Raul Zolezzi // "Perfil.com", 31 декабря 2011 года

Jan 07, 2012 06:10





LA NUEVA LITERATURA RUSA QUE VINO DEL HIELO

Vladimir Sorokin es autor de doce novelas, diez obras teatrales y varios guiones cinematográficos. Artista multifacético formado en el ambiente de la vanguardia moscovita de los años 80, fue pintor antes de dedicarse a la escritura. Su posmodernista, conceptual y avanzada narrativa no tenía cabida en el panorama literario oficial de la Rusia soviética, hasta que sus primeros libros aparecieron en París. Y entonces...

Al parecer, durante la crisis revolucionaria que terminaría con el débil gobierno provisional de Kerenski y en medio de un inflamado discurso, Vladimir Ilich Ulianov -más conocido como Lenin- dijo: “Todo es ilusión, salvo el poder”. Veloz, dura y austera, la pequeña frase expresa un complejo pensamiento que atraviesa la historia humana. Su verdad conceptual nos ubica brutalmente en el espacio y el tiempo por los que transitamos, mientras su estética enfría la cabeza y calienta el corazón (o viceversa.)

Nada más ruso y sin duda su gran lugar de trascendencia, su marca. Siempre hielo y fuego, carne y alma, arte y política en tensas y constantes proporciones. Podría decirse que no hay artista u hombre de acción de importancia detrás de los Urales que no porte dicha cruz. Buscada o no.

Vladimir Sorokin, el escritor moscovita con mayor trascendencia fuera de Rusia en los últimos años, otrora ingeniero, artista plástico y actual guionista de cine, no escapa a este sino: “Yo quería ser un literato, pero ellos [el poder] me hicieron escritor en la comprensión rusa clásica de la palabra: profeta, maestro de la vida”, dice con pretendida ironía. Provocador y objeto de escarnio público -como respuesta a la publicación de su obra Goluboye salo (Manteca de cerdo azul, 1999), huestes juveniles pro Putin (los Nashi, ¡100 mil militantes!) destruyeron sus libros frente al teatro Bolshói echándolos a un improvisado inodoro e instigaron un proceso en su contra por pornógrafo- Sorokin sabe responder con el lenguaje de estos tiempos. Su última novela, El día del opríchnik (2008), es claro ejemplo.

Narrada en primera persona y con un estilo trabajado con maestría para lograr el decir de viejos tiempos -al que la sutil revisión de traducción hecha por Omar Lobos y Ariel Dilon nos permite acceder con fluidez-, da cuenta de la laboriosa jornada de un miembro de la opríchnina (selecto cuerpo represivo que custodiaba los poderes absolutos de Iván el Terrible), esta vez reeditada con todo su horroroso poder en una distópica, tecnológica y amurallada Nueva Rusia del año 2027, política y socialmente anclada en el siglo XVI. La directa analogía que rápidamente puede establecerse entre la novela y el actual reinado de Putin ha hecho que su autor siga acumulando detractores y enemigos dentro de su patria, como reconocimiento en el exterior -especialmente en los Estados Unidos.

Pero esta buscada equivalencia entre realidad y ficción hace que el texto transite como un aparato lúdico-crítico en detrimento de mayores profundidades.

Será con la reciente, aunque tardía, aparición en nuestra lengua de su novela El hielo, escrita en 2002 y primera parte de la Trilogía helada, que Sorokin se nos revelará como algo más que un irónico y provocativo escritor de la Rusia post soviética y posmoderna.

En un galpón a las afueras de Moscú un hombre de veinte años y otro de cincuenta, ambos con sus bocas tapadas con cinta, son meticulosamente atados a gruesas columnas de hierro. Uno de los captores, una mujer, extrae del coche un cofre metálico alargado que al abrirlo resulta ser una mini-heladera. Dentro hay dos martillos de hielo. El captor más joven toma uno de los martillos, se planta delante del cincuentón, al que le han abierto la camisa, y sin mediar palabra lo golpea violentamente en el esternón. Luego acerca el oído al pecho y ordena: “¡Responde!, ¡habla!, ¡habla con el corazón!”.

Aproximadamente así comienza esta historia. No es conveniente develar nada más sobre la trama. (Su ignorancia resultará altamente provechosa, por lo que es recomendable no leer la contratapa.)

Con una prosa violenta y sexual cuyo suelo es la imagen -que esta vez por falta de revisión nos llega traducida a una jerigonza española por momentos incompresible-, Sorokin despliega un programa político-literario propio con despiadada honestidad. Aunque firmemente abulonada a la historia rusa -desde la revolución del ’17 hasta hoy-, la substancia literaria se desprende de cualquier desplazamiento metafórico para presentarse con total desnudez. Todo es lo que es, sin vueltas. Sorokin no escribe sobre el hielo para hablarnos de otra cosa. Escribe el hielo y el libro quema como el hielo: se nos pega a la piel. Es así como accedemos a su visión de la realidad. Se piensa -no sin razón, ya que él mismo lo confirma una y otra vez- que Sorokin aborrece del mundo en que vive tanto como todo sueño de redención. Un hombre alejado de cualquier apuesta. Es justo decir que El hielo puede leerse en esta clave. Sin ninguna duda. Pero en todo radical desprecio siempre subyace algo de lo mejor de nosotros. Para poder describir una pesadilla hay que soñar. Y soñar, como práctica, inevitablemente nos reconcilia con la condición humana. Entonces otra vez Lenin: “Hay que soñar, pero a condición de creer seriamente en nuestro sueño, de examinar con atención la vida real, de confrontar nuestras observaciones con nuestro sueño, de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”.
Subráyese: escrupulosamente.

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