El Juego - III El juego de la atracción

Aug 24, 2012 23:21


 

Fandom: Sherlock BBC
Título: El Juego (3/6)
Capítulo: III - El juego de la atracción
Personajes: Irene Adler, Greg Lestrade, Sherlock Holmes, John Watson, Stanley Hopkins (adaptación al universo de la BBC del personaje de los cuentos de Sir Arthur Conan Doyle), Violet Norton (OC).
Parejas: Greg/Irene, con elementos Sherlock/Irene y Violet/Irene referido.
Advertencias: ninguna. spoilers 2x03 lo más.
Notas: continuación de “ Extraños en la noche” (Greg/Irene). Toma elementos de “ El regreso” (Gen-Lestrade!centric) y de “ La muerte les sienta bien” (Sherlock/Irene). Dedicado a aglaiacallia porque sin ella nunca lo hubiera escrito. Gracias a aradira por el precioso banner :D 
Notas personales: tercer capítulo, llegamos a la mitad de la historia... Subido un poquito antes durante el sábado a pedido de una lectora que le toca trabajar domingo... Creí que se llevaría dos partes pero no, entró en una tallado.

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Durante su época oscura en Scotland Yard, Lestrade había perdido su espacio en el parqueo principal del edificio. Nunca lo había recuperado porque había terminado por tomarle el gusto al parqueo auxiliar, aunque tuviera que caminar dos cuadras cada tarde antes de marcharse. Hopkins también tenía su auto en ese edificio, dado que era uno de los funcionarios jóvenes de la entidad. Se había acostumbrado a salir con él. Solía tener una conversación animada y ligera para terminar el día. De hecho lo complicado solía ser cortarlo para despedirse.

Sin embargo, ese día a la salida, mientras Hopkins le comentaba sobre el último error de Anderson que le había valido una bronca considerable con Gregson, no tuvo problema para interrumpirlo.

El joven se quedó callado cuando un auto se estacionó frente a ellos en la esquina una cuadra antes del parqueo y la ventana del conductor se bajó, dejando al descubierto a Irene Adler.

-Buenas tarde, Greg -saludó la mujer mirándolo a él, antes de lanzar una mirada a su compañero y ampliar su saludo-. Inspector.

-Señorita Adler -exclamó Hopkins sonriendo nervioso-. Stanley Hopkins, a su servicio.

Sólo le faltó inclinarse como los caballeros clásicos. Notó que a Irene le hacía gracia por la manera en que brillaron sus ojos.

-Mucho gusto -dijo la mujer con una sonrisa cortés aunque la diversión seguía latiendo en su mirada.

Lestrade tuvo por un momento el extraño deseo de que Hopkins tuviera uno de sus accesos de hablar. No le hubiera molestado que empezara a interrogar a Irene o le pidiera un autógrafo, lo que fuera. Pero no, en general el inspector sabía cómo comportarse cuando no estaba en confianza.

-El gusto es mío -replicó el joven con entusiasmo. Luego le dio una palmada en el hombro a Lestrade y señaló hacia el parqueo-. Debo irme, nos vemos mañana.

Sin darle casi tiempo de replicar, cruzó la calle y se alejó.

Lestrade podía sentir como Irene continuaba mirándolo fijamente.

-¿Quieres que te lleve? -Preguntó la mujer finalmente.

Él la miró a los ojos, sintiendo un ligero cosquilleo nervioso en la nuca.

-No sabes dónde voy -declaró, sintiendo como una sonrisa involuntaria se formaba en su rostro, logrando que la de ella se acentuara.

-Pero sé dónde quiero llevarte -replicó ella con picardía. Había algo seductor detrás de la ligereza de sus gestos y palabras, en la manera en que sus párpados bajaban despacio y la curva que formaba la sonrisa en sus labios.

Lestrade levantó la mirada hacia el otro lado de la calle y rió, liberando un poco de tensión. Pudo escuchar que ella reía también y volvió a mirarla. Ambos se sonrieron y ella señaló el asiento del acompañante con un movimiento de cabeza.

-Vamos, sube. Te llevaré al parqueo cuando terminemos.

Lestrade arqueó una ceja.

-¿Cuándo terminemos con qué?

Ella le dirigió una mirada difícil de clasificar que le causó un escalofrío muy particular.

-Escuché que tienes preguntas sobre mí -declaró ella, aunque su tono no era acusatorio. Más bien parecía halagada-. Me gustaría tener la oportunidad de contestarlas yo misma.

Se sintió pillado en falta. Había pensado en llamar a John cuando se despidiera de Hopkins para verse con él en algún lado. Probablemente se le notó en el rostro, dado la expresión de suficiencia de ella.

-De acuerdo, vamos -respondió finalmente. Dudó un momento más y subió al auto con ella. Tenía la sensación de que no debía hacer eso, pero tenía preguntas y quería respuestas.

¿Qué era lo peor que podría pasar?

Irene activó los seguros de todas las puertas antes de arrancar el auto y alejarse de allí.

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Irene Adler manejaba de la misma manera que se movía entre la gente. El auto que manejaba era sobrio y elegante, como ella, y la manera de desplazarse entre los otros autos era la de uno que se sabe superior y avanza con indiferencia a la admiración demostrada por los demás, pero muy consciente de esta.

El viaje había resultado menos incómodo de lo que Lestrade pudo pensar en un inicio. Irene le había preguntado por Hopkins, el cual había resultado un buen tema para matar el tiempo mientras llegaban a su destino que según ella, no estaba tan lejos. Parecía muy interesada en escuchar sobre su compañero y la idea de que fuera un admirador de Sherlock le había llamado muchísimo la atención. Se estaba riendo de su historia sobre la primera vez que había compartido un caso con el inspector y el detective consultor cuando dobló con el carro en una entrada y se acomodó en un pequeño pero cómodo parqueo.

Al bajarse del auto, Lestrade comprobó que se encontraban en un café bastante fino y privado. Las mesas estaban ubicadas a una distancia prudente entre ellas, distribuidas a lo largo de un jardín con variadas flores y vegetación en general. Caminos de piedra pulcramente definidos permitían desplazarse entre ellas e incluso pasear por el resto del jardín con mayor intimidad.

Todo el lugar rezumaba clase y dinero, pero también cercanía y confianza. Realmente parecía un lugar apropiado para hablar.

Un buen lugar para una primera cita, incluso.

Lestrade se apresuró a tachar esa idea de su mente sin estar seguro de querer saber de dónde había salido.

Un camarero saludó a Irene como si fuera una cliente habitual y ella pidió que les llevaran a la mesa un té y un café tal como el que Lestrade había comprado en su anterior encuentro. Luego se dirigieron hacia una mesa apartada donde tomaron asiento con comodidad. No había nadie más cerca. El ambiente resultaba un poco más incómodo que en el auto.

Era tan distinto a aquel primer encuentro en el ambiente intoxicante del bar. Sin el humo, el alcohol, las velas y el cigarrillo la magia de aquel encuentro se diluía y Lestrade no podía evitar preguntarse qué hacia allí, a la vez que intentaba ignorar el hecho de que extrañaba el aire casi prohibido de aquel primer recuerdo.

-Sabes, eres mucho más ameno de lo que hubiera pensado en un inicio -señaló Irene con resolución, casi como si fuera un halago.

Sin embargo, él se sintió incómodo.

-No me conociste en mi mejor momento -acotó él con tono casi de disculpa.

Los ojos de ella se tornaron cálidos, como aquella primera vez.

No, el lugar sería otro pero aquella sensación todavía estaba allí.

El camarero llegó en ese momento con su orden. Dejó ambas tazas en su lugar y se retiró con una inclinación educada. Una vez que se marchó, Irene volvió a fijar la atención en él.

-Me dijo Sherlock que tenías preguntas -dijo con curiosidad-. Pero no me dijo sobre qué. ¿Sobre mí, sobre mi trabajo o sobre esa noche que nos conocimos?

Lestrade aprovechó para endulzar el café y no mirarla, aunque tampoco acostumbrara tomar demasiado azúcar.

-Las tres cosas, supongo -replicó finalmente, incómodo. No sabría cómo empezar en ninguno de los tres casos.

Irene suspiró y se recostó en la silla con tranquilidad, como si tuviera ese tipo de conversación con frecuencia.

-Te puedo facilitar algunas respuestas desde un inicio: sí, me gusta ser una dominatrix. No, no lo hago por necesidad económica. Sí, es cierto que tener sexo con nuestros clientes no es parte del trabajo. Sólo tengo sexo con quien quiero.

Un brillo seductor y malicioso acompañó sus ojos al decir la última oración, y Lestrade sintió por un momento que lo miraba con más fijeza de la necesaria. Tomó un trago largo de café y maldijo que los lugares finos tuvieran la costumbre de servir tan poco de todo. Esa taza no iba a resistir toda la conversación si seguía en esa línea.

-¿Alguna otra duda al respecto? -Preguntó ella con soltura, apurando su té. No parecía importarle que estuviera considerablemente caliente.

A él sí que le costaba tomar la bebida tan caliente, así que dejó su taza en la mesa y trató de asumir el mismo aire distendido de ella.

-¿Tienes un látigo? -Preguntó con ligereza, en tono de broma. Realmente no quería saber.

Sin embargo, la expresión de ella se tiñó de picardía y tomándolo en serio, se inclinó hacia él. Lestrade empezaba a notar que todos sus movimientos eran seductores, lo pretendiera o no.

-Tengo una buena colección -respondió con un susurro. Luego sonrió como quien acaba de tener una idea peligrosa pero irresistible-. Tal vez un día puedas ir a conocerla.

Notó como ella sonreía divertida al verlo tomar otro trago de café a pesar de la temperatura del líquido. No iba a negar que le hubiera venido mejor algo más fuerte.

-Te encantaría mi lugar -añadió ella apurando su té después, mirándolo por encima de la taza como si midiera sus reacciones.

Él desvió la mirada por el jardín, aunque no se concentrara lo suficiente como para recordar siquiera el color de las flores que los rodeaban.

-Seguro que sí -replicó distraído. Tenía que empezar a hacer las preguntas que importaban. Respiró profundo antes de mirarla de nuevo a los ojos-. ¿Podemos pasar a los otros temas?

Irene arqueó una ceja y apoyó la barbilla en la mano derecha mientras apoyaba el codo en la mesa y le devolvía la mirada con calma.

-Podemos.

-¿Por qué hablaste conmigo esa noche en el bar? -Preguntó a bocajarro.

Ella se mantuvo seria ante la pregunta, examinándolo con la mirada con una calma casi exasperante.

-¿Por qué no? -Respondió tras un momento que seguramente no había sido tan largo como le había parecido a Lestrade.

La respuesta no podía ser menos satisfactoria.

-Sólo tenías que robarme para Sherlock. ¿Por qué prolongarlo?

Ella ladeó la cabeza ligeramente, como si buscara mirarlo desde otra perspectiva.

-¿Te molesta que lo hiciera?

Lestrade parpadeó confundido.

-¿Robarme?

-Prolongarlo -replicó ella de inmediato.

Lestrade respiró profundo. Dio un último trago a la diminuta taza de café y la dejó sobre la mesa.

-No.

El rostro de ella se relajó un poco, satisfecha con la respuesta.

-Bien. Sabes por qué hablé contigo, te lo dije: sé reconocer a alguien interesante cuando lo veo.

Lestrade supo que su expresión dejaba traslucir lo poco que creía esa respuesta al ver la reacción de ella, quien acercó la silla y tomó una de sus manos por encima de la mesa, mirándolo a los ojos.

-¿Quieres que te diga cómo lo sabía? -Lestrade asintió. Sí, necesitaba saberlo. Ella asintió a su vez-. Conocía a John Watson, sabía por qué era tan importante para Sherlock. Conocí brevemente a la señora Hudson y podía hacerme una idea. Pero de ti no sabía nada.

Las amenazas. Irene Adler conocía las amenazas de Moriarty. Sherlock se las había confiado. Había estado interesado en saber de él para entender por qué era importante para el detective.

Eso podía creerlo, aunque no estaba seguro de cómo se sentía al respecto.

-Tenía curiosidad. Sherlock no me pidió directamente que te robara. Sólo mencionó lo que necesitaba -se encogió de hombros como si hablar de robar a alguien fuera lo más natural del mundo-. Tenía curiosidad y me ofrecí a hacerlo.

Irene lo miró, esperando una reacción. Lestrade fue consciente entonces de que ella todavía lo tenía tomado de la mano, pero no la retiró. No quería apartar los ojos de los de ella hasta llegar a una conclusión, pero parecía sincera. Terminó por sonreír un poco, con esa misma resignación que solía sentir cuando se encontraba con alguna de las excentricidades de Sherlock que podrían ser consideradas ofensivas o delictivas en una persona normal.

-¿Por el robo o por la curiosidad?

Ella sonrió ligeramente, con esa mezcla de picardía y seducción que sólo había conocido en ella.

-Nunca me disculparé por ser curiosa -aclaró.

Él sonrió a su vez.

-No lo sientas -replicó él entonces, poniendo la otra mano sobre las de ella-. En cierta forma estoy acostumbrado. Sherlock me ha robado de todas las formas posibles.

Estrechó sus manos y la soltó de inmediato, liberando su otra mano también. La expresión de Irene se tornó satisfecha una vez más.

-¿Quedó saciada tu curiosidad? -Añadió él metiéndose las manos en los bolsillos y mirándola con interés aunque pretendiera retomar el tono relajado del inicio.

Los ojos de Irene brillaron con peligro.

-Ni siquiera un poco -declaró con firmeza.

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Había sido fácil girar la tuerca para ser ella quien hiciera las preguntas. Después de sus cuestionamientos directos, Greg no había encontrado reparo en contestarle algunas preguntas, aunque ella no intentó ahondar demasiado en un inicio. Él tampoco se opuso a dar un pequeño paseo por el jardín una vez terminado el café. Irene sabía que los hombres solían sentirse más cómodos en movimiento, donde podían evitar el contacto visual.

También sabía que un caballero inglés no se apartaría cuando se tomara de su brazo para avanzar por el camino de piedra, menos con los tacones que llevaba. Ella los controlaba a la perfección, pero sabía que para los demás solían parecer considerables.

Habían recorrido hasta lo más alejado del jardín. A esa hora había pocas personas allí y ella lo sabía. Después de enterarse de que Greg sabía la verdad sobre el robo y sobre su profesión, se había decantado por ese sitio en busca de un lugar lo menos amenazador posible para aquel encuentro.

-Cualquiera diría que tu vida se limita a Scotland Yard -comentó ella finalmente cuando él terminó de contarle sobre el agitado año que llevaban.

Notó de inmediato su incomodidad. La tensión en los músculos de los brazos era un excelente indicador. Sherlock no era el único capaz de leer las señales fisiológicas.

-Eso dice mi esposa -comentó con un tono algo seco y distante, en comparación con la conversación tranquila y afable que habían tenido hasta ese momento.

Ella guardó silencio un momento, dejando que la pesadez del tema se acentuara entre ellos. Se alegraba de haberlo abordado al fin.

-Lamento tocar un punto sensible -replicó con tiento. Sabía que había entrado en un terreno difícil-. No me has hablado de ella.

Greg concentró la mirada en un conjunto de flores rojas que crecían a la orilla del camino, al tiempo que fruncía el ceño.

-No hay mucho que contar -respondió utilizando entonces un tono más neutral.

Irene se detuvo y se giró para mirarlo de frente, aunque él continuó viendo las flores como si fueran lo más interesante en ese lugar. Sin embargo, la mujer no apartó la mano de su brazo, en el cual se apoyó con delicadeza.

-Puedes contarme. No soy celosa.

Sonrió despacio al notar que a pesar de su turbación, Greg no podía evitar esa risita nerviosa que Irene estaba aprendiendo a provocar cada vez con más facilidad, a pesar de la incomodidad del momento.

-A ella no le gustaría escucharte decir eso.

Aquella declaración la sorprendió y tuvo que cuidar que su rostro no lo expresara. Lo que sabía realmente de la esposa de Greg era su tendencia a las múltiples infidelidades. Así que era ese tipo de esposa infiel. Interesante.

-¿Es celosa entonces? -Preguntó con un tono de inocencia bromista que logró mantener el rostro de Greg con una expresión más relajada a pesar de que notoriamente era un tema difícil.

Él se encogió de hombros y la miró de reojo por primera vez desde que sacara el tema a colación.

-No es fácil ser la esposa de un policía -declaró con seriedad.

Oh. Irene conocía ese tipo de pensamiento.

Entrecerró los ojos y se adelantó un paso más cerca de él.

-¿Por qué? -Preguntó con interés, en un tono confidencial y empático. No solía utilizar aquel repertorio de expresión de emociones, pero tampoco se le daba mal.

Realmente quería saber.

Greg se rascó la nuca con una expresión llena de duda. No le gustaba nada el tema, cada vez quedaba más claro.

-Turnos largos, días completos fuera por algún caso, no dormir por estar pensando en algún asunto por resolver... -rió con ironía, sin una pizca de alegría-. Dicen que las esposas de los policías viven celosas de su trabajo, no de otras mujeres.

La miró de nuevo, parecía esperar una réplica por su parte. Alguna confirmación tal vez. O algún desafío.

Irene se tomó su tiempo para ello. Mantuvo los ojos fijos en los de él, sin dejarlo retirarse. Sabía que él hubiera preferido no ser escrutado de esa forma, pero ella manejaba el arte de dominar con la mirada. Ladeó un poco la cabeza para tener una mejor perspectiva y cerró el poco espacio que quedaba entre ambos, pasando la mano del brazo de él a su pecho. Lo notó incómodo, pero ninguno retrocedió.

-¿Entonces es culpa de tu trabajo todo lo que va mal en tu matrimonio? -Preguntó ella con un susurro, sin tono acusatorio, como si estuviera confirmando lo que él acababa de decirle nada más.

Notó como él tragaba grueso más ante la pregunta más que ante la cercanía. Ella subió la mano por su pecho hasta colocarla a la altura de su cuello.

-Mi primer diagnóstico fue correcto entonces -añadió Irene-: eres un hombre lleno de culpa.

Él frunció ligeramente el ceño.

-Supongo que mi diagnóstico tampoco fue incorrecto.

Irene sintió un escalofrío de anticipación. Había esperado que abordara de nuevo el tema en algún momento. Si algo había quedado marcado de manera especial su memoria de su primer encuentro, era el interés que había mostrado Greg en su pasado. En ella. Lo que buscaba o necesitaba.

Siempre le habían aburrido las personas que parecían creer que por su profesión era probablemente alguna mujer dañada por su pasado que necesitaba ser arreglada. Pero no era eso lo que había sentido por parte de él en aquel momento. En ese entonces, Greg ni siquiera sabía a qué se dedicaba.

Solamente la había visto a ella. Había querido ayudarla, sí, pero no sin saber: había tenido curiosidad. A su vez, no era simplemente curiosidad morbosa: tenía interés en hacer algo por ella, lo que necesitara.

Irene había encontrado la mezcla particularmente atrayente.

En realidad no planeaba permitirle explorar en su pasado, pero le gustaba la idea de verlo intentarlo.

-¿Eso crees? -Replicó ella sin soltar prenda, sonriendo de manera relajada, como si la conversación y su posición tan cercana fueran lo más natural. De hecho, todo el encuentro estaba siendo fluido y natural. No era que Greg fuera fácil de llevar, toda la situación la era.

Notó como él intentaba relajarse también, aunque aún parecía alerta, como si esperara un nuevo ataque.

-¿Te estoy asustando? -Preguntó Irene tras un momento.

Greg dudó un momento y luego negó, al tiempo que ella bajaba la mano un poco, retrocediendo en su avance.

Ante su respuesta muda, ella sonrió con seguridad, aunque de manera contenida. Tenía que hacer otra pregunta.

-¿Te intimido? -añadió con tono de curiosidad.

La risa nerviosa de él regresó aunque de manera breve. De cualquier forma, era gratificante escucharla.

-Un poco -replicó con sinceridad, haciéndola sonreír a ella también.

Las risas entrecortadas de él se interrumpieron cuando ella lo miró de nuevo fijamente a los ojos.

-Te atraigo -afirmó, más que preguntar.

Fue como si hubiera cambiado el aire del lugar. De repente el ambiente, hasta el momento variante entre nervioso y distendido, se volvió denso. Greg se limitó a mirarla a los ojos sin responder y ella a no dejarlo ceder.

-Creo que debería irme -declaró él tras unos momentos largos y tensos. Al fin dio un paso hacia atrás, alejándose, y se giró hacia la salida aunque dudara antes de dirigirse a ella.

Irene se apresuró a alcanzarlo y apoyarse en su brazo de nuevo para avanzar. Él la miró con extrañeza y ella le devolvió una mirada libre de culpa.

-Prometí que te llevaría de vuelta al parqueo -aclaró con naturalidad.

Marcharon en silencio hasta el auto. Podía sentir la creciente tensión de él, incómodo y culpable. Una vez que se subieron al auto, ella metió la llave pero no lo encendió. Lo miró de reojo con su mejor expresión seria.

-No debes sentirte mal al respecto: lo normal es que las personas se sientan atraídas hacia mí.

Él la miró con estupefacción, como si no pudiera creer que acabara de decir eso.

-No sé qué tanto conoces a Sherlock realmente -replicó Greg con seriedad-. Pero definitivamente ambos tienen un concepto de modestia muy parecido.

Ante la inesperada declaración, Irene no pudo evitar reír y él hizo otro tanto. Toda la tensión del momento se liberó en una risa compartida y ella encendió el auto. El resto del viaje se dedicó a escuchar a Greg ilustrar la modestia de Sherlock Holmes con distintos ejemplos inofensivos y al parecer de dominio popular en Scotland Yard. Antes de lo pensado estaban en el parqueo a dos cuadras de la oficina del inspector.

-Gracias por la mejor tarde desde que llegué a Londres -le dijo con calidez, manteniendo las manos sobre el volante.

Greg asintió y le agradeció el inesperado paseo. Salió del auto, pero Irene notó la manera en que se quedaba indeciso junto al mismo sin avanzar. Ella bajó la ventanilla cuando él iba a tocar con los nudillos. Lo vio agacharse y asomar por ella. Tenía una tarjeta de negocios en la mano y se la tendió.

Ella la tomó con cierta cautela y la leyó.

-Dijiste que conocías pocas personas en Londres -señaló él, como si quisiera explicar un gesto que aún no estaba muy seguro de haber hecho bien al hacerlo-. Si llegas a necesitar algo…

Irene asintió. Los datos de contacto de Greg aparecían claramente anotados en la tarjeta, probablemente era la que entregaban a los testigos potenciales en las investigaciones.

-Gracias -respondió ella asintiendo con suavidad-. Lo tendré muy presente.

Greg asintió también y sonrió ligeramente.

-Eso espero.

Esa vez no esperó réplica y se dirigió al edificio de parqueo. Irene miró la tarjeta con atención una vez más antes de guardarla. La culpa y la incomodidad no le habían evitado a Greg dársela. Era una buena señal.

De camino a su casa, Irene pensó que no sabía si realmente era la mejor tarde que había pasado en Londres, pero en definitiva, hacía demasiado tiempo que no reía tanto junto a alguien.

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A veces Hopkins se preguntaba si los criminales se ponían de acuerdo para fastidiarles la vida. Parecía mentira que después de dos días de papeleos y salir temprano, llevaran dos semanas de perros. Si no se equivocaba habían pasado la noche en la oficina al menos cuatro veces, más tres noches de coordinar vigilancias. Por suerte, Lestrade no era el tipo de jefe que tiraba todo el trabajo sobre sus subalternos, así que en realidad llevaban dos semanas de verse a todas horas.

Por supuesto, tenía ya suficiente tiempo con su jefe como para saber lo que eso significaba en su vida personal. El paso de los días implicaba que su humor se fuera ensombreciendo y los reproches de su esposa por sus prolongadas ausencias se intensificaran. El resto de las cosas caían por su propio peso. Usualmente terminaba con Lestrade taciturno y de mal humor.

Por lo menos este último caso iba a resolverse rápido. No había necesitado que Lestrade le dijera nada para saber que llamarían a Sherlock, y pronto el detective estuvo junto al doctor Watson en la escena. En ese momento observaba como su ídolo se movía por la casa con agilidad y rapidez, presa de esa fiebre contagiosa que tenía cuando estaba detrás de una pista. Siempre le admiraba como era capaz de darse cuenta de cosas que nadie más habría notado.

Notó que Lestrade le lanzaba una mirada de advertencia desde el otro lado del salón. Hopkins se olvidaba con frecuencia de su propio trabajo mientras miraba a Sherlock trabajar. Volvió a concentrarse en sus notas sobre la escena, aunque antes observó a su jefe revisar su teléfono un momento.

-¿Cómo lo llevas? Escuché que llevan unas semanas bastante duras -Preguntó John acercándose a él con interés.

-Bastante -replicó Hopkins sintiendo como de solo hablar al respecto el cansancio se le reafirmaba sobre los hombros-. Cuatro casos a la vez, más este que acaba de llegar. Menos mal que hemos resuelto del todo un par ya. Pero todos han estado interesantes, así que no me quejo.

En realidad era cierto. A pesar del cansancio, todo lo que le pedía a su trabajo era que no se mantuviera interesante y en eso no solía fallarle. John sonrió con indulgencia, como solían hacer las personas que lo conocían al escucharlo expresarse de esa manera.

-¿Qué tal lo lleva Greg? -preguntó el doctor a continuación.

Hopkins lo miró de reojo. Estaba discutiendo sobre alguna cosa con Sherlock.

-Mejor que otras veces. Tal vez su esposa no lo esté fastidiando tanto esta vez. O no ha tenido tiempo de darse cuenta, no lo sé.

Notó que John miraba con atención a Lestrade. Extrañamente, parecía preocupado.

-Me pareció verlo contestando unos mensajes ahora -Preguntó John finalmente.

Hopkins lo miró ahora oficialmente curioso. Claro que había notado que de vez en cuando su jefe intercambiaba mensajes que le arrancaban incluso alguna sonrisa, pero no había podido averiguar nada al respecto. Lo que no entendía era por qué había llamado la atención de John en ese momento.

-Sí, ha estado haciendo eso. Parece tenerlo de buen humor, así que no voy a cuestionarlo.

John sonrió aunque le pareció que de manera algo forzada.

-Supongo que no son de su esposa entonces.

-Eso seguro que no -afirmó Hopkins de inmediato, sonando más molesto de lo que hubiera querido, pero sabía que John lo entendería.

No le simpatizaba nada la esposa de su jefe. Eso de dejarlo cuando había caído en depresión por la muerte de Sherlock y volver a él cuando todo le empezó a ir bien en Scotland Yard le había parecido bastante oportunista. Cierto era que él no sabía lo que se cocía dentro de ese matrimonio y Lestrade había estado muy feliz con su reconciliación, pero a su parecer, tenía menos paz desde que esa mujer había regresado con él.

Estos mensajes eran algo diferente. Además, habían empezado al día siguiente de encontrarse con Irene Adler a la salida del trabajo.

Pero eso era cosa de su jefe. Aunque le gustaría averiguar algo al respecto.

-Por cierto, me enteré que Irene Adler volvió a la ciudad -comentó con tono casual. La reacción de John fue inmediata. Se giró a mirarlo con suspicacia-. ¿Crees que vuelva a tener contacto con Sherlock? No pudiste contar lo que pasó la última vez, pero sonaba que había estado interesante.

John continuó mirándolo como si esperara ver algo más en él.

-Irene Adler es impredecible -replicó con prevención-. ¿Cómo te enteraste?

Hopkins sonrió ampliamente. Se sentía bien saber algo que los demás no sabían de qué manera se había enterado. ¿Sería así para Sherlock? Probablemente no, a él parecía fastidiarle que los demás no se dieran cuenta.

Se encogió de hombros.

-La vimos el otro día -comentó de manera casual.

Pudo notar que John iba a preguntar algo más, pero no pudo hacerlo porque Sherlock se acercó en ese momento mientras le daba a Lestrade una serie de instrucciones.

Hopkins sintió que se le iba el alma a los pies. Otro día de cenar en su escritorio era algo seguro.

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Irene sabía que había pocas personas tan serviciales como los clientes satisfechos. Daba igual el género, mientras su relación profesional terminara en buenos términos podía contar con su colaboración después. Su contacto en Scotland Yard no había cuestionado siquiera su interés en el inspector Lestrade. A cambio de una buena sesión por sus viejos tiempos le había brindado información sin cesar.

Vaya semanas agitadas que había tenido. Después de que él le entregara su tarjeta, ella le había escrito para darle su número. Luego le había escrito cuando lo vio en una rueda de prensa por un sonado asesinato.

Así había empezado el intercambio de mensajes. A veces escribía ella. A veces él.

Los hombres solos que solían guardarse sus emociones y pensamientos para ellos mismos tenían una tendencia a no parar una vez que encontraban una salida. Tampoco le había dicho nada significativo. Le había arrancado una que otra sonrisa con alguna tontería. Se había quejado de que Hopkins no dejara de hablar y le había pedido noticias sobre el mundo exterior mientras estaba encerrado en la oficina.

Entrelíneas, Irene veía que estaba frustrado, cansado y solo. Y no tenía a quién más escribir.

De cualquier manera, esa era su segunda noche libre después de dos terribles semanas. Lo había confirmado con su fuente y había esperado tener alguna noticia suya, pero no había sido así.

-Señorita Adler…

La voz de su asistente la sacó de sus pensamientos. Levantó la vista para encontrarla preparada para una sesión que tendría en breve. Aquellos ligueros nuevos le quedaban muy bien. Sonrió al mirarla, pero Violet le devolvió una mirada preocupada.

-¿Sí?

-Quería que supiera que ya está todo listo. Tengo las escalas y los refugios preparados.

Claro. Asintió con aire pensativo.

-De acuerdo -respondió lacónicamente.

Violet dio un paso hacia dentro de la habitación.

-No puedes atrasarlo mucho más -dijo en un tono más confidencial-. Lo que sea que vayas a hacer debe ser pronto.

Irene odiaba que metieran prisa a sus planes. No quería hacerlo todavía. Se encogió de hombros.

-Tenemos tiempo, querida, no te preocupes. Mycroft Holmes nos servirá de alerta en caso de que el tiempo apremie. Si todo está listo, podemos estar tranquilas. Aún tengo cosas que hacer.

Violet no parecía convencida.

-Dijiste que había otras maneras más fáciles y que podrías hacerlo de cualquier manera. ¿Por qué extenderlo?

Irene tomó el teléfono y buscó la letra “g”.

-¿Por qué no? -Preguntó con indiferencia.

Su asistente le lanzó una mirada de reproche antes de retirarse. Irene miró el nombre de Greg esperando a ser pulsado para llamarlo. Realmente no había necesidad de extender aquello. Pero quería hacerlo.

¿Cuándo se había reprimido de hacer algo que quería solo porque no fuera prudente? Había creado una red de seguridad y serviría de llegar el momento.

Marcó el número.

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Dos noches antes Irene lo había llamado con la intención de verlo. No sabía cómo se había enterado de que estaba libre, pero Lestrade había declinado la invitación. Le había dicho la verdad: estaba cansado y tras tantas noches fuera de casa, quería descansar.

Ella le había preguntado si iba a quedarse con su esposa y él le había dicho que sí.

En eso había mentido.

No podía quejarse. Sabía que eso sucedía cuando él pasaba muchas noches fuera. Su esposa odiaba la soledad y terminaba por cobrársela. La había esperado toda la noche anterior y no había vuelto hasta las tres de la mañana, sin admitir una sola pregunta antes de echarle en cara todas las noches que había estado ausente.

Sin recordarle que él le había prometido que para ese entonces ya estaría retirado de las calles. Sin dejar de recordarle que si tuvieran hijos ella no estaría siempre sola.

Lo de siempre.

Esa era la tercera noche desde entonces y su esposa brillaba por su ausencia. Le había enviado un mensaje diciéndole que no la esperara.

Bueno, no lo haría.

Lestrade no podía explicar por qué se había mantenido en contacto con Irene ese tiempo. No era que estuviera buscando una aventura. De hecho, a su parecer, en su último encuentro había sido bastante claro que aunque ella le atraía, no pensaba avanzar en esa dirección. Sin embargo, había resultado refrescante tener alguien con quien hablar que no estuviera haciéndole reproches o hablándole de trabajo. Sus mensajes siempre eran frescos y divertidos… y atrevidos, sí. Tenía que admitirlo.

Tal vez no debería haberle escrito. En su defensa diría que era tarde, había creído que estaría trabajando. Sin embargo, ella le había enviado una dirección y le había dicho que lo esperaba.

Al llegar notó que era un bar muy distinto al de su primer encuentro. Era un lugar exclusivo pero al parecer habían dejado su nombre en la puerta. Tenía música en vivo y animados grupos de personas hablando en las mesas. En las zonas más apartadas había mesas para parejas.

No sabía dónde encontrar a Irene, pero debió suponer que estaría rodeada de gente.

Se dedicó a observarla un momento. Efectivamente estaba en una mesa de las del centro, junto a dos hombres más jóvenes que él y dos chicas más jóvenes que ella. Hablaba con todos, uno de ellos acababa de llevarle una bebida y las chicas estaban tomadas de la mano. Irene, impecable con su vestido vino de espalda descubierta y la sonrisa brillante de quien se sabe dueña de la situación, no parecía cercana a ninguno.

De repente, levantó la mirada y lo vio. Sonrió y dándole su trago a uno de los hombres se acercó hacia él, dejando a sus acompañantes atrás.

-Hola -saludó él tratando de mostrarse relajado, aunque la realidad era todo lo contrario.

Ella lo tomó de las manos y le sonrió.

-Empezaba a pensar que solo me querías por mensaje.

Pudo notar por la picardía en su mirada que estaba muy lejos de decirlo en serio.

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Irene lo arrastró lejos del gentío del salón principal. Habían subido algunas gradas, ella había tanteado cerca de una ventana y pronto se habían encontrado en un balcón, solos.

-No había pensado precisamente en un lugar tan visitado cuando te escribí -admitió Lestrade pasándose un dedo por el cuello de la camisa. Parecía incómodo o acalorado, pero allí estaba fresco.

-¿Ah sí? -Preguntó ella con malicia, apoyando los codos en la baranda-. ¿Qué tenías en mente, Inspector?

Notó por su expresión ligeramente alarmada que había comprendido su doble sentido y tuvo que restarle importancia con un gesto. No quería alterarlo.

-Lo lamento, pero ya estaba aquí -agregó ella con más seriedad. No era del todo cierto, tenía que admitirlo. Sin embargo, al recibir su texto había pensado que sería un lugar apropiado. Público pero privado al mismo tiempo.

-No, yo lo lamento -replicó él incómodo-. Debí suponer que estabas ocupada.

Irene inclinó la cabeza hacia la izquierda. Tenía el cabello sujeto atrás pero caía sobre la piel descubierta de su espalda haciéndole cosquillas.

-Te dije que podías venir -le aseguró-. ¿Qué sucede?

Parecía inquieto, tal vez arrepentido de haberla llamado.

-Nada realmente. Sólo me apetecía hablar.

Oh. Hablar. Irene tenía que admitir que le creía. Conocía las intenciones de una persona al verla. Sí, Greg se sentía atraído hacia ella, pero eso no era nuevo. Ni siquiera fuera de lo común, como había dicho en broma en su encuentro anterior. Pero había otra cosa en él. Algo que resultaba claro en sus grandes ojos oscuros.

Estaba solo.

Sin quererlo, sintió una sombra de irritación contra la esposa del inspector.

-Hablemos entonces -replicó ella con tranquilidad. Lo miró con interés. No solía hacer el papel de escucha atenta, sería una novedad-. Cuéntame, ¿qué tal la semana?

Después de todo, le gustaban las historias de detectives.

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Al inicio había empezado hablándole de sus casos, y de alguna manera había terminado contándole sobre la última chica con la que Hopkins había salido, el incidente con la comida para llevar que habían ordenado en su último turno y la desesperación de John Watson intentando ayudar a Sherlock a ser empático con una viuda llorosa en la escena de la primera investigación en que los habían ayudado esa semana.

Irene era un auditorio perfecto. Reía, sus ojos brillaban divertidos, se inclinaba hacia él interesada y parecía haber olvidado el grupo de gente que había dejado abajo en el bar.

-¿Y qué hay de ti? -Preguntó cuando se dio cuenta de que no le quedaban más cosas que contarle.

Ella lo miró sorprendida.

-¿Quieres saber de mi semana?

Lestrade se encogió de hombros.

-Sí. Bueno, no sé qué preguntarte. ¿Va bien el negocio? -No había terminado de hacer la pregunta cuando tuvo que contener la risa. Ella también parecía divertida.

-Sí, va muy bien -respondió con formalidad, aunque la expresión pícara y seductora de su rostro la delataba-. Tengo clientes bastante asiduos y fieles.

Nunca se había imaginado hablando sobre el negocio de una dominatrix con tanta tranquilidad y normalidad, pero allí estaban.

-Supongo que eso es bueno después de tanto tiempo de ausencia.

Irene asintió.

-Así es. De cualquier manera no estoy tomando clientes nuevos. Ahora tengo otra chica que está encargándose del mercado nuevo -dijo con tranquilidad. Luego lo miró con una sonrisa maliciosa-. Es una delicia de chica, te encantaría.

Lestrade pensó que de ser un cliente nuevo no le hubiera gustado tener que conformarse con la chica nueva en lugar de con Irene. Claro, eso sería en el hipotético caso de tener algún interés en ese tipo de actividades, que no era el caso. Pero Irene estaba en el negocio por gusto, no por dinero. O eso le había dado a entender.

De repente se dio cuenta de que la expresión de Irene había cambiado y tomó conciencia de que se había quedado pensando en lugar de contestarle.

-¿Qué? -Preguntó Irene con suspicacia, aunque no había dejado del todo el tono divertido-. Déjame adivinar: te preguntas qué pasó para que una mujer como yo terminara en este trabajo. Todos llegan a eso en algún punto.

Lestrade se lo había preguntado muchas veces, pero dudaba que ella quisiera hablar de eso. Además, en ese momento no era en eso en lo que pensaba.

-No exactamente. Pensaba en lo mucho que disfrutas tu trabajo… -dijo despacio, permitiéndose mirarla abiertamente con curiosidad-. Nunca he conocido a nadie tan apasionado por su trabajo que no sea bueno en ello.

Irene entrecerró los ojos y dejó de apoyarse en la baranda del balcón, acercándose hacia él.

-¿Te gustaría probar? -preguntó en tono seductor.

-No -replicó él sintiendo que una sonrisa nerviosa intentaba traicionarlo-. Pero me gustaría saber más.

-¿De mi trabajo? -Preguntó acercándose con la expresión de quien quiere intimidarlo con la cercanía.

Reprimió la sonrisa y se mantuvo firme en su lugar.

-De ti.

La respuesta pareció halagarla.

-No sé qué quieres saber -dijo ella encogiéndose de hombros, como si fuera la persona con la vida más intrascendente del mundo. Sin embargo, sus ojos brillaban, como si quisiera saber en verdad qué preguntas tenía.

-Por ejemplo… ¿por qué tuviste esconderte y desaparecer tanto tiempo?

Una expresión apreciativa por su parte le dijo que le había agradado la pregunta. Su expresión maliciosa se acentuó más de lo que había llegado a verla hasta entonces.

-Cuando estás en mi línea de trabajo te enteras de muchas cosas que tus clientes preferirían que nadie supiera -declaró con aire de entendida-. Además, te cruzas con otras líneas de trabajo, te portas mal… y luego alguien quiere borrar tu memoria, saber lo que sabes o castigarte.

-Suena a un trabajo peligroso -comentó él con voz grave.

Ella sonrió, complacida.

-Lo es -afirmó.

-Entonces, te estabas escondiendo por protección. ¿Estás fuera de peligro ahora?

Irene se encogió de hombros.

-He tomado mis medidas para ello -le aseguró-, pero no planeo contárselas a alguien de la policía. Ni siquiera uno fuera de servicio.

Sus ojos refulgieron con picardía al tiempo que esbozaba la más encantadora de sus sonrisas.

Lestrade sintió un cosquilleo recorrerlo al tiempo que pensaba que lo más sensato que podía hacer era irse de allí en ese momento.

-¿Estás pensando en irte? -Preguntó Irene con un tono ligeramente decepcionado-. Sé cuándo estoy intimidando a alguien y quiere huir. Pensé que teníamos confianza.

El inspector se sintió culpable por haber dejado traslucir sus pensamientos, pero sentía que estaba cerca de una línea para cruzar a terreno peligroso.

-Debo volver a casa -señaló-. Mañana trabajo.

Irene entrecerró los ojos.

-Creí que dirías que tu esposa se molestaría.

Su esposa. Escuchar mencionarla volvió a lanzar sobre sus hombros la soledad de la casa vacía y los reproches que le había dirigido los días anteriores. Los que siempre le dirigía.

-No se dará cuenta siquiera -replicó con más amargura de la que era prudente traslucir, desviando la mirada hacia la salida.

Fue entonces cuando sintió el suave tacto de la mano de Irene en su cara.

Extrañamente lo primero que pensó fue que su barba sin afeitar tras el pesado día de trabajo le rasparía en la mano, pero ella no pareció notarlo. Lo hizo girar la cabeza hacia ella. Estaba más cerca que antes, y a pesar de ser un poquito más baja que él, se sintió una vez más dominado por sus ojos, sin dejarlo apartar la mirada.

-Te mereces algo mejor -susurró ella, al tiempo que apoyaba la otra mano en su pecho.

Lestrade tragó grueso, sintiendo como todo su cuerpo se tensaba y a la vez se inclinaba hacia su tacto.

-Debo irme -replicó, aunque no resultó muy convincente cuando su cuerpo se negó a retroceder siquiera un poco.

Irene en cambio se acercó un poco más, elevándose en las puntas de los pies hacia él. Sintió el roce de la delicada nariz de la mujer con la suya y lo recorrió un estremecimiento que ella no podía haber dejado de notar.

-Vete, entonces -dijo ella en un tono aún más suave.

Podía sentir su aliento en el rostro, igual que su mano tomó la forma de la cintura de ella. Aún podía ver el brillo de los ojos de ella, tan cerca, hipnotizadores, esperando su reacción.

Hubiera podido resistirse si no hubiera dejado de verlo.

En el momento en que Irene Adler cerró los ojos, estuvo perdido.

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próximo capítulo: El Juego Ganador

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