Nuestra última carretera. 6. En memoria del viejo mundo

Oct 05, 2009 20:07

 

CAPÍTULO SEIS. En memoria del viejo mundo

It’s all a game, avoiding failure, when true colours will bleed

All in the name of misbehaviour and the things we don’t need

I lust for after no disaster can touch us anymore

And more than ever, I hope to never fall, where enough it’s not the same it was before

Nunca llueve al sur de California, decía aquella canción, pero es una mentira. Sam siempre tuvo ganas de llamar a Dean para decírselo: que allí, en Stanford, Palo Alto, llovía tanto como en cualquier otra parte o incluso más; llovía cada maldito día aunque no fuera en el cielo. Por supuesto, nunca llamó. Hoy, si estuviera allí, vería, bajo el azul plomizo, como el suelo se abre en dos, resquebrajándose justo desde el eje de la ciudad -como una broma de geometría y ecuaciones para el abogado, que fue de letras en aquella época universitaria tan lejana y mucho antes, ya desde el instituto-, creándose un precipicio entre norte y sur (como agua y aceite) y risotadas de demonios elevándose entre los edificios, cristalinas, casi puras como ángeles de cuentos, carcajadas de felicidad, carcajadas de fe. Si estuviera ahí vería decenas de casas fabulosas como una que siglos atrás consideró su hogar derrumbándose hacia el agujero, rompiéndose con la facilidad del papel que se dobla bajo unas manos. Tendría ganas de llorar por lo que cree que ha provocado y se culparía porque siempre ha sido su crítico más duro, su enemigo más cruel, siempre se ha atacado sin piedad, la inseguridad bajo la piel como un monstruo que no deja de crecer y el odio hacia sí mismo volviéndose tan denso que costaría respirar en un mundo que se consume…

×××

Sin embargo, ni Sam Winchester ni su hermano se hallan ahí; se encuentran en Denver, corriendo hacia el local infestado de demonios. Las pisadas suenan sobre la calle empedrada con la reverberación de una película clásica y frenan con brusquedad junto a la puerta, de cuya rendija brota humo negro, y antes de hacer siquiera ademán de echarla abajo, se abre con brusquedad y salen, dando bandazos a toda velocidad, demonios -eso piensan primero-, descontrolados, en un arranque de violencia irreal y exagerado. Quizá solo humanos, raros en el peor matiz de la palabra; Dean lo ve de repente muy claro cuando le vuela el cerebro al primer hombre que intenta atacarlo, sangrando por la boca y claramente desquiciado de cosas malas pero incluso así tiene los ojos azulísimos, absolutamente normales y eso solo puede significar que…

-¡Croatoan! -grita.

Sorprendido, apenas se escucha a sí mismo. El revuelo es enorme: decenas de personas se empujan, perdiéndose calle abajo, incluso chocando con las paredes del edificio de enfrente por la desenfrenada carrera. No sabe si disparar o no; no son demonios. Al final de la avenida despunta el sol como un hálito de esperanza y justo después la luz desaparece, tapada por un vehículo. Asoma un coche de policía que posiblemente debería estar haciendo la patrulla por ahí. Chirría al frenar y los urbanos bajan del coche, aturdidos, sacando las armas, y disparan cuando las dos mujeres enloquecidas se aproximan. Una de ellas cae al suelo, muda, la boca desencajada en una eterna mueca de rabia ciega; la otra alcanza su objetivo y le hiere en la cara. Dean no alcanza a ver qué hace exactamente pero juraría que le hunde los dedos en el oído hasta que la sangre sale disparada como propulsada. La escena pasa en apenas cinco, tal vez diez segundos, y el cazador consigue reaccionar tras deshacerse de un muchacho de dos balazos. Traga saliva e intenta pensar, racional, asustado, nada de esto tiene sentido.

-¡Es el virus de Croatoan! -repite, alzando la voz sobre el barullo, y busca a Sam con la mirada mientras golpea a alguien sin verlo. Lo descubre unos metros más allá, con la misma expresión de estupor que debe tener él e intentando abrirse camino hacia dentro del edificio. Cambia de idea cuando ya está en el umbral y la gente infectada deja de salir. Da media vuelta y suelta una exclamación de dolor al recibir un golpe en el pecho.

Dean intenta ir hacia él pero entonces el ruido aumenta más, si cabe. La mayoría de afectados ni tan solo lo han visto; solo han pasado a su lado, desbocados, acelerados, sin ápice de serenidad, como un caso extremo y deliberadamente paródico del virus, buscando callejuelas por donde escapar y seguir atacando. Los gritos, sin duda, atraen a más personas, sanas, y la gente de la calle pronto es contagiada, mordida, asesinada en medio de chillidos desgarradores. Todo se descontrola, volviéndose de locura. Escucha a Sam, millones de millas lejos, gritando que corran -no sabe a quién se lo dice, quizá a sí mismos, quizá a los que se acercan-, y en un par de segundos lo tiene a su lado, enorme, tirando de él con un brazo, las venas hinchadas del esfuerzo y la mandíbula apretada, joder, piensa, sí que ha crecido. Se deja llevar, disparando con sal a los salidos del infierno (alcanza a ver alguno, distinguible más fácilmente por el andar calmado que por las pupilas negras), tratando de no entrar en el objetivo de ninguno de los zombis, si es que pueden llamarse así, y saca la otra pistola, la que tiene balas de verdad, y continúa disparando. Son demasiados, piensa, y alcanza a ver el oficial de unos minutos antes, cuyo oído sangraba, desbordado de locura. Ha sido muy rápido, comprende, aterrorizado, mucho más rápido que la otra vez, no se parece en nada.

-¡Pásame una pistola! -vocifera Sam contra su oreja, rozándole con los labios, arrastrándole aferrado a su cazadora. Dean trastabilla mientras le pasa la que tiene de repuesto en el bolsillo de los vaqueros-. ¡A la izquierda, tenemos que…!

Se interrumpe a sí mismo al escuchar disparos provinentes del otro de la calle, de un armero de rostro desfigurado por el pecado junto a la puerta de su establecimiento. Carga el rifle -¿marca Winchester?- y dispara con precisión letal. Sam estira de su cazadora con más fuerza, atrayéndolo contra sí, y luego los dedos aflojan la presión, repentinamente, casi con pereza, y tropieza, haciendo más lenta la carrera. Dean se gira con brusquedad, trastabillando con su cuerpo, casi perdiendo el equilibrio, para mirarle. Sam se lleva una mano a la sien, recuperando el ritmo, es decir, sin dejar de volar más que correr, y le surge una abrupta línea de sangre allí donde tocan sus dedos.

-¿Te ha dado? -inquiere, y se nota palidecer, y piensa no, ahora no, por favor.

-Solo me ha rozado -contesta, los ojos muy abiertos, y se desvía hacia la izquierda en el siguiente cruce como si supiera exactamente dónde va, adentrándolos a ambos en una callejuela oscura.

Hasta ese momento, se percata Dean, habían estado siguiendo a la multitud -¿cuántos?, ¿treinta, cuarenta?- enloquecida, pisándoles los talones, disparando a los caídos y a los recién infectados, y está claro el motivo: si dejan que se escapen contagiarán pronto los suficientes como para que ya no sean capaces de controlarlos, y Denver es grande, y luego de Denver quizá… Se obliga a no seguir por la vereda del pesimismo y ambos recuperan el aliento, exhaustos, cubiertos de sudor. Al final hay una escalera de incendios y una verja metálica. Podrán huir por ahí en caso de que… dicho y hecho, más de cuatro hombres frenan, a punto de derrapar con las suelas, al verlos, o olerlos, quién sabe, y retroceden a toda prisa hasta la escalera. La suben a ritmo frenético, de espaldas, a trompicones, agotando la munición de una de las pistolas en sus cuerpos. Quedan en posiciones completamente estáticas sobre los escalones de metal, cubiertos de polvo y ahora también de sangre roja. Sam se tambalea, confuso, agudizando el oído. Desvía la vista a su hermano, un par de peldaños más arriba. A lo lejos se escuchan gritos (entienden un par de frases entre la locura, ‘¡que alguien llame a la policía!’, y ‘dios mío, dios mío’, a voces horrorizadas).

-Déjame ver eso -dice Dean, y baja un escalón. Le sujeta la cara con ambas manos antes de que Sam proteste y le alza el rostro hacia él, ladeándolo. La herida es mucho menos superficial de lo que creía. Debe doler muchísimo, pero Sam se deshace de él despacio, tocándole los brazos. Contiene una protesta y cambia lo que iba a decir-. Es imposible que estés bien. Deberías…

-Dean, no hay tiempo -interrumpe, bajando las escaleras. Realmente desesperado cuando se da la vuelta para hablarle-. Estoy bien. Pero no podemos dejar que siga, es…

Hay un estruendo en la lejanía y alguien evoca un chillido sobrehumano. Ambos dan un respingo. Sam comprueba la carga del arma con un gesto mecánico y se apoya contra la pared. Comparten una mirada que lo dice todo y echan a correr sobre sus pasos hasta la calle principal, la del local, encontrando nada más que destrucción, porque ¿hay acaso un sinónimo mejor para la destrucción que el pavimento roto con el borde de una baldosa manchado de una masa sanguinolenta? Dean contiene una arcada. Trotan, siguiendo el ruido, entre un par de callejas, hasta desembocar en una plaza. La luz los ciega un instante de pánico.

Ver la realidad es incluso peor que no verla. El lugar fue idílico minutos antes, seguro: una fuente preciosa en el centro, rodeada de ángeles de piedra -irónico-, árboles junto a la hilera de bancos marrones y el suelo empedrado de piedra blanca. Hay farolas de estilo gótico junto a las portaladas de madera de los edificios. Un par de bares abiertos, con las mesitas rodeadas de sillas y sombrillas para evitar que moleste la luz del atardecer rojizo… La plaza gotea muerte por las costuras deshilachadas. Junto a la farola más cercana hay una mujer embarazada abalanzada sobre el hombre a su lado, posiblemente su marido (no deja de gritar ‘¿qué haces?, ¿qué haces?’, aterrado); le desgarra la vena carótida de un mordisco y la sangre mana a chorro, manchándole el cabello rubio y los dientes blancos. El hombre cae, en una posición completamente antinatural, gimiendo contra la farola. La mujer embarazada gira la cabeza, enseñando los labios manchados de carne humana, y corre, el vientre bamboleándose, persiguiendo a otra persona. Al fondo hay un supermercado pequeño, de barrio, con unas brillantes letras en su fachada que desentonan con el aspecto antiguo del resto. En aquel momento deben estar bendiciéndolo, los que hay dentro, los supervivientes, apilando cajas contra las puertas de cristal que apenas resisten las acometidas del grupo enloquecido.

Dean dispara el arma en el instante en que rompen el cristal, y curiosamente, logra atraer la atención de la mayoría de los que atacan. Se humedece los labios en un gesto nervioso al darse cuenta de que le quedan pocos cartuchos. Tiene un pensamiento irracional, repentino, como un fogonazo: ¿es que van a tener que acabar con toda Denver? Es una locura, no van a poder, tiene que acabar ahí, en esa plaza, no pueden dejar que se expanda… Sam rodea la enorme fuente a grandes zancadas, acercándose al establecimiento, con una puntería que no tiene nada que envidiar a nadie. Dean acorrala el resto contra una esquina. A cada golpe de gatillo le sigue un sonido seco de un cuerpo que se desploma contra el suelo. Intentan acercársele, erráticos, pero es fácil esquivarlos y todavía más fácil matarlos con plomo porque no dejan de ser personas. Suena un clic que le indica que se le han acabado las balas y algunos de los infectados, repentinamente, huyen calle abajo. Saca la última pistola y adelanta un paso para que nadie más se largue.

-¡Sam! -Se hace daño en la garganta al llamarle. Su hermano, medio cuerpo abocado sobre la puerta rota del supermercado, saca la cabeza, preocupado, sigue su mirada y maldice en voz alta y corre hacia él para seguir a los que escapan-. ¡Se va a convertir en la secuela de 28 semanas después, Sammy!

-¡Odio esa película! -le grita sin aliento, reprimiendo una sonrisa, y se pierde calle abajo.

-¡Porque te daba miedo! -responde todavía, sin aire, al tiempo que apuñala al zombi que tiene delante. Ya no escucha una contestación, esta vez, y tiene miedo.

Se ocupa de los que quedan y da media vuelta a tiempo de ver como del supermercado todavía salen algunos. Parecen quedarse sin pilas; volverse más racionales por un momento, porque no hacen ademán de atacarle. Dean no se confía pero deja de disparar. Solo quedan tres: la mujer embarazada, un muchacho negro y el armero de antes, que los ha seguido hasta aquí. Tiene los nudillos sangrantes.

-Esto es siniestro -murmura entre dientes, esperando algo, cualquier cosa, una reacción. Se separan a pasos lentos, los tres, y otro ruido sibilante le llama la atención. Es el hombre que ha sido atacado antes. Sigue vivo-. ¡Eh! ¡No te muevas, no te muevas!

Demasiado tarde. Pierden el control y tiene que correr a mil por hora para detener al armero. El muchacho negro huye calle abajo -piensa en Sam fugazmente, que todavía no ha vuelto; no ha pasado mucho, se dice, pero no puede evitar angustiarse-. Solo queda ella. Sam vuelve en ese preciso instante, precedido de un chasquido. Tiene la sudadera muy sucia y se acerca al hombre con cuidado.

-Lo siento -consigue decir Dean a media voz, y aprieta el gatillo contra ella justo cuando se abalanza sobre él. Cae a unos centímetros del hombre, con la mirada vidriosa. Él gime como si el dolor fuera suyo.

Se hace un silencio horrible y muerto. Los cadáveres les rodean por completo, tendidos sobre la blancura de las baldosas en posturas dolientes y perdidas. Dean alza la barbilla, tocado, y ladea la cabeza. La escena va a quedarse grabada en la retina para toda la eternidad. Se encuentra con la mirada de Sam, acuclillado junto al superviviente, el único maldito superviviente, y se miran, se miran, como reyes de la nada y mendigos de la vida. El hombre se sacude, rompiendo el silencio en un sollozo desgarrador. Ambos tardan en reaccionar, chocados, y lo único que quisiera Dean en aquel momento, cuando ve las lágrimas asomando en Sam, no es la salvación, ni el fin del Apocalipsis; lo único que quiere es protegerlo de esa corrupción que apesta y que aprieta los pulmones… Tropieza con la pierna de alguien y casi pierde el equilibrio. Tiene los ojos humedecidos también cuando se pone en cuclillas junto a ambos, callado. Saben lo que tienen que hacer.

-¡Ayudadme! -Jadea de dolor-. ¡Ayudadme!

La voz se le quiebra de lo alto que chilla y Dean se muerde los labios. Sam es quién lo mata, sin avisar; solo un disparo certero al pecho y se aleja hasta la esquina, suave como una sombra. No se escucha nada y curiosamente ese el peor presagio de todos. Es un pájaro de mal agüero, toda esta soledad marchita y mustia y acabada. Se obliga a pensar con claridad. Ni siquiera hay gritos. ¿Están todos muertos? Sam parpadea y vuelve sobre sus pasos, hasta quedar frente a él.

-Sam, ¿los has matado? -pregunta, ronco-. A los que huían.

-Sí, claro... -Cierra los párpados un largo segundo.

-Entonces -dice, despacio, sintiendo que nada de lo que están diciendo tiene sentido- hemos ganado.

Sam sonríe, bajando la vista. Está muy pálido y acentúa un poco más la sonrisa débil.

-Esto no es ganar, Dean… Esto no es ganar para nada…

Se lleva una mano a la cara y se le sacuden los hombros una sola vez en medio de un sollozo que no llega a oír. No sabe qué decirle. Alarga una mano hacia él, apoyándola en su brazo, y tira de él un poco. Sam vuelve a deshacerse de él, como antes, en el callejón, y no sabe por qué pero le duele. Aguanta sin cambiar de expresión, sintiendo una punzada, y respira hondo. Sam levanta la cabeza. Tiene lágrimas en las mejillas enrojecidas.

-Deberíamos comprobar que no nos hayamos dejado a ninguno -comenta, seco, la voz áspera-. Y… no sé, llamar al r-resto de cazadores. A Bobby. Saber por qué ha surgido un brote de Croatoan aquí y si ha surgido en más sitios…

-Vale, Sammy -interrumpe-. Vale.

Lo piensa, clavando la vista en el pavimento. ¿Es ganar esto, matar a los tuyos porque sino te matan a ti? ¿Es ganar esto para alguien? No lo entiende. ¿Quién quiere un mundo destrozado? ¿Quién puede arreglarlo?

×××

Denver cae esa misma noche, ardiendo, un nuevo brote descontrolado. Los cazadores tienen que huir. Por primera vez, la táctica de atacar no funciona. Se esconden en una granja cercana, a las afueras. Los habitantes no están ahí -y tienen la sensación de que no van a volver-. Han tenido que salir de la ciudad, magullados, encontrándose con centenares, quizá miles, agrupados como en una manifestación, sin capacidad de pensar, solo matar, oler la sangre como tiburones y arrancar a dentelladas los miembros de los que consideraste tu familia. Han tenido que huir como cobardes, sin poder hacer nada para evitarlo. Han venido más cazadores al encuentro. Ni por asomo consiguen parar la infestación. Ni por asomo.

Por primera vez en mucho tiempo, los cazadores tienen que retroceder. Sam y Dean chocan una cerveza, esa noche, sentados en el alféizar de la ventana más alta del granero, observando como, literalmente, arde Denver, quemada, quién sabe por qué. El aire huele a humo que promete gloria en el infierno. Brindan en memoria del viejo mundo, no hace falta decirlo, sin munición ni energía pero se tienen el uno al otro, y esa noche, no solo en memoria del viejo mundo, se besan sin preguntas ni necesidad de respuestas, se besan por que gracias a dios, de verdad, es lo único que quieren y al mismo tiempo lo único que les queda.

serie: supernatural, fanfic: nuestra última carretera, no puedo respirar de la emoción, fanfics

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