Anoche tuve ganas de escribir. Y lo hice. En el otro blog que tengo: uno sobre tabaco llamado
Flores de Humo. Y salió esto.
Cuando uno arranca un blog sobre tabaco, no piensa en hablar en él de su propia vida. Eso queda detrás del parapeto visible, masticando el umbral de la confianza y las personas con las que te ves con una regularidad estimable.
Ah, pero es que no todos los años se te muere un padre. Y no todos los días se cumple un año desde que cerró los ojos.
El pasado 17 de junio, el de 2009, estaba desandando los kilómetros hacia Alicante que dos días antes había hecho hacia Málaga. Atrás habían quedado dos semanas de hospital y observar a un ser humano que siempre pareció una roca irse lentamente abajo, como se derrite un flan fuera de la nevera. En mayo, su dolor de espalda era oficialmente ciática. A principios de junio, resultó ser una metástasis cervical. Obviamente incurable. Lo que nadie esperaba es que fuera también fulminante.
Al 17, 18 y 19 de junio pertenecen las escenas para las que no estaba preparado y que sin embargo tomé con una fortaleza aterradora: seguro de defunción, recogida de cadáver, tanatorio, elegir ataúd, firmar los papeles, un señor mayor en una caja, un horno crematorio, una urna, un poema y el mar.
Desde el 20, empezó el resto de mi vida. Una vida que navegaba razonablemente bien entonces, y que desde entonces se asentó un poco más e incluso mejoró con un nuevo trabajo en un sitio estupendo, que conseguí apenas unas semanas después gracias a mi padre. Sí. Yo sé que fue él quien movió los hilos e hizo que me contrataran después del junio infame. Lo sentí. Su regalo de despedida. Soy un ateo crónico que sintió esa presencia invisible durante unas semanas, las justas para reencauzar mi vida y después, irse.
Desde entonces, es cuando de verdad he sido huérfano. Y sólo desde entonces, hemos tenido que comunicarnos a través de los que nos une y le mató: el humo.
Mi padre y yo pocas veces fumamos juntos. Él pertenecía a la funesta cuerda del cigarrillo, y mi madre no le permitía fumar en casa salvo en la consabida terraza. Así que mi padre se sentaba en su sillón de mimbre de la terraza, y fumaba sus cigarrillos en paz, deteniendo el tiempo, sin pensar en nada o tal vez pensando en todo, en tantas cosas, ya no importa demasiado. Cuando yo vivía aún en casa, yo no fumaba en absoluto. Es más, mi madre había cincelado en mi mente el talibanismo de quien ha dejado el tabaco y yo percutía su brazo ejecutor molestando y presionando a mi padre para que lo dejara. Hubo una vez, tendría yo 8 ó 9 años, en que incluso le rompí una cajetilla de cigarrillos para que no fumara. El par de hostias posteriores me hizo comprender una lección: nunca le rompas la libertad a un hombre.
Después emigré, volvía ocasionalmente, no había punto de contacto. Sin embargo, cuando empecé a fumar en pipa, sí me sentí con fuerzas de hacerlo público, e incluso hacerlo en casa. En el sitio en el que a mi padre jamás se lo habían permitido. Ahora me doy cuenta de la crueldad que suponía encender una pipa repleta de un Samuel Gawith en el salón y que mi padre emergiera de su siesta con ese olor inundando el pasillo. Mi padre nunca protestó por el doble rasero: siguió fumando en la terraza mientras yo fumaba cómodamente recostado en el sofá. Lo más parecido a una protesta era cuando me miraba socarrón y me decía,
- a ver cuándo me das una pipa para que yo fume también.
Hasta en eso fue buena persona.
Fumamos pocas veces juntos, decía. La primera y última vez que verdaderamente conversamos fumando fue una mañana de sábado que mi madre trabajaba. Ahora no recuerdo ya si era abril o diciembre: la memoria siempre se hace bruma. Sé que hacía sol, la temperatura era primaveral -nada extraño en Alicante-, y fuimos a dar un paseo juntos. Yo cargué una Vauen billiard negra con un tabaco aromático regulero, y caminamos por la ciudad hasta llegar al mar, a la vuelta nos sentamos en un banco a la sombra, y fumamos y hablamos. No recuerdo ya de qué. Sólo recuerdo ese sol, ese cielo, esa luz, ese lugar, y mi padre allí sentado, liando su cigarrillo, mientras yo echaba humo por la pipa y la gente nos miraba, curiosa. Un liador de cigarrillos y un pipero, vaya dos elementos extraños en una ciudad de provincias. Creo que fue entonces cuando me contó que unos días antes unos policías locales le pararon porque le vieron liar tabaco y sospechaban que consumía marihuana. Mi padre, con todas las canas que le otorgaban sus más de 60 años, miró al policía, le tendió su bolsa de tabaco y le dijo,
- ¿pero usted se cree que yo tengo edad de andar fumando porros?
Después, el tiempo se nos echó encima y él se fue. Al desamparo acudió rápido Rafa Martín, el mejor artesano de pipas de España. Un creador de talla internacional, conocido en todos los rincones del mundo pipero. Escogió una de sus mejores pipas y me la envió por sorpresa, con el nombre de mi padre grabado en ella. Ahora, cuando quieras hablar tranquilamente con él, me dijo, sólo tendrás que encender esta pipa.
Por eso, esta noche, le estoy contando que le echo de menos. También le estoy contando que hoy, mientras iba en bici a la oficina (en mi intento banal de normalizar este día), he visto el sol, el cielo azul, un día como aquel en que fumamos juntos, y que he pensado que no puedo estar triste, porque gracias a él yo estoy ahora pudiendo recorrer estas calles, vivir bajo estos cielos, oler estos parques, amar esta piel que toco al otro lado de la cama. Claro que vivir es difícil, imagino que me contesta, pero tu obligación es hacerlo. Por aquellos que no podemos hacerlo ya.
Vivamos, pues, le digo apurando la pipa con el mejor tabaco que tengo, una lata de Frog Morton Across The Pond de 2005.