Mami Sherlock

Jun 30, 2011 01:31

Esto es para esciam, me pareció muy interesante la idea. En realidad no tengo idea de como puede ser la madre de Sherlock, y traté de reconstruirla a partir de lo poco que se sabe de la familia de este adorado personaje. Sé que su hermano es 7 años mayor, que sus antepasados eran hidalgos campesinos, que su abuela era artista, y nada más. Y no tengo los libros a mano para fijarme en algún detalle más.
Teniendo en cuenta que Sherlock disimulaba sus emociones, (que eran muy intensas) , la época en que se ambienta la historia, que despreciaba a las mujeres (hasta que conoció a Irene), y que se dedicaba a combatir el crimen, se me ocurrió que la historia podría haber sido así. Una madre que oculta sus sentimientos, inteligente y capaz, pero reprimida como todas las mujeres en esa época, y un hecho doloroso y trágico que pudo haber despertado en su hijo el afán de justicia que todos conocemos. Espero que te guste!
Obviamente, Sherlock pertenece a Sir Conan Doyle, y a quienes tengan los derechos hoy, tal vez la BBC y otros más. No hay spoilers porque me lo inventé todo. Y es tarde, así que no lo corregí casi, pero si no no puedo hacer nada hasta la semana próxima. Es un poco angst el final.
Bajo el cut, porque la entrada quedaría larga. Y no se como hacer el link a mi lj, así que espero que se pueda leer igual.

El fuego
Desde niña siempre le gustó la música. La música del viento entre los árboles, la del río que pasaba cerca del enorme jardín. Podía encontrar las melodías en los sonidos de los insectos, en los cantos de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era escuchar a su madre tocar el piano. Por las tardes, siempre después del té, su madre se sentaba al piano y tocaba para ella. Cuando había visitas, o estaba su severo padre, siempre tocaba piezas de compositores de moda, pero cuando estaban solas, improvisaba alegres melodías, que la hacían bailar. Este era su recuerdo más querido de la infancia, su madre tocando y ella bailando, riendo las dos, como si compartieran una travesura, junto a la chimenea, siempre encendida.
Otras veces, salía a pasear, alejándose cuanto podía, a caballo, sintiendo la libertad del campo y soñando con explorar lugares lejanos, conocer nuevos territorios y vivir grandes aventuras cuando fuera mayor.
El tiempo pasó, y se casó en cuanto tuvo la edad, con un comerciante de buena posición.
Una mujer no podía ni pensar en estudiar, apenas podía leer los diarios a escondidas. Así se enteraba de lo que pasaba en el mundo, sin que se enterara nadie, porque las damas no podían saber esas cosas. Pero el deseo de aventuras nunca se extinguió. Muchas veces se quedaba en silencio, mirando el fuego de la chimenea con sus ojos grises, soñadores, o se encontraba en la ventana, mirando el río, deseando poder irse en uno de aquellos barcos que llegaban hasta el mar, alcanzando otras tierras, otras culturas, hasta otros continentes.
En aquellos momentos, su esposo no podía alcanzarla, no podía llegar hasta ella. No entendía que era como un pájaro atrapado en una jaula, que sólo quería volar lejos.
Afortunadamente era bien visto que una dama estudiara música, y eso fue su salvación. Aprendió con mucha rapidez a tocar el piano y el violín, y cuando tocaba, realmente era ella misma, lejos de las convenciones sociales, de las ridículas costumbres de la época.
Vivían en Londres. Al principio extrañaba muchísimo la libertad del campo donde se había criado, pero la gran ciudad terminó por fascinarla. Lamentaba profundamente haber nacido mujer, no poder pasearse sola por todos aquellos lugares que tan interesantes le parecían. Las tabernas donde se reunían los marineros, donde se contaban sus aventuras en tierras lejanas y bebían ron hasta caer inconcientes. Los laberintos de callejones, con todos esos peligros ocultos, le atraían tanto como los barrios elegantes por los que paseaba con su marido en el coche. La rebeldía que sentía era como un fuego que la devoraba por dentro, y la mantenía despierta muchas noches. Deseaba poder cambiar aquellas convenciones injustas, ser mujer no tenía que significar estar presa.
Cuando vinieron los hijos, ya no tuvo tanto tiempo para soñar. Los adoraba, como toda madre, pero no era bien visto expresar su cariño, mimar y abrazar a sus niños como deseaba hacer todo el tiempo. Lo más importante era que se educaran, aprendieran a ser hombres de bien, y encontraran buenas esposas cuando crecieran.
Eran dos varones, el mayor tenía siete años cuando nació el segundo. Eran muy inteligentes los dos, observadores, siempre se daban cuenta de todo. El menor tenía los mismos ojos grises que ella, y a veces veía en él el mismo fuego interior que la buena educación le impedía mostrar.
El mayor era tranquilo, muy estudioso, destacó enseguida en el colegio. El menor era mucho más inquieto, y se entregaba a todo lo que hacía con pasión, aunque era muy frecuente que cambiara rápidamente de actividad. Le encantaban los deportes, era uno de los mejores del colegio.
Estaba muy orgullosa de ellos, en parte compensaban la frustración que sentía por no poder salir de su hogar a explorar el mundo. Trató de enseñarlos a pensar por sí mismos, a ser libres, ya que tenían la suerte de ser varones.
Amaba a los dos por igual, pero no podía evitar sentirse más unida a su hijo menor. Como ella, le encantaba la música. Empezó a enseñarle a tocar el violín, adoraba verlo esforzándose con el instrumento con sus pequeños deditos, que apenas podían sostenerlo. El día que consiguió tocar su primera melodía sin ayuda, lo tomó en brazos y giraron los dos por la habitación, riéndose y abrazándose, la luz del fuego danzando en los ojos grises de ambos, ante la mirada escandalizada del padre, porque no era correcto expresar tan abiertamente los sentimientos.

Nada parecía distinguir esa noche de las demás. Los niños (siempre serían sus niños, aunque el mayor ya era un adolescente, y el menor pronto lo sería) estaban en el internado. Un ruido la despertó, antes que a su marido. Asustada, lo despertó, y juntos escucharon. Ruido de cristales rotos, muebles movidos de lugar. Pasos en la escalera. Alguien rompió la puerta de la habitación, y avanzó hacia ellos. Gritó con todas sus fuerzas, escondiéndose tras su marido. Los tres desconocidos se lanzaron sobre ellos, cuchillos en mano. La lucha fue breve.
Sabía que estaba muriendo, en un charco de su propia sangre. Su marido ya había muerto, su garganta cortada por el cuchillo del primero de los asaltantes. Su último pensamiento fue para sus hijos, lloraba al pensar que no podría despedirse, y pedía a Dios que los protegiera. En su momento final, comprendió que no importaba no haber vivido como deseaba, sino que lo mejor que había hecho, lo que iluminaba su existencia, eran ellos, sus hijos, sus amados Mycroft y Sherlock.

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