El Cuervo y la Serpiente: III

May 01, 2010 23:37


(c)

XIII. Presencia

Aquella noche Zoe bebió más de la cuenta y a Veronica, que era la que mejor aguantaba el alcohol, le tocó llevarla casi a rastras hasta el motel. En el mismo porche en el que se encontraba su habitación, una pareja se besaba: ella, una morena de ojos de gata, intentaba convencerle a él, un trajeado con pinta de ejecutivo, para que se quedase a pasar la noche. A pesar de su insistencia, el hombre consiguió zafarse de ella. Veronica no vio ningún anillo en su mano, pero hubiera apostado a que tenía a otra mujercita, una muy distinta a la del motel, esperándole en casa.

Sólo él se dio cuenta de la presencia de V y Z. Dedicó una mirada rápida a la chica huesuda y de pelo corto que se tambaleaba entre los brazos de la imponente rubia, pero su examen no fue más allá. Si hubiera prestado más atención, se habría dado cuenta de que la morena lloraba. En silencio, como si no quisiera que la otra la escuchase.

- Z, ¿estás bien? -preguntó Veronica mientras introducía la llave en la cerradura.

Un sonido ahogado y nasal fue la única respuesta de su compañera. Pateó la puerta con la punta de la Doc Martens de la derecha y ayudó a Zoe a entrar en la habitación.

- Ven, siéntate en la cama, voy a desvestirte.

A la tenue luz de las farolas de la calle que entraba por la ventana, vio las mejillas húmedas de Zoe. Maldijo en el interior de su cabeza, pero mantuvo la compostura: ni una sombra recorrió su cara.

- ¿Por qué lloras? -tenía la voz dulce y suave, cargada de paciencia, como si se estuviese dirigiendo a un niño pequeño.

La morena balbuceó algo y la apartó. Veronica no se dio por vencida y le levantó los brazos para así poder sacarle el vestido por la cabeza. Se agachó para quitarle los zapatos, unas deportivas Victoria de color morado que habían vivido muchas cosas. Se situó tras ella en la cama para desabrocharle el sujetador, negro, con un corazón de encaje rosa bordado en una esquina.

- Venga, échate -le indicó.

Zoe la obedeció en completo silencio, y Veronica le metió un dedo bajo el elástico de las bragas para bajárselas. Las piernas de la morena no colaboraban y ella tampoco estaba en plena posesión de sus facultades; achacó al alcohol la sensación de vértigo que la asaltó al tener las manos tan cerca de Zoe.

Era como si le faltase el aire, como si estuviese a punto de lanzarse en paracaídas desde un avión. La proximidad de la morena, con su olor un poco afrutado y un poco de almizcle, como un animal a medio domesticar, la estaba volviendo loca. Zoe estaba completamente borracha y probablemente no se acordaría de nada a la mañana siguiente, pero Veronica sabía que había límites que no debía cruzar, fronteras que habían establecido por alguna razón, aunque en aquel momento no pudiera recordar cuál.

Con un tirón seco, le quitó por fin las bragas y respiró hondo un par de veces. El cuerpo desnudo de Zoe le devolvió la mirada, aunque su dueña tenía los ojos cerrados. Los mechones rebeldes de su pelo oscuro formaban un patrón que parecía advertirla de lo que pasaría si rompía las reglas del juego.

A Veronica nunca le había gustado seguir las normas establecidas, pero esa vez logró apartarse. Enfadada, rebuscó en la maleta de Zoe hasta encontrar una camiseta que podría servirle como pijama y se la tendió a la figura de la cama con un gruñido. Mecánicamente, la morena se la puso tras un rato de lucha y se hizo un ovillo, los delgados brazos rodeando las rodillas, los ojos cerrados con fuerza para no ver.

Veronica tomó aire con fuerza. Definitivamente, iba a necesitar otra copa.

IX. Extraño

A pesar de que la madrugada ya estaba avanzada, o tal vez precisamente por eso, el bar del motel estaba abarrotado. Pequeño, estrecho, agobiante y cutre, era el tipo de bar en que Veronica se encontraba a sus anchas.

Entró pisando fuerte y se sentó delante de la barra. A su derecha, medio metro más allá, había una mujer con unos kilos de más y demasiada sombra de ojos que desgranaba sus penas, una por una, al camarero. Tras ella, una joven pareja con los ojos chispeantes se susurraba tonterías al oído. Un par de tíos con pinta de vendedores a domicilio, un adolescente con el ojo morado y un viejo que no pegaba nada allí completaban el deprimente cuadro.

- ¿Qué va a ser? -le dijo el camarero a la rubia, inclinándose hacia ella y rozándole un brazo con el dorso de la mano. Veronica se apartó con desagrado mientras mascullaba un “Un whisky. Doble”.

Una vez que tuvo el vaso frente a sí, lo cogió con delicadeza e hizo girar los hielos en su interior. Éstos tintinearon al chocar contra las paredes de cristal mientras Veronica metía la nariz en su interior, aspirando el fuerte olor a alcohol que emanaba del whisky.

Había perdido la cuenta de las copas que llevaba cuando un desconocido se sentó a su lado y se presentó con el típico “Lo mismo que ella, por favor”. Veronica le echó una mirada de reojo y no vio más que un trajeado unos años mayor que ella, con el oscuro pelo algo largo y una sombra de barba en la mandíbula.

- ¿Qué haces bebiendo sola? -le preguntó el hombre, dando un sorbo a su whisky doble.

La rubia sopesó seriamente si contestarle o no. Finalmente, se terminó su copa y replicó:

- Mejor sola que mal acompañada.

El trajeado soltó un bufido que, echándole un poco de imaginación, podía pasar por risa, y asintió.

- Te doy la razón -dejó el vaso vacío y con un gesto le indicó al camarero que le sirviera otro-. Y otro para la señorita, también. Invito yo.
- Si esperas que rechace la invitación -repuso Veronica, apoyando la barbilla en el hueco de la mano-, que sepas que no soy de ésas. Una copa gratis es una copa gratis, venga de quien venga.
- Tienes carácter -el tío le dedicó una sonrisa deslumbrante, que probablemente todavía estaría pagando-. Eso me gusta. Y dime, chica con carácter, ¿cómo te llamas?
- Brooklyn.

London y Brooklyn eran los nombres falsos que V y Z solían utilizar cuando salían juntas por New York City. London porque Zoe siempre había querido visitar la capital inglesa, Brooklyn porque el ático que habían alquilado juntas se encontraba en ese barrio. Con ellos se quitaban de encima a los babosos; escondidas tras ellos habían vivido más borracheras, colocones y fiestas interminables de las que podían contar. Volver a emplearlo fue como si le hubieran tirado un jarro de agua fría por encima.

- Brooklyn, ¿eh? -el tío sonrió divertido, como si no se lo hubiera creído-. Yo soy Matt. Encantado.

Veronica/Brooklyn sólo pudo ensayar una débil sonrisa cuando él le puso una mano sobre las medias de rejilla y le acarició el muslo. Sus reflejos se dispararon a toda velocidad: le costó un enorme esfuerzo de voluntad no sacudirse los dedos de Matt de encima y acto seguido patearle la cabeza. Pero tragó saliva y no se movió ni un centímetro. Su sonrisa no flaqueó, sino que se hizo más ancha. Y su respuesta fue “Sí” cuando el trajeado la invitó a subir a su habitación.

X. Interruptor

Lo primero que hizo Matt cuando entraron en su habitación fue pulsar el interruptor de la lámpara del techo. La luz bañó la estancia mientras le quitaba los vaqueros, casi por la fuerza, y le hurgaba bajo el elástico del tanga a Veronica. Le metió no uno ni dos, sino tres dedos en el coño, y la empujó en dirección a la cama individual. La tendió sobre la colcha con mucha más fuerza de la necesaria y empezó a desabrocharse el cinturón.

Veronica quedó tumbada bajo el cuerpo de Matt, que pesaba más de lo que parecía a simple vista. Su mirada ausente se clavó en la bombilla incandescente del techo. Nunca le había gustado follar con la luz encendida, una manía que le había contagiado Zoe. Prefería la oscuridad casi total o, en su defecto, la iluminación procedente de un par de candelabros situados estratégicamente. Le gustaba ver los contrastes, los juegos de luces y sombras en la piel, en los huesos y en el pelo de la gente. De todas formas, no estaba segura de querer asociar el perfil sombreado y huesudo de Zoe con el tal Matt, así que no dijo nada al respecto.

El trajeado, que ya no lo estaba, le bajó el tanga y se inclinó sobre ella, completamente desnudo. Veronica sintió un dolor sordo cuando la penetró sin más, un dolor que no desapareció y que se hizo eterno durante los minutos que Matt tardó en correrse. Encima de ella, embistiendo cada vez más rápido, el tío jadeaba y una pátina de sudor comenzaba a cubrirle la frente. Llegó a pegarle en una ocasión, con fuerza, en la mejilla derecha. Veronica se dejó hacer, sin moverse, sin protestar. No estaba poniendo mucho de su parte, más bien nada, pero consentía lo que le estaba haciendo. No podía llamarse una violación en sentido estricto.

Matt se desplomó sobre ella una vez alcanzado el orgasmo, satisfecho como un gato que ronronea. Veronica pugnó por respirar, el peso muerto del tío aplastándole el pecho. Con un último esfuerzo consiguió quitárselo de encima. Él le respondió con un ronquido.

Recogió sus vaqueros, tirados en el mohoso parquet, su tanga y sus zapatos. Ni siquiera se había quitado la camiseta de tirantes. Cerró de un portazo al salir, esperando despertar al bello durmiente, y sólo cuando llegó a su propio dormitorio cayó en la cuenta de que no habían usado condón.

Un torbellino de malos recuerdos, de desesperación, de ganas de morir, la golpeó dejándola sin aire. Los pulmones le ardían, los ojos se le llenaron de lágrimas y se dejó caer al suelo como una marioneta a la que el titiritero hubiera cortado cruelmente los hilos.

Se arrastró como pudo, como un gusano (así se sentía: como un gusano), al interior de la habitación. Zoe, hecha un ovillo, dormía. Nadie calificaría su sueño de “plácido”, pero al menos dormía. Veronica se deslizó a su lado en la cama, sin desvestirse, y se pasó toda la noche en vela, queriendo morir.


original: el cuervo y la serpiente, personaje: veronica, personaje: zoe, formato: historia larga

Previous post
Up