Lo habían puesto bajo investigación después del destape del supuesto fraude de Sherlock Holmes y tres años después no tenía esperanzas de ser reintegrado. Se dedicaba mientras tanto a hacer pequeños trabajos como detective privado. Se había hecho una reputación y pese a estar muy lastimada, algunas personas todavía confiaban en él.
-¿Puedes rastrearlo, verdad? -insistió John.
Poder, podría intentarlo. Tenía contactos que podrían hacerle el favor. Pero eso no era lo que le preocupaba. Observó a John con atención. Claramente, las cosas no mejoraban para el doctor. Estaba más delgado que la última vez que lo había visto, unas oscuras ojeras se marcaban en su rostro y lo más preocupante de todo, era el bastón que llevaba en la mano.
-¿A qué esperas que te lleve? -preguntó finalmente. Prefería plantear sus dudas allí mismo.
-A quién -lo corrigió John-. ¿Has oído hablar de Irene Adler?
Lestrade frunció el ceño.
-¿La dominatrix? Creía que había muerto.
Volvió a leer el mensaje al tiempo que se preguntaba qué extraña conexión podría pensar John que existía entre aquella mujer desaparecida tiempo atrás, ese mensaje y Sherlock.
-Yo también. Dos veces -replicó John-. Trabajó con Moriarty. Ella sabe que era real.
Lestrade miró a John fijamente. Sherlock. Moriarty. El doctor simplemente no podía dejar ir aquel asunto. Se había dedicado con más fallo que acierto a tratar de limpiar el nombre de su amigo y probar la existencia de Moriarty, lo que le había costado la credibilidad de muchos, buena parte de sus ahorros y su salud. A veces el antiguo inspector se preguntaba si no empezaba a minar también su salud mental.
-Por favor -insistió John-. Sólo necesito saber dónde encontrarla.
Lestrade asintió. No sabía si aquello sería una broma, una trampa o una locura, pero ya que le había fallado a Sherlock, no podía dejar también a John Watson a la deriva.
Le debía al menos eso.
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El apartamento era frío e impersonal. John no se había pulido en hacerlo un lugar agradable. No importaba lo que le hiciera, nada sería el 221B de Baker Street. Ningún lugar sería de nuevo su hogar como lo había sido el que compartía con Sherlock. Sin embargo, no había sido capaz de quedarse a vivir allí. Era demasiado doloroso. Visitaba la señora Hudson cuando podía, pero nada más. Subir aquellos escalones le causaba un agudo dolor en el pecho con el que no podía lidiar.
Sherlock.
Habían pasado casi 3 años ya y no podía dejar de pensar en él. Cualquiera diría que en la guerra se habría habituado a la muerte, pero no era lo mismo. Lo había visto morir con sus propios ojos. Lo había llamado y lo había escuchado despedirse. Ninguna de sus palabras había servido para evitar que el mejor hombre que había conocido se quitara la vida.
La única persona que había amado realmente… Humillado, denigrado y llevado al extremo.
Muerto.
Sabía que no era el único que había lamentado su pérdida, pero parecía ser el único que no la había superado. Lestrade había perdido su empleo y aunque aún podía ver el brillo de culpa en su mirada, día a día trataba de salir adelante con su pequeño despacho de detective. La señora Hudson conservaba el 221B y lo limpiaba semanalmente entre suspiros, pero se había acostumbrado a hablar de Sherlock con cariño en pasado. En cuanto a Molly, quien en su momento John había pensado que lo entendería mejor que nadie, había pedido un traslado y se había marchado de Londres para no volver.
A nadie parecía importarle ya. Ni siquiera los periodistas habían vuelto a retomar el tema. Sherlock Holmes era un tema cerrado, pasado de moda y olvidado. Un fraude que había causado un escándalo para Scotland Yard. Nada más.
El mismo Mycroft Holmes le había dicho que lo mejor era dejar el asunto en el pasado. Habían echado a John del Club Diógenes por su reacción después de eso. El mayor de los hermanos se había negado en financiar siquiera parte de la iniciativa de John por limpiar el nombre de Sherlock.
La absoluta verdad era que la única persona con la que John había contado en ese momento de su vida era con Sherlock y lo había perdido.
Había dejado la terapia. Su psiquiatra no dejaba de decirle que tenía que seguir adelante con su vida. Como si no hubiera una situación que resolver antes. John sabía que Sherlock era inocente de todo lo que lo habían acusado y parecía el único al que le seguía importando. No podía simplemente ignorarlo.
Mycroft lo había instado a dejar la iniciativa, pero había tenido algunos resultados. Tenía un foro en línea llamado “Yo creo en Sherlock Holmes”. Había recolectado las experiencias de las personas a las que Sherlock había ayudado que se negaban a pensar que hubiera sido quien las había lastimado para destacar, tenía un número considerable de seguidores que apoyan la iniciativa… Pero nada era suficiente. Sabía que muchos pensaban que había perdido la cabeza y lo miraban con lástima.
El mismo Lestrade lo ayudaba más por culpa que por creer que iban a lograr algo. Creía en Sherlock, pero no en la posibilidad de la redención pública de su imagen.
John se dejó caer en la cama después de apoyar el bastón en la pared. La rigidez en su pierna había regresado y no le había importado. Somático, decía Sherlock. Bueno, que fuera un reflejo de su tristeza, era válido.
Miró el techo de la habitación sin sueño. El insomnio también llevaba varios años haciéndole compañía con cierta frecuencia, pero ese día tenía una razón para mantenerse despierto.
“No estoy muerta. Vamos a cenar”.
Ese era el mensaje original que Irene Adler le había enviado a Sherlock justo frente a él. El texto que había recibido la noche anterior no era exactamente el mismo, pero sí era lo suficientemente similar para que John estuviera seguro.
Irene Adler le había escrito.
Por un momento había tenido la estúpida esperanza de que Sherlock le concedía su último deseo con un milagro inesperado, pero luego había comprendido que tenía que dejar de creer en imposibles. Había visto morir a Sherlock. Además, el mensaje estaba en femenino.
Irene Adler, por otra parte…
Escribir a Mycroft había sido su primer instinto, pero luego había desistido. Las intenciones del mayor de los Holmes sobre Irene podrían interferir negativamente. A John no le importaba en ese momento que Irene los hubiera engañado otra vez haciéndose pasar por muerta: sólo podía pensar en que si lo había contactado, era por algo relacionado con Sherlock y Moriarty.
Tenía que verla en persona y quien podría ayudarlo para ello era Lestrade.
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-John Watson se está volviendo loco.
Lestrade había temido que el número de contacto con Mycroft ya no funcionara. Después de todo, había sido muchos años atrás que se lo había dado, cuando Sherlock todavía usaba drogas duras y no existía un John Watson que lo tuviera a raya. Pero al tercer tono el mayor de los Holmes le había contestado y le había preguntado qué sucedía.
No parecía sorprendido por su llamada y su declaración sobre la sanidad mental del doctor tampoco lo había impresionado.
-¿Por qué lo dices? -había preguntado con un tono que rallaba la indiferencia.
Lestrade sabía que no debía romper el secreto de un encargo realizado por un cliente, pero estaba preocupado. Muy preocupado.
-Quiere que encuentre a una mujer que en realidad está muerta. Cree que puede ayudarle a probar que Moriarty era real, o algo así.
El silencio al otro lado de la línea se prolongó unos segundos más de lo normal, logrando inquietarlo.
-¿Irene Adler? -preguntó Mycroft finalmente.
Lestrade casi deja caer el teléfono de la impresión.
-Sí -replicó tras unos instantes de estupefacción.
-Mm. -El sonido disconforme de Mycroft le dio la sensación de que su llamada no era recibida como buenas noticias. Sin embargo, recibió una instrucción directa-. Búscala.
-Pero… está muerta -repitió Lestrade confuso.
Le hubiera gustado poder ver a Mycroft para distinguir su expresión cuando habló a continuación.
-Ya lo ha estado antes.
Sin darle oportunidad de pedirle alguna explicación, Mycroft Holmes cortó la llamada.
II
-Es una locura.
Lestrade lo había dicho muchas veces, pero John no estaba dispuesto a escucharlo. Nadie lo obligaba a acompañarlo, aunque tenía que reconocer que le alegraba no ir solo en ese viaje. Lo inquietaba la perspectiva de encontrarse con Irene Adler de nuevo, pero sabía que era algo que tenía que hacer.
-¿Conseguiste la cita? -preguntó John sin hacer caso a la queja del ahora detective particular.
El hombre se debatió incómodo y miró a su alrededor como si le preocupara que las otras personas escucharan de lo que estaban hablando.
-Sí. Me prometieron confidencialidad absoluta.
John contuvo la sonrisa amarga. Confidencialidad. Irene Adler era buena guardando secretos, pero también utilizándolos como mejor le pudiera convenir. Incluso había sido capaz de enturbiar y entorpecer la claridad de pensamiento de Sherlock. Aunque en ese aspecto, John se podía fiar de su propio instinto: nunca había confiado en la mujer.
Pero ahora no tenía otra opción más que buscarla.
Sus intentos por demostrar que Moriarty era real no iban mucho mejor que las infructuosas tentativas de probar la falsedad de las acusaciones contra Sherlock. Ambos aspectos estaban conectados. Si bien tendría que pasar el resto de su existencia con plena conciencia de que no había podido evitar que su compañero se matara, esperaba poder conciliar el sueño después de limpiar su nombre y probarle al mundo lo injusto que había sido con Sherlock Holmes.
Sonrió para sí al imaginarse las cosas que Sherlock le hubiera dicho en caso de haberlo escuchado pensar así. Habría negado rotundamente necesitar el reconocimiento de alguna persona. Su trabajo era toda su gratificación, no le importaba lo que los demás pensaran de él. Al menos ese era su discurso. John conocía bien el ego de Sherlock, ávido reconocimiento. Lo que pasaba era que no necesitaba un reconocimiento falso y hueco; necesitaba que fuera sincero. Tal como el que John siempre le había dado.
-Igual será necesario tener cuidado -continuó Lestrade, ajeno al rumbo de los pensamientos de John-. No seremos más que turistas, no tengo muy claro cómo manejan los permisos para la investigación privada en la República Checa.
-No habrá problema, a Irene le gusta su privacidad cuando le favorece -declaró John de inmediato.
Se sentía ansioso, pero era una sensación agradable una vez que sustituía el cansancio de años luchando contra corriente por probar la inocencia de Sherlock y la culpabilidad de Moriarty. Por primera vez tenía una pista real.
Lestrade le había advertido las muchas maneras en que aquello podía terminar mal. De hecho, John sabía que había accedido a hacer el viaje por acompañarle y cuidar de él, no porque realmente creyera que aquella mujer tuviera información que pudiera servirles de algo.
Pero les serviría. Tenía que ayudarlos. ¿Para qué le había escrito si no?
John no le había expresado esa última duda a Lestrade porque él mismo no lograba resolverla.
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El lugar era altamente lujoso. Con el nombre de la antigua Bohemia en su entrada no parecía lo que realmente era. John no estaba seguro de cómo se lo había imaginado hasta ahora, pero de fijo no había sido así. La chica que los recibió era muy guapa, tanto o más que Kate, la asistente que tenía Irene cuando la habían conocido en Londres. Además, la vestimenta de cuero ajustada le sentaba particularmente bien. Sin embargo, no se sintió impresionado por la vista ni por el lugar. Su mente no podía fijarse en nada más que lo que le había llevado hasta allí: Moriarty.
En otras palabras, Sherlock.
No podía decir que Lestrade estuviera igual de enfocado que él. La manera en que siguió con la mirada a la mujer que los guió hasta el salón no era particularmente disimulada.
-Sólo quiero ver a la señorita Adler -insistió John, sin estar dispuesto a dejarse enredar en juegos.
La mujer lo miró detenidamente.
-No hay duda de quién está muy necesitado de ser sometido a obediencia -comentó sonriendo con malicia y mirando de reojo a Lestrade, como si esperaba que compartiera su comentario-. Ella espera su visita. Estará acá en breve.
La manera rítmica en que los vertiginosos tacones de aquella mujer sonaban cuando caminaba tenía que ser aprendida y ensayada. Cuando el sonido se apagó se encontraron sumidos en un silencio tenso e incómodo. Ninguno se atrevía a romperlo: Lestrade era de la política de observar antes de actuar y querría averiguar dónde lo había ido a meter. John por su parte temía la súbita aparición de Irene.
Cuando finalmente llegó fue claro que seguía disfrutando de la teatralidad tanto como cuando la había conocido. El golpe de efecto. De repente estaba en la puerta mirándolos con tranquilidad mientras vestía un ajustado corsé de cuero, botas altas del mismo material y sostenía un látigo en la mano derecha.
Aunque sabía que Irene Adler era una dominatrix y había visto sus fotos de promoción, nunca la había visto en vivo y en directo en su atuendo de trabajo. Era una visión inquietante más que excitante, aunque no podía asegurar que Lestrade pensara igual, considerando la expresión con la cual observaba a la recién llegada.
-Doctor Watson -saludó la mujer con un tono educado y tranquilo, como si aquel fuera un encuentro habitual-. Qué placer.
Se adentró a la habitación y le sonrió al detenerse a unos pasos de él. John se sentía particularmente tenso, pero la mujer no parecía dispuesta a ir al punto de inmediato. En su lugar desplazó su atención a su acompañante y se acercó a él lentamente.
-Debe ser el inspector Lestrade, ¿cierto?
El hombre frunció el ceño confundido.
-¿Me conoce?
Irene sonrió con suficiencia.
-Sé lo que vale la pena saber.
John puso los ojos en blanco, no tenían tiempo para esas cosas.
-Tenemos que hablar -declaró con toda la firmeza que le fue posible. Irene lo miró con curiosidad.
-Ha sido un largo viaje, doctor. Lo menos que puedo hacer es ofrecerles una cena. ¿Me acompañan?
La mujer se retiró por la puerta que le había servido de entrada y John se levantó a regañadientes para seguirle: no tenían otra opción disponible.
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Era una cena espléndida. Lestrade sabía que no debía comer de fuentes desconocidas potencialmente peligrosas pero todo se veía particularmente apetitoso. El hecho de que Irene Adler se sirviera algo de cada fuente inspiraba un poco de confianza aunque más que todo lo distraía. La mujer era mucho más hermosa de lo que las fotos y referencias previas le habían dado a entender.
-No vine a comer -reclamó John alejando de sí el plato que le ofrecía su anfitriona-. Estoy aquí para hablar.
-¿De qué podría querer hablar conmigo, doctor? -preguntó Irene con un tono ligeramente provocativo antes de llevarse a los labios un pequeño tomate cherrie que debió estallar en su boca.
Lestrade se reprendió mentalmente, debía concentrarse.
-Creo que solo tenemos un tema en común -masculló John de mala gana.
Irene sonrió con suficiencia.
-Supongo que no tiene interés en saber cómo sigo viva.
-De hecho ese sería un tema interesante -apuntó Lestrade intentando aligerar el ambiente. Obtuvo una mirada de reproche de John y una divertida de Irene.
-Aquí el inspector tiene buen ojo para lo importante -señaló la mujer.
John estaba haciendo un gran trabajo en controlarse pero Lestrade notaba que Irene lo sacaba de quicio.
-Usted me escribió.
-Así es -señaló ella volviendo a centrar su atención en él. Se sostuvieron la mirada unos momentos, en un mudo reclamo de John por una explicación-. Encuentro admirables sus esfuerzos por limpiar el nombre de Sherlock.
-Usted sabe que es verdad -señaló John con un fuerte tono acusatorio.
La mujer no lo negó. Al contrario, sonrió complacida.
-Oh, sí, lo sé de primera mano -aseguró con desparpajo-. Todos en esta habitación lo sabemos. La pregunta, doctor Watson, es por qué usted necesita confirmación.
Lestrade pensó por un momento que debería interponerse entre John y la mujer, pero el hombre no dejaba de ser un caballero. Si Irene hubiera sido un hombre, le habría rajado la cara. En su lugar se limitó a cerrar los puños con fuerza y mirarla con odio.
-Usted no puede entenderlo -dijo con furia.
Irene sonrió con condescendencia.
-No, doctor Watson. Lo que ustedes tienen es único. Nunca he negado eso.
El uso del verbo en presente llamó la atención de Lestrade, pero en cierta forma aquel lazo único que había unido a Sherlock y John seguía vivo en la insistencia del doctor. Las palabras de Irene eran muy ciertas.
-¿Por qué me escribió? -Insistió John, ignorando la acotación de la mujer.
Irene asintió y dejó la comida de lado. Lestrade miró con nostalgia las fuentes casi intactas de comida, pero luego concentró su atención en la mujer, quien se dirigió a una mesita en una esquina de la sala de donde regresó con un pendrive.
-Creo que necesita un cambio de enfoque, doctor.
John tomó el pendrive y lo miró con desconfianza.
-¿Qué es esto?
Lestrade se acercó para tomarlo. Tenía su laptop con él y podrían revisarlo de una vez. Irene no hizo ninguna objeción al respecto.
-Sé más cosas que la verdad sobre las habilidades de Sherlock, doctor.
-Moriarty -masculló John.
Irene asintió.
-Moriarty y su red. Eso es lo que necesita probar, doctor. Pruebe que Moriarty fue real y podrá limpiar el nombre de Sherlock.
-Es más fácil decirlo que hacerlo -objetó el doctor. Lestrade sabía que bien lo había intentado.
La mujer asintió.
-Y cada vez será más difícil -añadió con tono de entendida.
Cuando Lestrade empezó a ver el contenido del pendrive entendió por qué.
-Son noticias de muertes y encarcelamientos -dijo en voz alta, atrayendo a John, quien empezó a leer por encima de su hombro el nombre de los archivos-. En Reino Unido y otros países.
-¿La red de Moriarty? -la pregunta de John iba dirigida en parte a ambos. Lestrade solo podía hacer suposiciones, pero Irene asintió.
-Sin la araña, la red se empieza a destruir. Todos están cayendo.
John frunció el ceño.
-¿Por qué le interesa esto?
Irene volvió a sentarse y recuperar su plato de comida con total tranquilidad.
-¿De quién cree que me escondo, doctor Watson? Le aseguro que no es de Mycroft Holmes.
Lestrade concentró toda su atención en la pantalla, temeroso de que algún cambio en su expresión delatara su comunicación con el hermano mayor de Sherlock.
-De la red de Moriarty -concluyó John tras pensarlo un momento.
Irene suspiró, aunque fue una expresión demasiado preparada para ser creíble.
-Difícilmente podría pagar mi deuda cuando Sherlock impidió que cobrara la recompensa de mi trabajo.
Lestrade frunció el ceño, llevaría su tiempo procesar toda esa información…
-¿Qué quiere de mí? -preguntó John finalmente-. Si todos están cayendo solo tiene que esperar.
-Tal vez estoy cansada de esperar -dijo la mujer con fingida indiferencia-. O tal vez realmente aprecio sus esfuerzos, doctor, y me gustaría que pruebe la verdad.
Lestrade cerró los documentos y apagó la computadora.
-Necesitamos tiempo para revisar esto.
Irene lo miró y asintió.
-Saben dónde encontrarme -se levantó con un movimiento fluido y grácil que permitía admirar todo su cuerpo. John le había hablado de lo peligrosa que era y ahora empezaba a entenderlo-. La señorita Norton se encargará de que su regreso a la ciudad sea lo más discreto posible.
Les dirigió una sonrisa de suficiencia a ambos. Su mirada se fijó en la de John un poco más de lo necesario y luego abandonó la habitación.
John continuó mirando el espacio de la puerta por el que se había marchado.
-No me fío de ella -señaló innecesariamente el doctor.
Lestrade sabía por el solo hecho de estar allí que al menos por esta vez, iban a fiarse.
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Irene Adler sabía que había jugado una carta muy peligrosa, pero el peligro siempre le había gustado. La vida en su retiro en la República Checa empezaba a tornarse aburrida, a pesar de que Violet Norton le hubiera dado un toque especial del que hubiera carecido de otra manera.
Había seguido por meses la caída de la red de Moriarty. Algunos de los nombres los conocía de previo y otras conexiones las había hecho sola. Había encarcelamientos al descubrirse casi de manera mágica las implicaciones de respetados miembros de la sociedad en actos criminales. En otros casos, morían personas en apariencia inocentes de las que luego se revelaban atroces crímenes. Los asesinatos tenían la firma de aquel de quien Irene aún se escondía a pesar de la muerte de Moriarty. La revelación de la verdad de sus crímenes, ya fuera después de la muerte o antes de la cárcel, tenía la firma de un fantasma que Irene reconocía fácilmente.
Con esa información a la mano no podía desaprovechar la oportunidad de volver al juego.
Después de la visita del doctor Watson y el inspector Lestrade no tuvo que esperar mucho para la visita exclusiva que realmente había estado esperando. Violet lo hizo pasar a su oficina y en esta ocasión Irene no usó su atuendo de trabajo.
Aquella era una conversación de negocios.
-Sé que Sherlock está vivo -dijo al entrar a la habitación y encender la luz.
No pudo evitar una sonrisa de triunfo al ver el gestó de desdén que se perfiló en el rostro de Mycroft Holmes.
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-Que usted engañe a la muerte repetidamente no significa que todos lo hagan.
-Oh, la muerte y yo hemos jugado suficientes veces como para reconocer cuando alguien más lo hace -señaló Irene con seguridad-. Está vivo, y está detrás de esto.
Mycroft contempló con expresión inescrutable las breves notas con las que se habían ido cubriendo las desapariciones de los distintos miembros de la red de Moriarty. Irene las tenía proyectadas en una pizarra electrónica detrás del escritorio. Uno a uno todos habían ido cayendo, ya fuera porque lograban apresarlos o porque la muerte los alcanzaba antes de ser tomados prisioneros.
-¿Y qué se supone que es esto?
Irene sonrió con tranquilidad. No tenía prisa.
-La caída de la telaraña de Moriarty. Sé de lo que lo hablo.
Lo sabía. La mujer no habría vuelto a presentarse ante él sin tener todos los hilos de la maraña en la que quería jugar.
-Usted fue parte.
-Me escondo de ellos -lo corrigió Irene-. Cuando todos caigan, seré libre de nuevo.
-No son los únicos que la buscan -le recordó con acritud.
La sonrisa de Irene se ensanchó. Era la dueña de la escena y lo sabía.
-Hay alguien que no ha caído. El hombre que sigue sosteniendo hilos y acabando con las posibles pistas que podrían llevar a Sherlock hasta él -declaró con calma, disfrutando de alterar a Mycroft, a pesar de que este la miraba impasible-. Yo sé cómo llegar a él.
El mayor de los Holmes lo meditó un momento.
-¿Qué le hace pensar que quien esté detrás del desmoronamiento del círculo de Moriarty necesita ayuda?
-Porque conozco a ese hombre y sé cómo llevarlo de vuelta a Londres. En el extranjero se desliza y elude con facilidad, no es el elemento de Sherlock. Las calles llenas de neblina y misterios de Londres son lo suyo: podrá atraparlo ahí. Lo sé.
-¿Qué gana usted?
-Tranquilidad.
-Está tranquila en su palacio de Bohemia -dijo Mycroft con fastidio. Había odiado tener que trasladarse hasta allí para hablar con ella.
-Estoy muerta -le recordó Irene-. Quiero estar viva de nuevo. No más hombres de Moriarty… y no más gobierno sobre mí.
Mycroft elevó las cejas un poco, lo suficiente para que ella lo notara.
-Inmunidad -dijo lentamente.
-Inmediata -añadió la mujer.
Un nuevo silencio acompañó los pensamientos del mayor de los Holmes.
-Podría utilizar el dato, incluso aunque Sherlock no pueda usarlo. Sabría utilizar esa información bien.
Irene se levantó dispuesta a salir de la habitación, como si aquello no fuera un revés para los planes de nadie.
-Dígale a Sherlock que quiero participar en esto. Si no quiere, nada me costará contarle al doctor Watson mis razones para creer que él sigue vivo. Me consta que no querría eso. El doctor está desesperado buscando respuestas… y cree que yo puedo dárselas.
-El doctor Watson no confiaría en usted.
-Lo hará -lo corrigió ella sin dudar-. Los hombres enamorados desesperan con facilidad… Han sido tres años. ¿Cuánto más creen que puede aguantar?
Sin esperar respuesta se dirigió hacia la salida. Mycroft maldijo internamente. Una vez más, Irene Adler se saldría con la suya.
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Irene estaba bastante segura de que aquello funcionaría. El mismo Sherlock le había enseñado aquella lección: el sentimiento era un defecto en el bando perdedor. Sin embargo, aunque racionalmente lo supiera, Sherlock no estaba exento de aquel defecto.
Había mucho sentimiento cuando estaba el doctor Watson de por medio.
Cuando su teléfono le avisó de la llegada de un mensaje sonrió para sí.
“John debe estar fuera de Londres mientras tanto”
Irene sonrió. Un defecto químico en el bando perdedor.
“Me encargaré personalmente de ello. ¿Cenamos antes?”.
No hubo respuesta, pero no la esperaba.
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-La necesitamos -declaró Lestrade después de dos días leyendo y releyendo la información.
-No -respondió John por enésima vez, como en cada ocasión que el detective había hecho la sugerencia.
Había algo que no le gustaba de todo ese asunto. ¿Por qué quería Irene que siguiera esa información? ¿Qué sacaba ella de todo eso? A ella nunca le había importado Sherlock, lo había utilizado para sus propios fines, eso era todo. Así que, ¿cuál era su fin ahora?
-La información es buena -insistió Lestrade-. Pero incompleta. Podríamos tratar de rastrearla pero todos son casos ya cerrados sin demostrar ninguna conexión con alguna red de crimen organizado.
-Podemos investigar por nuestra cuenta -lo interrumpió John.
Lestrade resopló y dejó la computadora a un lado, resignado.
-Ninguno de nosotros es Sherlock -le recordó.
No. No existía ningún otro Sherlock. John era dolorosamente consciente de eso. De cualquier manera no hubiera querido otro. Pero si al menos hubiera aprendido una décima parte de él para ser capaz de limpiar su nombre…
-Se lo debemos -le recordó John.
La mirada de Lestrade se tornó turbia.
-Sí. Tal vez por eso le debamos arriesgarnos a tratar con ella.
John estaba cansado. Muy cansado. Pero no pensaba cesar en su empeño. Tenía que lograr su cometido. Cerró los ojos pensando qué hubiera dicho Sherlock, tratando de ignorar una voz muy parecida a la suya que le decía que nada de eso tenía sentido y que dejara esa misión sin importancia.
Irene Adler no era de fiar, pero era la única pista que había tenido en tres años.
Tres años.
-De acuerdo -dijo finalmente. Miró a Lestrade y notó que sonreía, lo que le hizo fruncir el ceño de nuevo-. Trata de recordar que es peligrosa y no lo disfrutes demasiado.
A pesar de que Lestrade le replicara ofendido que era un profesional, John no se fiaba. Había notado el efecto de la mujer sobre él. Tampoco podía culparlo. Parecía que solo él era inmune a Irene Adler. Aunque era un comentario que se reservaría para sí.
Sabía la manera en que la mujer interpretaría eso.
Parte 2