Intento de angst y mascado de tragedia, NC-17. Su poquito de femmeslash. Ficción original, cualquier parecido con la realidad u otra obra es plagio pura coincidencia, si lo que buscas es algo con calidad vete al diario de
gatzara y léete cosas como
Rosa chicle.
Nació de una herida en el vientre de la que nunca llegó a ser su madre y fue, tal vez, una herida en sí misma. Nació cubierta de sangre, con dolor, sin deseo, demasiado pronto y tal vez demasiado tarde. Nació para morir, y sin embargo tuvo nombre, aquella noche. Tuvo un nombre que jamás conocería, susurrado junto a su oído por unos labios de mujer, justo antes de recibir una marca de rojo carmín en la frente y oír sin oír, entre su propio llanto, unos tacones alejarse.
No murió, y otro pecho la alimentó, junto a los que llamaron sus hermanos. Fue una niña frágil y delicada, de rasgos afilados y labios siempre curvados en una sonrisa. La acusaban de parecer una muñeca, y parecían casi defraudados al apretar sus mejillas, como si su piel clara no hiciera justicia a las fotografías. No le gustaba aquel contacto rudo; le gustaban los besos delicados, el roce a sus tirabuzones negros, la mano cálida que sujetaba la suya al caminar por la calle.
Creció, y conoció el mundo. Salió al exterior un día gris en que todo tenía un matiz irreal, y oyó sonidos que parecían llegar de muy lejos. No le gustaron aquel cielo sin sol ni aquel animal sin dueño que poblaba las calles. Decidió que no quería volver a salir, pero no la dejaron refugiarse en el palacio de cristal que imaginaba desde su cama. Decidió que no hablaría, que los hombres sólo emitían sonidos para imponer sus palabras a las palabras de otros hombres, pero la llevaron a médicos y especialistas hasta que volvió a hacerlo. Nunca fue habladora, sin embargo. Le gustaba escuchar, le gustaba salir a la calle y oír conversaciones cortadas a un lado del teléfono, inventando la otra mitad del diálogo, la otra mitad de una vida.
Solía escaparse al parque para escuchar el susurro del viento a las hojas, y pensaba que seguramente les contaba historias, historias para dormir y para despertar y para vivir y para reír. Ella no reía, pero sonreía mucho, casi todo el tiempo. Sonreía para hablar, para preguntar, para llorar. Sonreía con unos dientes blancos y pequeños, pero sonreía sobre todo con los ojos, porque había aprendido que a la gente le resultaba cómodo hablar si les sonreía mientras escuchaba, aunque no moviera los labios.
Aprendió que sonreír a veces no bastaba, y que esas veces era mejor huir. Aprendió que todas las personas tienen heridas incurables, y que la vida es un viaje en búsqueda de un remedio inexistente. Aprendió a besar a los catorce años, cuando no supo hacer que un chico dejara de llorar para ver su sonrisa, y descubrió que los besos eran una forma de aliviar el dolor de los demás, que se podía besar con todo el cuerpo y que había ocasiones en que las heridas de los demás parecían cicatrizar, sólo durante unos segundos, sólo durante un sueño.
Estudió, y se hizo enfermera para dedicar su vida a curar heridas. No le gustaba el ajetreo del trabajo durante el día, pero de noche el hospital quedaba -a veces- silencioso y quieto, y al pasar se podía oír el susurro de las conversaciones quedas, la televisión siempre demasiado alta de la habitación 57 y el repiqueteo del café cayendo en un vaso de plástico en la sala de espera.
Descubrió que ella también tenía heridas un día como cualquier otro, en que salió del hospital de madrugada y quiso dar un paseo más largo que de costumbre hasta casa. La vio en una esquina, mucha carne y poca tela que la cubriera, un cigarrillo entre los dedos y una mirada cansada en torno a sí, como si estuviera de vuelta de todo. Algo la hizo detenerse para observarla mejor, y le pareció reconocerla de una vida anterior, con sus labios carnosos pintados de un rojo intenso y sus arrugas demasiado maquilladas. Cuando se dio cuenta de que la miraba, la prostituta le dirigió una mirada hostil y dijo “qué quieres, niña”. Ella volvió a sentirse una niña. Nunca entendería por qué no bajó la mirada y siguió su camino, por qué dijo “a ti”. La otra sonrió enseñando todos los dientes y apagó el cigarrillo contra la pared antes de acercarse, casi tambaleándose sobre unos tacones demasiado altos, y alzar una mano más delicada de lo que parecía para acariciarle el rostro, desde la sien derecha hasta los labios entreabiertos. Le colocó un mechón de pelo rizado tras la oreja y luego depositó un beso efímero sobre sus labios, como una promesa.
Se la llevó a casa y con una sonrisa indecisa se dejó besar de verdad, sobre su cama. Le pidió que fuera despacio, y la mujer sonrió levemente y fue dejando caer huellas de rojo carmín sobre su cuello, sacando a la luz algo parecido a la nostalgia y a las ganas de llorar. La verdad es que lloró, mientras la desnudaban y la tocaban unas manos extrañas. Lloró sin saber muy bien por qué, pensando que tal vez -quién sabe- había encontrado su herida, y que quién sabía si -tal vez- a partir de entonces podría empezar a curarse. Decidió que aquellos besos eran los que necesitaba, besos carnosos y suaves que no buscaban alivio en ella, sino que pretendían aliviarla. Mientras sentía los dedos de una desconocida más dentro que nunca, en un lugar que se le antojaba distante, entre las lágrimas de los ojos y las lágrimas del corazón y las lágrimas de allá abajo, le pareció notar que aquellos labios la besaban en la frente y murmuraban algo en su oído, el eco de una identidad perdida que ya jamás sería la suya.
Murió a la mañana siguiente, atropellada en un paso de cebra por un conductor borracho, y nadie supo nunca que media hora antes, mientras notaba el agua helada de la ducha recorrer su cuerpo, había decidido empezar a vivir.