Jun 15, 2009 23:10
CAPÍTULO UNO. Hoy, ni ángeles ni demonios
I wanna see it painted, painted black
Black as night, black as coal
I wanna see the sun blotted out from the sky
I wanna see it painted, painted, painted, painted black
No hay tiempo para la calma, al igual que no hay descanso para los malditos. Dean no dice nada salvo un ‘vámonos’, el aliento encallado en la garganta y respirando como un animal herido cuando le agarra de la chaqueta. Su hermano mira el círculo de sangre con una expresión parecida a la fascinación. Exhala una frase a media voz:
-Está viniendo.
La virgen. Dean no escupe la broma que tiene en la punta de la lengua (deja los orgasmos para luego, Sammy) porque le falta el aire, los nervios arremolinándose en el estómago, tan asustado a su pesar que hasta sería capaz de reconocerlo. No es exactamente miedo de Lucifer; después de haber visto más horrores de los que se acuerda podría decirse que está curado de espantos. Está aterrorizado, sin embargo, de que Sam se cambie de bando. Y el brillo en sus ojos no ayuda a tranquilizarlo.
Hay un estallido de luz blanca -completamente contradictoria; durante un instante eterno los dos esperan que salga Dios y les diga que él es el malo de la película- y bajo sus pies el suelo se pone a temblar como a cámara lenta; Lucifer despertándose con un terremoto arrollador, el humo negro escapando por la primera grieta, anunciando que va a salir de casa tras quién sabe cuánto tiempo encerrado a cal y canto.
-No podemos quedarnos a mirar -gruñe Dean, ligeramente más serio y menos sarcástico de lo que le gustaría, arrugándole la camiseta en un puño para tirar de él.
Sam asiente fervientemente una sola vez, perdiendo el equilibrio un momento y dando apenas dos pasos. Y entonces la escena deja de parecer ralentizada y adquiere una velocidad trepidante, peligrosa, como si alguien hubiera pulsado el botón de fast forward en el reproductor de vídeo.
El suelo se resquebraja por la mitad y se abomba hacia arriba como el vientre de una mujer embarazada, rompiéndose violentamente cuando es más que un montículo, y partes de él chocan contra el techo, fragmentándose, saliendo disparados en mil direcciones. La noche se llena de chillidos sobrecogedores que provienen de la espesura que brota de allá abajo. El altar donde ha muerto Lilith también se rompe, primero en dos y después en múltiples pedazos, de una forma extraña, como si la presión en el aire hubiera aumentado hasta destrozarlo. Uno de los trozos, del tamaño de una piedra, alcanza a Sam en el hombro, hiriéndolo. Ladea el cuerpo por el impacto, más sorprendido que dolorido, y otro fragmento, más grande esta vez, pasa justo donde antes estaba su cabeza. Se estrella contra la pared del fondo y hace un boquete.
Sam dirige una mirada confusa a su hermano, las lágrimas todavía bullendo en los ojos. Tiene una sensación extraña, como si alguien lo llamara. Siente que la oscuridad lo atrae, bloqueándole el resto de pensamientos. Dean vuelve a tirar de él con fuerza y musita unas palabras que no logra oír por el estruendo de su alrededor. Es la mirada lo que le hace despertar bruscamente.
-Corre -vocifera Sam, y no se oye ni él, pero…
Pero Dean asiente y ambos reaccionan a la vez, casi sincronizados, y echan a correr hacia la salida rodeando el enorme agujero que sigue abriéndose hacia dentro, la neblina espesa como el alquitrán envolviéndolos. No ven más que oscuridad que se mueve. La puerta aparece ante sus ojos milagrosamente (¿o solo es el humo con una forma que recuerda una puerta?) y cruzan el umbral jadeando, el edificio hundiéndose porque joder, de sus cimientos está saliendo el puto Demonio, en mayúscula y con carteles de neón, y parece que el mundo se esté abriendo en dos para dejarle paso. Llegan a la salida, Dean delante, Sam pisándole los talones, el Impala mal aparcado en la acera de enfrente.
-Ese tío -replica Dean sin aire mientras sube al coche y lo pone en marcha en tiempo récord- es más grande que tú, Sam.
Sam le dirige una mirada estupefacta y se abrocha el cinturón, sin sonreír, levemente ausente. Aunque, por qué no decirlo, algo se ablanda dentro de sí.
×××
El Chevrolet vuela sobre la carretera, poniendo tanta distancia como pueden entre ellos y el malo. La carretera es del Impala pero la ciudad sucumbe en las tinieblas al más puro estilo película mala de vampiros. Sam observa por el retrovisor cómo el edificio se desmorona, el humo negro ya rodeándolo casi por completo y dispersándose por encima de la ciudad. Las luces parpadean intermitentemente y se apagan. Podría pasar por un apagón. Las muertes ya no serán tan fáciles de disimular… si es que hay alguien que quiera disimularlas ahí arriba.
-Deberíamos volver -musita Sam al cabo de poco.
-¿Para morir? -espeta Dean con rapidez, sin esperar respuesta. Niega rotundamente-. No, Sam.
Hay algo extraño en su voz. Sam no está seguro de qué es, pero suena como si lo dijera por obligación. Conduce sin música y las manos aferradas al volante con tanta fuerza que los nudillos se han vuelto blancos. Una leve arruga entre ceja y ceja; queriendo estallar.
-Yo -aclara débilmente. La culpa sabe muy mal entre los labios. Aguanta las lágrimas como puede-. Yo debería volver.
-Por qué -inquiere secamente.
-Joder -Lo mira boquiabierto. Si es una táctica para hacer que reconozca lo que ha hecho mal, desde luego es buena-. Yo he provocado eso. Dean, toda esa va gente va a morir, vamos a perder la guerra por mi culpa -gesticula con las manos, la voz quebradiza-. Por no haberte hecho caso.
-No ha sido tu culpa -dice. Segrega bilis-. Lo vamos a arreglar.
Otra vez esa sensación extraña. ‘Lo vamos a arreglar’, ha dicho, pero ha sonado a ‘déjalo ya, no lo estropees más’. Sam baja la cabeza.
-Da media vuelta -ordena, aunque es más bien una súplica. Dean no responde-. Tú también vas a morir si seguimos -añade, mirándose las rodillas sin verlas-. Y ahí se acabará todo.
Dean suelta una carcajada carente de humor y da una palmada inconsciente al volante, como si hubiera oído demasiado, haciendo que el coche pierda momentáneamente el rumbo. Explota como una bomba de relojería. Vomita la mitad de lo malo que guarda y hiere más que un cuchillo.
-No acabará nada -grita, irritado, dolido, hastiado-. ¿Acabó algo cuando fui al infierno? Estaba Ruby para sustituirme, ¿no? No te hacia falta nada más, ¿no, Sam? Confiabas más en ella que en mí. Y ahora, ¿ahora qué? ¿Qué somos, Sam? Ya no somos hermanos, ya no eres mi hermano así que dime, ¿acabará algo? ¿Acabó algo cuando me morí?
Dean sabe con la certeza propia de los iluminados que la ha jodido. Echa un vistazo a Sam, arrepintiéndose de inmediato, esperando la avalancha, los gritos, un puñetazo, quizá el adiós definitivo, pero Sam no ha levantado la vista. El pecho le sube y le baja con más rapidez.
-Acabó todo -contesta con voz ronca, más para sí mismo que para su hermano-, empezando desde dentro…
El Chevrolet Impala del 67 frena. Permanece quieto en la cuneta unos diez segundos y después, con suavidad, da media vuelta y acelera por la carretera. Que si tienen que morir, que sea luchando como los soldados que son. Es la guerra, y son dos contra el mundo, siempre dos (y a lo mejor hasta se alzan vencedores; Sam perdió la esperanza pero ahora Dean la tiene hundida en lo más hondo del pecho).
×××
Sería una muerte segura si los demonios les prestasen cinco segundos de atención, pero no lo hacen. A ratos les miran, cuando chocan contra ellos o mueren entre sus manos las primeras veces (después del cuarto, deciden ahorrar energía para el jefe). La ciudad ha caído bajo el poder del mal: se sienten como supervivientes tras un holocausto. Quizá sea así. O quizá Lucifer tenga un as en la manga, allí de pie entre sus súbditos que lo observan fascinados, rindiendo culto a su dios desnudo, gimiendo y rogando por tocarle pero sin atreverse, guardando distancias, dejándole un enorme pasadizo entre él y los Winchester, como un desfile.
-Lucifer -susurra Sam. Dean tiene un escalofrío.
El mal personificado es un ser negro. Tiene forma humana en parte: cabeza, torso y extremidades. Ahí se termina cualquier parecido. Las venas sobresalen del cuerpo, como si estuviera apretando los músculos, marcadas con negro sobre más negro. El rostro es ovalado, con unas extrañas arrugas alrededor de los ojos, como si éstos hubieran sido arrancados e incrustados en el cráneo en repetidas ocasiones hasta formar unas maltrechas cuencas. Sin embargo tampoco es correcto calificar de ojos a los dos orbes que parecen contener un líquido espeso como el petróleo. No tiene cabello ni órganos sexuales, y al final de los brazos los dedos se tuercen en garras.
Los observa desde cierta distancia y sonríe, mostrando una hilera de colmillos. Dean se percata de que tiene la misma altura que Sam. Le parece el peor augurio que podía haber. La lengua de Lucifer, de aspecto muy viscoso, asoma un instante en la comisura de los labios.
-Anticristo -dice muy despacio. Su voz es baja pero Sam tiene la sensación de que podría oírse a kilómetros a la redonda por el absoluto silencio que los rodea. Lucifer extiende un brazo, como señalando a los congregados; los músculos moviéndose como serpientes bajo la piel-. Te doy las gracias.
Sam aprieta la mandíbula, sin palabras. Aprieta la pistola entre los dedos, tan fuerte que cruje, aunque no dudará en tirar el arma y usar sus poderes de película de superhéroes contra el demonio. ¿Servirá de algo?, se pregunta.
-Acércate -susurra. No se había dado cuenta antes pero de la boca le brota vaho grisáceo. Veneno-. No reniegues de tu destino, Sam Winchester.
Y el muy desgraciado tiende la mano hacia él. Y Sam Winchester, por todos los dioses, no se ha sentido más cabreado en toda su vida, porque está harto de equivocarse, está harto de que le digan qué tiene que hacer, está quemado, está, como diría su hermano, hasta los huevos de esa mierda.
Da un paso hacia él, temblando de rabia. Dean da un paso también, como un autómata, a su lado, y Sam se siente infinitamente agradecido. Le gustaría decirle ‘de esto me ocupo yo, por una vez, Dean, deja que yo me haga cargo’, pero la realidad es que tiene tanta rabia como miedo porque está seguro de que esta noche acabará y, ¿la verdad?, prefiere sentirse acompañado en sus últimos momentos.
-Voy a decirte algo, Anticristo. No intentes nada -Ahora habla como si tuviera un megáfono-. Morirías antes siquiera de llegar a tocarme.
Sam le ignora, más consciente que nunca de lo que le rodea, y alza la pistola absurdamente (no cree que la sal funcione de mucho) hacia él. Nota las miradas de los demonios fijas en Lucifer, como si no hubieran notado que lo está amenazando. La mirada de Dean resbalando de uno a otro, apuntándole también. Empieza a llover repentinamente. Le parece esperanzador, en cierto modo.
-Te propongo algo -gruñe Sam entre dientes, considerando que quizá no resulte muy favorable comenzar un trato a punta de pistola-. Os ayudaré. Me voy con vosotros. Me transformo en demonio. Lo que sea.
Dean responde a renglón seguido, a gritos.
-¿Qué diablos dices, Sam? ¡No!
Sam ignora a Dean esta vez, esperando la contestación de Lucifer. Espera un ‘¿a cambio de qué?’, o quizás un ‘está bien, ya que me has sacado del agujero, lo mínimo que puedo hacer es negociar contigo, Anticristo’. Lo que no se espera Sam es que Lucifer diga, con férrea convicción:
-Ya eres de los nuestros.
Contiene una palabrota (y casi podría jurar que Dean está aliviado).
-Muy bien, entonces -Es veloz como el rayo y se le ocurre una locura-, entonces, tú y yo, una batalla. Que gane el mejor -Procura poner su tono más estudiado, el más frío. Le sale asombrosamente siniestro pero está seguro de que la mirada brillante le delata.
-Ni de coña, S…
-No -espeta Lucifer. Casi divertido.
Sam se estruja los sesos, la boca entreabierta, buscando una solución.
-¿Entonces qué? -pregunta a la desesperada.
-Entonces asume lo que eres y da un paso hacia delante.
-¿Y Dean?
-Mátalo.
Sam jadea de pura frustración. Considera la opción de dispararle, solo por probar a ver qué pasa.
-No voy a hacerlo -afirma con una mueca.
-Muere tú también -dice Lucifer. Los demonios siguen sin mirarlos, pero están diferentes. Alertas ante la mínima orden.
-Sam -sisea Dean. Se rozan brazo contra brazo-. Haz…
-¡No voy a hacerlo! -grita.
Se miran un segundo. Y repentinamente, se le ocurre qué hacer. Como si se le hubiera encendido la bombilla. Una acción a la altura de los hechos. Una última locura.
-Improvisa, Dean -susurra.
Alza la mirada hacia Lucifer, armándose de valor (o estupidez). Baja la pistola ligeramente y luego se la lanza con toda su fuerza, y lo mejor, joder, lo puto mejor es que le golpea en la barbilla, y Lucifer está tan sorprendido que ha valido la pena solo por su cara. Esa es la parte buena. La parte mala, sin embargo, es que tan pronto como la pistola abandona sus dedos para dirigirse a Lucifer, los demonios se alzan furiosos, chillando, el silencio se rompe en mil pedazos y se dirigen hacia él, que ha alzado la mano, y por un momento parece que funciona porque el mismísimo Lucifer, el Señor del Mal, el Más Grande Hijo de Puta Jamás Habido interrumpe su andar tranquilo, ensancha la mirada todavía más y escupe sangre. Sangre roja. Es un instante ínfimo y es apenas una gota granate cayendo de su labio al pavimento, pero por un momento Sam ha creído que iba a poder.
Después escucha disparos; oye a Dean gritando algo que no entiende y justo un segundo más tarde la escena se difumina en negro cuando un demonio le atraviese el estómago de un plumazo. Flexiona las rodillas hacia delante hasta tocar el asfalto, boqueando de dolor, y escucha a Dean vociferando su nombre con la voz en la garganta. Qué estupidez haber creído que podían vencer. Qué estupidez haber llevado a Dean a la muerte. Qué estúpido ha sido.
Todavía nota un dolor lacerante en el hombro y ve miles de rostros desquiciados abalanzarse sobre él antes de…
Qué estúpido ha sido.
×××
Dean se vuelve loco.
No es una forma de hablar: se le ha ido la pinza, se le han cruzado los cables, ha perdido la chaveta, como prefieras decirlo. El caso es que llena de sal a tres chavales, dos mujeres y cinco hombres milagrosamente, sin importarle si mueren o no. Todavía ve, por el rabillo del ojo, el cuerpo negro de Lucifer andando entre sus súbditos como si flotara, pero mantiene la mirada fija en el cuerpo de Sam, que ha dejado de moverse. Los demonios le empujan, se ríen, y Dean se pregunta, en un instante de lucidez, por qué no lo atacan. Qué puta tortura es esta. No le dejan llegar. Le vuela la tapa de los sesos a alguien y avanza un par de pasos más contra la marabunta, notando que le falta el aire. Solo es sugestión, se dice, intentando calmarse (no lo logra, desde luego). Recuerda una frase de John Winchester: Ten mil ojos, Dean, están en todas partes, le dijo un par de veces. Joder, papá, piensa él rayando la histeria, si tuviera mil ojos seguiría mirando a Sam con todos ellos, papá, no se mueve, no, no, no. Otra risita chillona a su derecha (dispara sin mirar, cagándose en la madre que los parió, blasfemando contra cielo e infierno y blasfemaría contra más si hiciera falta). Vuelve a tomar otra bocanada de aire y su respiración sibila peligrosamente. Le duele muchísimo el pecho; más de lo soportable, de hecho, pero Sam está a tres pasos. Tan lejos. Solo son tres pasos. Tropieza con sus propios pies y descubre que su coordinación está fallando. Qué importa.
-Sam -dice en voz alta-. Levántate, Sammy, tenemos que irnos.
Un empujón a su espalda y casi lo agradece porque al caer está muchísimo más cerca de Sam. Ve su chaqueta entre los pies de los condenados. Apoya una mano en el pavimento y nota algo cálido y pringoso: sangre. La cabeza le da vueltas y no puede respirar. Descubre que la sangre del suelo es suya; que brota de su pecho. Intenta levantarse otra vez y las fuerzas le fallan.
-Sam-m… -repite vacilante, la boca tiñéndose de rojo. Se está ahogando. Todo se vuelve borroso. Algún hijo de perra le golpea las costillas.
Alarga una mano hacia su chaqueta, agonizante. La roza con la punta de los dedos. Sam no se mueve. Bajo él otro charco de sangre que se expande y acaba uniéndose al suyo propio. Una luz blanca los alumbra de golpe. Quiere levantar la vista para ver qué es. No vale la pena gastar su último hálito en eso, decide vagamente. Qué más da, si ya está muerto. Si ya están muertos los dos. Aprieta sin fuerza la manga de Sam entre los dedos, notando todavía el calor de su cuerpo a través de la ropa. La luz alumbra mucho. A lo mejor solo es una farola a la que le ha vuelto la corriente eléctrica, piensa, amargo como la hiel.
serie: supernatural,
fanfic: nuestra última carretera,
fanfics