El signo de los cuatro, capítulo 5

Dec 01, 2012 23:22

Como prometí, el siguiente capítulo del Signo de los Cuatro (aunque no, no es el final... Falta un capítulo más, sorry!)

El signo de los cuatro

Capítulo 5


BLOG PERSONAL DEL DR. WATSON

Mi amigo abrió la puerta de entrada de Garrison mientras yo vigilaba que nadie mirase. Lo hizo tan rápidamente que antes de darme cuenta ya estábamos dentro. Volvíamos a estar en el vestíbulo estrecho y polvoriento que comunicaba con la cocina- sala de estar, donde habíamos estado antes.

-¿Por dónde empezamos?- pregunté, mirando el caos que me rodeaba.

-Tú busca aquí abajo, yo iré a los dormitorios.

Y se fue escaleras arriba.

Empecé a buscar por los armarios y cajones.

-¡Sherlock! ¿Qué tengo que buscar exactamente? Lo bueno es que, con este desorden, Garrison ni se va a dar cuenta de que hemos estado registrando su casa… ¡Sherlock! ¿Encuentras algo?

Mi amigo no respondía, para variar, así que continué unos minutos, hasta que ya no sabía dónde más mirar, y decidí subir. Un pequeño distribuidor con tres puertas abiertas revelaba que el piso superior contenía dos pequeños dormitorios y un cuarto de baño. Sherlock estaba en la primera habitación, y tenía una caja metálica encima de la cama.

-¡Ya lo has encontrado! ¡Gracias por no avisarme, Sherlock! Me hubiera perdido la enorme diversión de rebuscar en armarios llenos de mugre y en cajones grasientos.

-No seas gruñón, John…- murmuró-. Estaba debajo de la cama, Garrison no se ha complicado mucho la vida buscando un escondrijo. Fíjate, se abre con cuatro llaves-. Levantó la caja, que estaba abollada y arañada, la sopesó y luego la agitó. Sonó un “tong tong” amortiguado-. La caja es pesada y muy resistente. Han intentado ab

rirla con un cuchillo, una maza y un disparo, sin éxito. ¡Una buena caja! Lo que hay en su interior no pesa mucho, medio kilo a lo sumo. Yo diría que son billetes y unas cuantas joyas.

-Y Garrison no tiene las llaves.

-No tiene las cuatro.

Sherlock se puso a gatear por la habitación, dando golpecitos con los nudillos por el suelo.

-…Por aquí…- dijo- …en alguna parte… debe haber una baldosa suelta…

Yo miré detrás de los cuadros, unas láminas campestres llenas de telarañas.

-Ya he mirado ahí. Espera, me falta mirar…- se puso de rodillas y observó la cómoda del dormitorio, una antigualla de cuatro cajones. Estudié el mueble con atención.

-¡Sherlock! ¡Tienes razón! ¡Hay marcas en el suelo, como si el mueble se arrastrara hacia adelante de vez en cuando!

Ambos nos abalanzamos sobre la cómoda y tiramos de ella hacia delante, dejando un espacio entre el mueble y la pared.

-¡Bingo!- exclamé, pues en el suelo había una pequeña caja de latón, una vieja tabaquera.

-Cuando el mueble está en su sitio, queda un hueco entre el cajón inferior y el suelo. ¡Lo tenemos, John!-. Sherlock abrió impaciente la caja.

Dentro vislumbré algo brillante. Tiré de la manga de Sherlock, gruñendo, para que me dejara ver.

-¡Son los topacios!- exclamé-. Los tres topacios de Mary.

-Recuerda que son robados, John, no te entusiasmes. No vamos a tocarlos; hemos acordado con Garrison que él se los entregará en persona a Mary.

-¿Y las llaves? Quizá las lleva encima.

-Es una probabilidad- admitió-, pero lo dudo mucho. Creo, más bien, que aquí debajo hay algo más.

Mi amigo palpó el fondo de la caja, una pieza negra de plástico. Forcejeó hasta lograr levantar una de las esquinas, y debajo, al fin, estaban las tres llaves.

-Tres llaves- murmuré-. Tiene tres de las llaves. ¿Dónde estará la cuarta?

-Sé quién la tiene- dijo Sherlock, poniéndose de pie y sacudiéndose los pantalones-. Pero Garrison nos debe una explicación, ¿no crees? John, coloca la cajita como estaba, vamos a hacerle una visita al “Patillas” a su trabajo. Si nos damos prisa, podemos estar de vuelta en Londres para la hora del té, y con el caso resuelto.

Y salió corriendo de la habitación, escaleras abajo.

-¡Sherlock! ¿Quién tiene la llave? ¿Qué me he perdido?

*      *      *

Media hora más tarde, estábamos delante del almacén de carne donde trabajaba Jack “El Patillas” Garrison. Estaba situado en las afueras del pueblo, y era un edificio de una sola planta, alargado, con un anexo en uno de los extremos, de construcción más reciente, que obviamente alojaba las oficinas. Sherlock entró con la mayor naturalidad por el portón abierto, donde estaban cargando un camión frigorífico. Yo le seguí intentando aparentar la misma seguridad.

-Sherlock… Creo que no podemos estar aquí- murmuré.

-Tú no dejes de andar. Actúa como si entraras aquí todos los días.

-Fantástico, van a pensar que somos inspectores de Sanidad.

Caminamos hasta llegar a una enorme sala de despiece. Decidí que era una suerte que ni a Sherlock ni a mi nos afectara la sangre: el suelo estaba completamente encharcado, con la sangre descendiendo lentamente hacia los desagües que había en el suelo cada pocos metros. Entonces me di cuenta de que destacábamos ligeramente entre toda aquella gente, que iba vestida con botas altas de goma, guantes de goma y mandil de plástico. Todos llevaban, además, una gorra con redecilla en el pelo y una mascarilla en la cara. Sherlock y yo nos miramos, sintiéndonos extrañamente desnudos en nuestra ropa de cada día. Un hombre, ataviado como los demás, se nos acercó.

-Buenos días. Estamos buscando a Jack Garrison…- dijo Sherlock, con su mejor cara de agente de seguros.

-Estoy aquí, Holmes…

Garrison se acercó a nosotros. Yo no le hubiera reconocido vestido de plástico y goma de la cabeza a los pies, pero sus cejas estaban fruncidas por la ira. Nos hizo una seña para que le siguiéramos y salió fuera, a la zona de carga por donde habíamos entrado. Se quitó la mascarilla, la redecilla del pelo y los guantes, y los dejó en un estante al lado del portón. Su cara estaba roja de indignación, y de nuevo temí por su tensión arterial.

-Pensaba que ya habrían vuelto a Londres, señores- nos dijo, masticando las palabras-. El tren de las 12 les hubiera venido perfecto.

-Ah, pero entonces nos hubiéramos perdido la explicación sobre esa caja metálica que hay debajo de su cama… y somos unos chicos muy curiosos.

Garrison perdió todo el color de golpe. Me acerqué a él y le agarré por el brazo. El hombre zozobró unos instantes pero enseguida reaccionó. Le ayudé a sentarse en una caja. Los otros trabajadores le dirigieron una mirada de preocupación, pero Garrison les tranquilizó con un gesto de la mano.

-Ustedes los londinenses siempre tan jodidamente metomentodos… -murmuró-. Veinte años escondido aquí, esperando, para que vengan ahora a descubrirme…

El pobre hombre tenía un aspecto lastimoso, pero Sherlock no le tuvo ninguna lástima y le habló con su tono más glacial.

-Le aconsejo que esta vez nos cuente la verdad, Garrison. El hecho de que el robo de la joyería haya prescrito no quiere decir que la policía haya decidido dejarle en paz para siempre. Estoy seguro de que un poco de vigilancia extra le animaría a mantenerse en el buen camino.

-¡Vigilancia extra! ¡Si aun tengo a esos malditos matones detrás de mis talones, siguiendo todos mis pasos!

Sherlock y yo nos miramos con el rabillo del ojo. O sea, que los matones de la banda sí habían dado con él en el pueblo, contrariamente a lo que nos había dicho antes. ¿Por qué seguirían detrás de él? ¿Pensaban que tenía el botín, después de tanto tiempo? Bastaba ver su ropa o su casa para darse cuenta de que era un pobre hombre.

-Está bien, les contaré la verdad, con una condición- clavó su mirada azul en nosotros, dura y afilada a pesar de la vejez y la debilidad-. Irán a la cárcel y hablarán con el jefe de la banda. Le explicarán la verdad. Y conseguirán que deje de molestarme, a mi y a mi madre. Quiero jubilarme y volver a Londres, al viejo barrio. Quiero vivir tranquilo. ¿Lo harán?

Sherlock y yo asentimos con la cabeza. Garrison suspiró, se levantó y se alejó un poco de la puerta. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas y empezó a hablar.

-Todo lo que les expliqué sobre Morstan es verdad, lo juro. Murió mientras dormía. Pero, además de entregarme los topacios para su hija, traía esa caja metálica. Y tres llaves. La suya, y la de los otros dos compañeros. Murieron un par de años antes que él, en un accidente, conduciendo un camión.

-¿Qué hay dentro?- pregunté.

A mi lado, Sherlock tenía la mirada perdida. Era como si estuviera oyendo una historia que ya conocía y de la que hubiera olvidado los detalles. Suspiré y concentré mi atención en Garrison, que no parecía tener muchas ganas de responder. Me acerqué a él, invadiendo su espacio personal, y susurré:

-El Detective Inspector Lestrade es íntimo amigo nuestro, ¿sabe? Una palabra mía o de Sherlock y su vida puede ser de nuevo… muy emocionante.

El viejo se apartó de mi como si le hubiera mordido. Escupió en el suelo y exclamó:

-¡Está bien, está bien! Antes de la joyería ya habíamos participado en un par de robos de la banda. Guardábamos el dinero para montar un hotel- se rió sin ganas-. Qué ilusos. Siempre quisimos montar un negocio, entre los cuatro. A veces, en Francia, hablamos de un refugio de pesca, al lado de un lago. En esa caja está todo nuestro botín. Cuando nos vimos exiliados, decidimos guardarlo hasta que pudiéramos volver a Inglaterra con seguridad. Encargamos esa caja, con cuatro cerraduras. Yo tuve que volver precipitadamente, los chicos me dieron todo el dinero que habían ahorrado en ese año de trabajo, pero la caja se quedó allí.

-¿No cogió su parte? ¿Por qué?- pregunté.

-Porque pensamos que aun no era seguro gastarlo, que levantaría sospechas. Dentro de la caja, además de dinero, hay unos papeles… Nos preocupaba que la banda acabara con nosotros, así que guardábamos algunos documentos que los incriminaban a ellos como organizadores de varios crímenes. Uno de ellos acabó con el asesinato de un policía. No creo que eso prescriba, ¿eh?

Sherlock enarcó las cejas. No soy muy ducho en leyes, pero conozco a un montón de policías. No, no creo que ese tipo de crímenes prescriban jamás.

-Explíquenos qué pasó cuando Joseph Morstan llegó a Inglaterra con la caja y las llaves- exigió Sherlock.

Morstan miró al suelo, huidizo. Di un paso en su dirección. Se sobresaltó y empezó a hablar, aunque era evidente que en aquellos momentos el hombre hubiera preferido que le quitaran una muela sin anestesia.

-Joseph apareció una mañana en mi casa, sin avisar, hace seis años, como les he dicho antes. Hacía muchos años que no nos veíamos, pero no parecía muy cambiado. Me contó que Jimmy y Aidan habían muerto en ese accidente, me enseñó la caja, y las llaves… ¿Y qué pensáis que me dijo entonces? ¿Creéis que me dijo: “Eh, Patillas, viejo amigo, ya hemos esperado bastante, vamos a gastarnos todo esto y a vivirla”? Pues no. El muy capullo quería DEVOLVER el dinero a la policía.

Sherlock y yo nos miramos, incrédulos. Esto ni siquiera él se lo esperaba.

-Estaba obsesionado con la idea de volver a ser un hombre “limpio”, y de regresar con su mujer y su hija. Se lo intenté quitar de la cabeza, su mujer no iba a querer saber nada de él, después de tanto tiempo. No se había vuelto a casar, pero ya sabéis, eso no quiere decir nada hoy en día. Y no me equivoqué, la tía no le devolvió las llamadas ni las cartas. Joseph se quedó en mi casa esperando inútilmente, cada día más deprimido y más enfermo.

-¿No escribió a su hija?- pregunté.

Garrison negó con la cabeza.

-Necesitaba hacer las paces con su mujer primero. Creo que le daba miedo ver a su hija después de tantos años. Me dio el collar de topacios, con instrucciones por si él moría.

-¿Y qué pasó con las llaves?- preguntó Sherlock con la misma voz dura de antes.

Garrison cerró los ojos, abatido. Me pareció que realmente apreciaba mucho a Morstan. Esperé no tener que oír que finalmente le había hecho daño. “Otra mala noticia para Mary no, por favor”, pensé.

-Discutimos. Luego me sentí culpable, cuando se empezó a sentir enfermo. Se sentía siempre mareado y le dolía la cabeza. Entonces aproveché para quitarle las llaves. Pero solo llevaba encima las dos de Jimmy y Aidan. Faltaba la suya, el viejo zorro me conocía y la había escondido nada más llegar. Yo le… forcé un poco a hablar, pero les juro que no le hice daño, solo le presionaba. Pero cuando le tenía casi convencido… fui una mañana a despertarle pero ya era tarde. Me quedé con la maldita caja y tres llaves.

-¿Y no tiene idea de dónde pudo esconder su llave?- preguntó Sherlock, con media sonrisa.

Le miré, extrañado, y él me devolvió la mirada, esa irritante mirada suya de “¿Ves, John? Tal y como yo te decía”. Solo que, como de costumbre, no me había dicho nada.

-La busqué por todo el pueblo, los amigos del pub preguntaron a todo el mundo en Londres, pero nada. Una fortuna debajo de mi cama y sin poder tocarla.

Un hombre se acercó a Garrison y le indicó con un gesto que debía volver al trabajo. Suspiró, aplastó la colilla con el zapato y cogió la mascarilla, los guantes y el gorrito.

-Me vuelvo al trabajo. Ojalá tengan suerte y encuentren la cuarta llave. Aunque devuelvan el dinero a la policía, me gustaría volver a ver el botín, ¿saben? Pero estoy seguro de que el viejo Joseph tiró la dichosa llave al Támesis, eso hubiera sido muy suyo.

Y, con un gesto de cabeza, nos dijo adiós y se volvió dentro de la fábrica. Sherlock se dio la vuelta y echó a andar en dirección al pueblo sin esperar ni un segundo más.

-¡Espera! ¡Sherlock!- grité mientras corría a ponerme a su altura. Los ojos de mi amigo brillaban, y eso solo podía significar que había resuelto el misterio.

Estábamos ya cerca de las primeras casas, y de la estación de tren (donde yo esperaba que nos dirigiéramos), cuando le cogí por el brazo y le hice explicarse:

-Tú sabes dónde está la cuarta llave, ¿verdad?

Sherlock mostraba su mejor sonrisa triunfal.

-¿No es evidente?

Gruñí. ¡Siempre igual!

-No. Para mi no. Así que explícate. ¡Ahora!

En ese momento la sonrisa de mi amigo quedó congelada en su cara de la manera menos natural. Alzó la mano hacia su cuello y se tocó algo que parecía un mosquito. Pero no era un mosquito, o era el mismo tipo de insecto que me picó a mi también justo entonces. Una niebla se posó en mis ojos. Alargué la mano para frotármelos, pero por alguna razón mi mano no encontraba la dirección exacta donde estaban mis ojos. No podía ver a Sherlock, y eso, de alguna manera, era lo que más me alarmaba. Intenté llamarle, pero la lengua no me respondía. De repente mis piernas dejaron de responderme también y empecé a caer, una caída larga, inacabable, que parecía seguir muchísimo tiempo después de que el sonido de un golpe seco, “cloc” llegara a mis oídos, y la niebla se volviera completamente negra.

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