Título: Camelot, Tierra de amor y deseo.
Personajes: todo el pre-series de Merlin. Multi-shipping.
Advertencias: promiscuidad y adulterio.
Dedicatoria: Para
nyaza en su cumpleaños. BB!!! TE AMO!!! Llevo un año tratando de completar esto, que si bien ha quedado cortito está hecho con mucho cariño!!! Espero que te guste cuando tengas oportunidad de leerlo! :D
Notas: serie de viñetas con emociones de las distintas parejas ubicada en el pre-series de Merlin. Parejas canon y crack, todos los géneros.
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Desde el momento en que Uther posó sus ojos en ella, supo que sería su reina. Los labios carnosos, los ojos oscuros y profundos, el porte de elegancia y bondad… No se planteó entonces si merecía que semejante mujer fuera su esposa. Él era el futuro rey, nada podía ser demasiado para él.
La quería a ella, la tendría.
No pensó entonces que Igriane se metería bajo su piel y encontraría un camino hacia su alma que él no conocía.
No sabía qué tan profundamente llegaría a amarla.
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A Hunith nunca le ha importado demasiado lo que sucede en el palacio. Las guerras, la magia, los límites, la política, eso no asunto de ella. Toda la vida ha conocido sólo una cosa: el trabajo real, fuerte y honesto.
A Gaius en cambio, le encanta la ciudad. Lo ha seducido el palacio y las maravillas que ha conocido allí. Se debe ahora a la magia, y al rey Uther, quien no lo dejará ir.
Si por ella fuera, se lo llevaría con ella a Ealdor. Presiente que las cosas van a torcerse pronto, y no está segura por qué.
Sólo espera que él no quede atrapado en medio.
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Cuando Gaius conoció a Alice, Balinor no puedo evitar sonreír para sí y morderse los labios para no decir “te lo dije”. Él la había conocido en una visita anterior al castillo. Era joven, pero ambiciosa, deseosa de aprender.
Tenía el mismo espíritu ávido de conocimientos de Gaius. Lo había notado de inmediato. Esa forma de devorar toda palabra relacionada con la magia, como esponjas deseosas de empaparse del todo.
A él le gustaba enseñarle cosas. Era poderosa, y hábil. Sus grandes ojos brillaban emocionados al aprender algo nuevo, y unos deliciosos camanances se marcaban en su rostro cuando sonreía al escuchar un elogio.
Sí, tal vez no se la hubiera presentado a su amigo si él hubiera vivido de manera estable en Camelot. Si no hubiera tenido una vida de vagar por los reinos, siguiendo dragones, evitando catástrofes.
Nunca había creído justo para alguien exponerle a estar con un señor de dragones.
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Nimueh sabe que es poderosa. No ha medido todavía sus fuerzas, no ha encontrado oponente digno, pero sabe que por sus venas corre sangre tan mágica que el mundo debería temblar a sus pies.
No es eso lo que quiere, aunque está dispuesta a hacerlo si es lo que hará que el rey Uther la mire de esa forma. Ella, su fuente de poder inagotable. Su mano derecha, indispensable. La estremece el brillo ambicioso en los ojos del rey al verla hacer magia. Es la satisfacción de paladear un triunfo previo a este. El deseo por la mujer que tanto poder destila.
Miradas idénticas de anhelo se encuentran antes de ceder a la tentación, pero ella no desea la corona.
Sólo al rey que la lleva.
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Igraine no sabía cómo había llegado a amar Camelot de esa forma, pero así era. Podía pasarse horas enteras mirando el reino desde su ventana.
Era una pena que Uther no pudiera salir a cabalgar con ella a menudo. Le encantaba pasearse por los bosques, aspirar el aroma de las plantas y recolectar flores para adornar sus habitaciones, su vestido y su cabello.
Pero bien, con el tiempo se había acostumbrado a que su esposo no la acompañara. Luego dejó de extrañarlo. A partir del momento que dejó de encontrarse sola en el bosque.
Cuando decidió planear sus cabalgatas para los días en que el joven Gaius salía a recoger plantas para sus pócimas. Esos días en que lo encontraba y se detenía a hablar con él.
Cuando era Gaius quien prendía flores de su ropa.
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No es la primera criada guapa con la que se cruza en palacio. Probablemente tampoco sea la última.
No sabe mucho de esta. Cree que trabaja para la familia de uno de sus caballeros. Leon, supone, que acaba de tener un hijo al que le han puesto su mismo nombre. Por eso lleva seguro esas ropitas pequeñas en la cesta que apoya en su costado.
Intenta abordarla, pero ella lo elude. Es tímida, se ruboriza un poco. Cuando él insiste, empieza a molestarse. Su ceño se frunce de manera graciosa, y si se contiene, probablemente es porque sabe que a quien tiene al frente es a su rey.
No, así no será divertido. Tendrá que dejarla ir. Tampoco le importa demasiado. No se acordará de ella hasta que tenga que llevar algún trabajo al herrero del pueblo, que ahora que lo piensa, cree que es su esposo.
Suspira y sigue su camino hacia el trono. No habrá esa tarde evasión para sus sentidos. El peso del trono amenaza con quebrar sus hombros, y la mirada esperanzada de Igraine no ayuda.
Ni ella le da un heredero, ni él está a su altura.
Nunca puede olvidar eso.
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Alice era una cara familiar en la biblioteca. Siempre entraba, con la mirada ansiosa, buscando entre los estantes respuestas para preguntas que no formulaba en voz alta pero que la llevaban de cabeza toda la noche anterior.
El viejo bibliotecario no la ayudaba mucho. Más de una vez amenazaba con correrla. Por eso esperaba a que estuviera el otro, el más joven.
Geoffrey. Él sí que la atendía, y a veces en secreto, le dejaba pergaminos viejos y libros cargados de hechizos. Siempre quería estudiar, saber más… por eso iba siempre que podía.
Por eso, y por ver al bibliotecario mirar por encima del hombro antes de llevarla entre las estanterías para darle justo lo que quería.
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Siempre lo ha seducido la magia. No sabe si valdrá para ello, pero no hay nada que desee más. Sin embargo, tiene que entretener su tiempo en aprender sobre pócimas, enfermedades y curaciones.
Tampoco es que le moleste demasiado. Le apasiona leer. Acaricia las tapas de los libros distraídamente con el dedo índice mientras los sostiene abiertos frente a él, absorbiendo todo el conocimiento que le sea posible con tal concentración que nada puede distraerlo.
Excepto ella. Cuando Nimueh está presente, Gaius no puede evitar separar los ojos de las letras, y seguirla a donde vaya. No sabe si le gusta o la inquieta, pero está seguro de que lo nota. Ella es sabiduría, es poder, es magia. La manera en que se mueve, como mira, como respira. Toda ella es el arte que él quiere aprender.
Es la seducción de la magia hecha mujer.
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Camelot no era una tierra sólo de lujos. Mientras que en el castillo los poderosos intercambiaban mil secretos y pasiones, había quienes observaban y callaban.
Ese era su caso. Mientras que el pequeño Leon no le daba problemas, ni tenía que ocultarle oscuros hechos en su propia casa, ella escuchaba los comentarios, los cuchicheos y las vergüenzas que se propagaban a voces.
La corte no era un lugar sano, tampoco un lugar feliz.
Tal vez por eso no le importaba regresar a su humilde hogar, caldeado por el fuego de la herrería al otro lado. Quitarse sus humildes vestidos, cocinar su sencilla comida, y dejar que Tom la tomara entre sus brazos.
Oh sí, Tom, el pequeño Elyan y ella. No necesitaban dinero ni poderes. Sólo estar juntos.
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A Tristan no le gusta la corte. Le parece un lugar terriblemente falso y artificial. Su preciosa hermana no calza allí. Ella, que es pureza y bondad, rodeada de mentiras, poses y calculadas alianzas.
Quisiera quedarse a su lado siempre y protegerla. Prevenirle que su esposo no es tan noble como ella piensa. Tampoco esa nueva amiga que tiene. Viviane ha dicho. Esposa de Gorlois, amigo del rey.
Oh, no puede especificar cómo lo sabe. Igraine nunca le creería nada sobre su marido. Lo adora de manera irracional, y lo acusará, como ha hecho siempre, de no querer a ningún hombre que se interesara por ella. Ni siquiera tiene pruebas, simplemente, no le tiene confianza.
Sabe que herirá a su hermana, pero aún no sabe cómo.
Con Viviane es otra historia. Lo sabe por la manera en que lo mira. Esa forma en que sonríe seductora, mientras no aparta los ojos de él, al otro lado del salón. Como se desplaza a su lado rozándolo demasiado cerca y tan despacio que no podría pasar por un accidente.
Por esos labios tan jugosos que lo exploran de arriba abajo en un salón perdido del palacio, que luego van y saludan cariñosos a su marido, y se posan impolutos en la mejilla de su hermana.
Los mismos que susurran en su oído su nombre, el de su hermana, y el del rey.
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La primera vez que Aredian estuvo en Camelot, no se dedicaba todavía a cazar magos. Era sólo un conocido de Gorlois en una batalla. Uther lo recibió en su castillo, fue un invitado nada más. Le gustaba estar allí. Era la primera vez que el caballero y él estaban juntos en un territorio en paz. Había conocido a Viviane, las bellezas de los alrededores del palacio, y las riquezas de un reino como aquel.
En especial, a la mejor de todas. Igraine.
La reina era una en un millón. Él había viajado mucho, pero conocía a pocas como ella. Esa mezcla de seducción y bondad no podían convivir en un mismo rostro, y en el suyo lo hacían. Delicadeza y fuerza. Energía y suavidad.
Podía pasar horas hablando para ella. Narrándole de sus viajes, exagerando sus aventuras. Ella escuchaba totalmente absorta, se inclinaba hacia él emocionada, se clavaba las uñas en las manos asustada.
Se ruborizaba cuando él la veía de medio lado y sonreía sin decir nada cuando él tomaba su mano en medio de alguna narración.
Aredian se quedó en Camelot un tiempo. Mientras Uther y Gorlois atendían los problemas del reino, él dedicaba su tiempo a quien más lo merecía: la reina.
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Nimueh sabe que a sus palabras las fuerzas de la naturaleza pueden ceder. No intenta forzarlas porque su poder no es para dominar, no es lo que su religión pretende. Sólo quiere probarlo todo, adentrarse en los oscuros secretos.
Sin embargo, hay un misterio que nunca le será revelado. Lo sabe, le intriga y le fascina. Por eso quiere conocer al menos a una persona que sí pueda hacerlo. Alguno de los bendecidos.
A él lo conoce en Camelot, durante una de sus visitas. Sabe que se llama Balinor. Le parece que lo vio por primera vez junto a Gaius, ese al que Uther tanto quiere y a quien Igraine tanto aprecia. Sabe que no lo ha visto antes, o lo recordaría.
Le sigue, él lo sabe, y no se molesta en detenerla. En silencio, como si no la notara, se aleja del reino. Es hasta que están lejos, en un claro, que la mira de reojo y sisea las palabras. Son graves, potentes, salen de lo profundo de su garganta y Nimueh no puede entenderlas.
Los dragones acuden a su llamado. Con ellos su voz es poderosa, pero también amiga. Tiene la autoridad para ser respetado, y la amabilidad para ser amado. Las criaturas de fuego le rodean, y cuando lo dejan, le extraña que no lo lleven con ellas volando.
Pero él la mira, y sonríe. Nimueh tiene la certeza de que ha traído el espectáculo para ella. Se acerca a él con pasos cortos, sin apartar la mirada. Él es su opción de conocer el misterio que quiere resolver, en el que sus propios poderes no alcanzan a sumergirse.
El poder de un señor de dragones.
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Uther podía pasar horas entrenando con Gorlois. Cuando sus espadas se cruzaban y las miradas sobre sus filos se encontraban, una oleada de excitación corría por su sangre. El sonido de los metales chocando, la rapidez de movimientos, la agilidad de pensamiento. Se leían mutuamente la mente, chocaban pecho con pecho mientras alzaban las espadas, mientras se entremezclaban sus respiraciones agitadas.
Ni Igraine ni Viviane lo entendían. Sabían que ambos ponían su vida en las manos del otro, y que si sus esposos peleaban hombro con hombro no debían temer. Pero no podían comprender el lazo que los unía.
A veces tampoco ellos lo entendían, cuando las espadas quedaban a un lado y las armaduras terminaban en el suelo. Cuando su conexión tenía otro nivel que no se cuestionaban.
Era entonces cuando Uther evitaba pensar en Viviane y sus manos blancas recorriendo su pecho. Igual que Gorlois cerraba los ojos y borraba de su mente la tentadora candidez de los labios sonrientes de Igraine.
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Igraine acaricia su vientre con devoción. Allí está creciendo al fin el heredero que tanto tiempo ha tardado en darle a su rey. Agravaine la mira con atención, y lo corroe la envidia al ver la dulce sonrisa de su hermana concentrada en la vida que crece en su interior.
Parece feliz y sin embargo, no le gusta verla así. Odia estar a su lado y que ella no clave sus dulces ojos en él y le sonría.
Siempre ha sido así desde que Uther Pendragon entró a sus vidas. Al conocerlo, Tristan y él habían pasado a segundo plano para Igraine. Aun ahora la ausencia de la mujer pesa dentro de las paredes de su hogar, frío y vacío sin ella.
Por eso Agravaine ha disfrutado hasta entonces para visitar Camelot. Porque hasta su visita anterior, en esas ocasiones su hermana ha sido toda suya. Sin embargo, a partir de ahora será diferente. Lo puede sentir. Igraine puede decir que está feliz de tenerlo allí, pero él sabe que le daría exactamente lo mismo que no lo estuviera.
Porque ahora su mundo girará en torno únicamente del hijo de Uther Pendragon.
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Desde que estaba embarazada, Igraine sentía el mundo de una manera diferente. La vida que latía en su interior la hacía sentir con más intensidad todo lo que la rodea. Después de tanto tiempo de espera y frustración, finalmente encontrarse esperando al futuro heredero del trono lo cambiaba todo.
Volver la vista a su pasado se le hacía dulce y satisfactorio, a pesar de todo.
Desde que había conocido a Uther se había encontrado fascinada. Tristan no lo había aprobado y Agravaine no lo había entendido, pero ella supo desde ese momento que nunca amaría a otro.
No era cualquier rey. Este era un hombre que había ganado su reino con ingenio y fortaleza. Con agilidad e inteligencia. No era uno de esos aburridos nobles que heredaban sus fortunas por nacimiento y sin méritos.
Desde joven había decidido que no se casaría con un hombre cualquiera.
Tras un tiempo de matrimonio podía comprender que Uther no era perfecto. Tenía sus defectos y sus faltas, pero con todo y ellas lo amaba. Era capaz de ver sus aspectos negativos, pero sólo ella era capaz de aceptarlo. Ella lo entendía como él mismo no podía hacerlo. Podía ver lo bueno y lo malo, las razones por las cuales lo amaba.
Sólo esperaba poder hacer de su hijo un hombre con todas las buenas cualidades Pendragon.
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Nimueh puede sentirlo justo antes de que suceda. Daría cualquier cosa por detenerlo, pero sabe que su momento de actuar fue antes, y no lo hizo.
Debió detener la locura de Uther antes de que fuera demasiado tarde. Desde que Igraine le confirmó que estaba embarazada, sabe que aquel momento no puede evitarse. Hubiera deseado que el precio fuera otro. Cualquier otro.
Pero no es así.
Quisiera correr hasta Igraine. Tomarla en sus brazos y protegerla. Sabe que no podrá hacer nada pero quiere estar con ella. Pedirle perdón mientras le demuestra por última vez lo mucho que la quiere.
Pero es demasiado tarde.
Igraine ha pagado el precio de la vida de Arthur.
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El dolor se extendía por Camelot sin que nada pudiera detenerlo. Lento e inexorable, se colaba por cada resquicio. Gaius lo sentía en las venas, se le colaba bajo la piel y le carcomía el alma. El mundo que había conocido hasta entonces ya no existía.
La fiesta que debió significar el nacimiento del heredero de la casa Pendragon había sido sustituida por el llanto, la ira y la guerra.
La muerte de la reina había marcado la región. La agonía del monarca contaminaba a su pueblo.
Uther estaba determinado a eliminar la magia de Camelot.
A veces Gaius tenía que detenerse y cerrar los ojos para asimilar que todo era real: la muerte de Igraine, la expulsión de Nimueh del reino, la marcha de Alice por la sentencia de Uther, el regreso de Aredian para la caza de magos y brujas, los niños ahogados, la huída de Balinor, el ocultamiento de la pequeña Morgause…
El horror intentaba apoderarse de él. Era entonces cuando su mente iba en otra dirección. Cuando pensaba en Uther Pendragon desgarrado de dolor sobre el cadáver de Igraine. En su mirada enloquecida al declarar la magia como su enemiga absoluta. El temblor de ira y dolor contenidos que lo estremecían cuando instaba a sus caballeros a lanzarse a la caza de hombres y mujeres con más poderes que ellos.
El rey y su voluntad inquebrantable que hacía caer a los poderosos. La pérdida que lo impulsaba a retar lo imposible y ganarle. La astucia con la que enfrentaba la magia.
Uther, ese que solamente frente a él se mostraba solo, débil y roto. El rey quebrado por la pérdida de alguien que amaba más de lo que había sido consciente hasta perderla.
El hombre que buscaba consuelo y guía en sus brazos.
La razón por la que Gaius, a pesar de creer en la religión que moría, no dejaba Camelot.
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Sólo en el salon principal del Castillo, Uther Pendragon toma licor de su copa de oro y deja que la amargura se deslice por su garganta y continúe anidándose en su pecho.
No quiere irse a su cuarto, donde lo espera un lecho cargado de recuerdos, de oportunidades perdidas y futuros asesinados por la magia. No quiere vagar por los pasillos que están llenos de recuerdos de personas que ya se han ido.
En poco tiempo, Uther Pendragon ha asegurado un reino, pero lo ha perdido todo.
Los recuerdos de sus pasiones y sus amantes, el vacío doloroso de la muerte de Igraine. Los recuerdos desgarrados de la purga. Ha probado que su ingenio y su ira tienen poder sobre la magia, pero el precio es alto. La soledad no perdona.
De todas las personas que tuvo a su alrededor alguna vez, son pocas las que quedan y menos las que importan. ¿Qué más da si caballeros y sirvientas siguen siendo los mismos, si sus amigos no existen? Ha traicionado la confianza de unos, ha enviado a la muerte a otros.
¿Qué más dan las mujeres que se vean seducidas por su corona? Aquellas que realmente importaron no están. La única que amó realmente está muerta. ¿Qué más dan los hombres que se acerquen en su busca? No puede confiar en ninguno porque él traicionó al más cercano de todos.
Sólo puede confiar en Gaius. Sólo él estará siempre, no le fallará nunca. Es el único del que no escucha rumores o comentarios, aquel que no le dio la espalda cuando todos se marcharon. El único apoyo real con quien puede contar en el reino ahora que su vida como conocía ha terminado.
¿Qué le queda ahora? Arthur y Morgana, Camelot y una venganza que nunca termina.
Porque miente si dice que todas las mujeres importantes de su vida no están. Aún existe una. Esa que nubla sus sueños y le roba la paz. Esa que se desliza por fuera del palacio, la que se escurre entre las sombras y ataca cuando menos lo espera. Esa que fue su confidente, el hada que cumplía sus deseos, la bruja que hacía realidad lo imposible.
Nimueh, susurra la oscuridad del palacio. Esa a quien le debe todo: las pérdidas y las ganancias.
La única, la última. El pasado que no deja de perseguir y del que no puede escapar.