Jun 24, 2008 17:38
Titulo: Ilthea
Calificación: 13 años
Estado: Acabada la primera parte. Algún día escribiré las segunda
Notas: trata temas controvertidos como la esclavitud, el amor entre personas del mismo sexo, etc. Si eres demasiado joven, no quieres leer sobre esos temas (aunque se tratan de manera muy suave) o no es legal leerlo en tu país... no sigas. Esto lo escribí hace años... y sigue siendo lo mejor que he escrito nunca.
Mi nombre es Ilthea, y recorro los caminos ganándome la vida con mis relatos. Puede que a la gente le resulte extraño el que una mujer elija esta vida en vez de aguardar en la seguridad de su casa, pero yo no soy una mujer cualquiera. Muchos me acusan de buscar únicamente la riqueza, pero eso no es cierto o, al menos, no en el estricto sentido de la palabra. Y es que si busco un tipo de riqueza. El de volver a ser feliz.
Nací en una pequeña villa de los valles norteños y, durante mucho tiempo, parecía que mi destino sería el buscar un buen hombre y casarme para tener muchos hijos y ser todo lo feliz que pudiese, sin salir nunca de los valles. Sin embargo, quería el destino que no fuese eso lo que mi vida me deparaba..
Mi infancia transcurrió como la de cualquier muchacha de la aldea, ayudando a mi madre en las tareas de la casa, y aprendiendo todas aquellas cosas que una buena esposa debía saber pero, al mismo tiempo, siempre embebida en las historias que contaban mis mayores, leyendas de las señoras de agua, viento, fuego y tierra, cuentos de los tiempos antiguos en los que luego me pasaba horas y horas pensando. También aprendí las artes de la curación de uno de los ancianos del pueblo que, supongo, debió de ver en mi una mente que absorbía y utilizaba todo aquello que se intentaba enseñarle.
Pasaron los años sin que me sucediese nada digno de mención hasta que, cuando contaba ya con quince primaveras, el hijo de uno de los nobles locales se fijo en mi. Era un hombre unos diez años mayor que yo, acostumbrado a decir “quiero” y que todo el mundo a su alrededor se apresurase por concederle sus deseos, de modo que no le hizo ninguna gracia mi negativa y, cuando fue a exigir mi mano a mis padres, el hecho de que mi padre le amenazase con lanzarle a nuestros perros. Supongo que eso fue lo que hizo que, cuando meses después mi familia y yo habíamos olvidado los acontecimientos, el siguiese rumiando el modo más adecuado de vengarse y conseguirme... Supongo que aún no se explica lo que sucedió después.
Yo había ido, como tantas veces antes, a unas playas relativamente cercanas a mi aldea, junto con otras muchachas, para recoger conchas que utilizábamos de adornos. Estabamos riendo y jugando, mientras trabajábamos, de modo que no nos dimos cuenta de la barca que se acercaba. Finalmente una de las otras chicas la vio y gritó para alertarnos, pero para mi era demasiado tarde, pues me había alejado del grupo y la protección del cercano bosque buscando alguna concha lo suficientemente hermosa como para poder ser digno adorno de una labor que deseaba regalarle a mi madre. Cuando alce la mirada me encontré frente a frente con un hombre enorme que tenía una mirada aterradora. Antes de que me diese cuenta, me había golpeado y metido en la balsa, mientras los otros hombres perseguían a las demás muchachas. Al rato, cuando mi captor me había atado al fondo de la barca, volvieron con las manos vacías, maldiciendo acerca de lo escurridizas que eran mis amigas. Por un lado me alegré, puesto que ellas estaban libres pero, por otro, me di cuenta de que estaba totalmente sola. Y, de repente, oscuridad.
Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en un oscuro camarote, tendida en un camastro. Cuando abrí los ojos me encontré con un hombre que vestía una túnica de mago y me explicó que había sido capturada por unos esclavistas. Ni que decir tiene que la noticia me dejo destrozada, sobre todo cuando el mago comentó, como si fuese lo más normal del mundo, que habían pagado por que se me capturase y se me llevase al lugar más inmundo posible y que su labor era asegurarse de que eso se cumplía. Al momento todas las piezas encajaron en mi mente: el noble, furioso por que hubiese rechazado a su hijo, lo había preparado todo para que yo recibiese mi “merecido” castigo.
Empece a notar un sordo dolor en mi brazo y, cuando me lo mire, vi como me habían marcado a fuego, y colocado una argolla de hierro alrededor del cuello, haciendo así oficial la perdida de mi libertad. Poco rato después el capitán del navío, un hombre, si es que se le puede aplicar el calificativo de hombre a un ser tan bestial, corpulento y con una mirada carente de todo sentimiento que no fuese odio o codicia, entró en el camarote, anunciando que me tendría como su asistente personal hasta que llegásemos al próximo mercado de esclavos. Mi mente asumió enseguida el hecho de que “asistente” podría haber sido sustituido por la palabra “juguete” y el significado de la frase no se alteraría en lo más mínimo.
Pasó cerca de una semana, con habituales paradas para “conseguir mercancía” cuando capturaron a uno de los eres más misteriosos, tristes y bellos en su propio misterio y tristeza, el ser que me arrebató el corazón desde el primer momento que la vi. Sí, sé que puede parecer terrible y “antinatura” para algunos, pero sólo puedo decir “lo siento” y “si tan violento te va a resultar, no sigas escuchando mi historia”. Además, ella nunca lo supo, sino que sólo fue consciente de una gran amistad que se desarrollaba en torno a nosotras en las desafortunadas circunstancias que nos tocó vivir.
Pude observar desde el camarote de Abdul, el capitán del barco, como la metían inconsciente en el barco, apenas una criatura de diez años, como supe después. En un principio mis ojos se quedaron como hipnotizados al observar su inerte figura y el distintivo de su raza: sus alas. No tuve tiempo para mucho más, puesto que Abdul entró contento por haber capturado a una T’sar y deseoso de celebrarlo, para mi desgracia.
Unas horas después, el mar empezó a agitarse con una furia impropia de aquella zona. Los marineros corrían por la cubierta del barco, descazando velas y poniendo el barco al pairo para estabilizarlo cuando, de repente, el mago salió de su camarote.
-¡Es la T’sar!- gritó.- ¡Es ella quien esta manejando los elementos!
-¿Estas seguro? ¡Tan solo es una niña!- Abdul tenía que gritar para hacerse oír por encima del rugido de las olas.
En vez de contestar, el mago corrió a la bodega, donde estaban encerrados los esclavos, y la durmió con un hechizo. Inmediatamente, como por arte de magia, como en efecto era, la mar se calmó y parecía que nada hubiese sucedido. Abdul se puso frenético y ordeno encadenarla a cubierta, a la intemperie, para que aprendiera cual era su lugar: el de una esclava. Sin embargo me permitía acercarme a ella a acercarle comida y agua y conversar, puesto que sabía que podría ganar mucho dinero por una T’sar, además de que para los hombres alados la perdida de su libertad era casi como una condena a muerte y Abdul suponía que el hecho de que Riva, pues así se llamaba la niña, me viese sin grilletes la haría sentirse más miserable aún.
No podría haber estado más equivocado. Su ojos, del color del cielo despejado, mostraban siempre la misma rebeldía y determinación, pero reservando un gesto amable y sus escasas sonrisas para mi. No sabía porque, pero su personalidad resultaba muy atrayente, siempre un comentario mordaz a punto para nuestros captores, una bella historia de su pueblo para hacerme olvidar nuestra situación o estoica indiferencia ante el dolor que le causaban las llagas que el sol y las cadenas le habían provocado y la tortura añadida del agua de mar que le salpicaba.
Transcurrió el tiempo y nos fuimos uniendo cada vez más, conscientes de que éramos cada una el único apoyo de la otra en tan difícil situación. Finalmente un día lo vi. Estabamos a escasas horas de navegación de la ciudad de los esclavistas, Diurinar, y Abdul y sus hombres sacaron sus hierros de marcar con macabra alegría. Riva veía los preparativos con desinterés y, quizá, algo de curiosidad, cuando reparó en mi expresión y supo que algo iba terriblemente mal. Abdul se giró hacia nosotras y, con una sonrisa que envilecía aún más su rostro, sus ojos se iluminaron de un modo que no pronosticaba nada bueno.
-Tú,- susurró a Riva- mi pequeña y terrible T’sar, serás la primera en sentir el hierro...
-La dormiré.- Se adelantó el mago.
-No, no lo harás,- le cortó Abdul- va a saber lo que les hacemos a aquellos que intentar hundir barcos o escapar. Vosotros cuatro, sujetadla. Yo la marcare.
Cuatro marineros se acercaron y sujetaron a Riva de brazos y piernas mientras ella se debatía, gritaba, mordía y arañaba, intentando liberarse. Yo intenté acercarme, pero otro marinero me agarró y me lo impidió. Sonriendo, como el carnicero que era, Abdul se acercó con el hierro candente bien sujeto y, cuando fue a apoyarlo en el hombro de Riva, esta alcanzo a girarse, de tal modo que le paso por todo el abdomen, haciéndole una horrible quemadura que la hizo quedar inconsciente con un grito de dolor. La sonrisa de Abdul se ensanchó al verlo y, rápidamente puesto que la diversión se le había terminado, la marco el brazo.
Cuando la depositaron en el suelo el marinero me soltó y el mago me tendió un ungüento y vendas y agua limpias. Yo alce la mirada, los ojos llenos de lagrimas, y el la evitó, susurrando que eso aliviaría las heridas de Riva.
Llegamos a puerto y, mientras unos marineros guiaban al resto de los esclavos al mercado, otros nos llevaron a Riva y a mi a un edificio cercano, diciendo que ya habíamos sido vendidas a un comerciante.
Se marcharon y no pude evitar observarla mientras yacía inconsciente en el jergón. Su rostro estaba ahora tranquilo, desprovisto de la mascara de indiferencia con que solía cubrirlo para ocultar sus debilidades a nuestros captores, y mostraba una expresión amable y la promesa de una gran belleza cuando creciese. Sus alas, la parte que mas miradas atraía en todo T’sar y que eran lo único que delataba su estado de animo cuando estaba despierta, ahora se mostraban no como escudo sino como una almohada de plumas y la promesa de unos vientos que, como ella y yo sabíamos desde que la capturaron, muy difícilmente volvería a surcar. Por último me fije en sus manos, que tanta fuerza adquirirían con el paso de los años, y que en ese momento eran finas y delicadas, como las de un músico. Sostuve su cabeza en mi regazo, par que pudiese descansar mas cómodamente, y aguardé a que se despertase.
De improviso sus ojos se abrieron y, tras una mirada calmada alrededor para intentar ubicarse y un gemido al sentir el dolor de sus heridas, se giraron hacia mi, interrogantes.
-Ya estamos en la ciudad.- le susurré.- no debiste resistirte... la herida de tu vientre te dejara una cicatriz que permanecerá para siempre... - Ella apretó mi mano con la suya, mientras una sonrisa tranquilizadora aparecía en sus ojos, quitándole importancia.
-¿Cuándo nos venderán?- preguntó con dificultad mientras me miraba.
-Ya lo han hecho... Ambas hemos sido compradas por un comerciante...
Riva cerró los ojos y me apretó firmemente la mano, haciéndome sentir tranquila de algún modo que aún no logro comprender. Yo había empezado inconscientemente a acariciarle los cabellos cuando, de improviso, rompí a llorar pero, por extraño que parezca, no era por mi suerte por la que me lamentaba ahora, sino porque ella sufriese la misma que yo. Se incorporó con dificultad y me consoló con palabras amables hasta que me quede dormida entre lagrimas.
Al día siguiente llegaron los guardias de las propiedades de nuestro nuevo amo y nos llevaron hasta el lugar donde habíamos de servir, una lujosa mansión repleta de esclavos que trabajaban bien en la casa, bien en los almacenes, bien en la forja. El jefe de los capataces, un hombre implacable, se acercó y nos calibró con la mirada, tratando de decidir donde podríamos ser más útiles, cuando una niña de unos doce años que vestía ricos ropajes se acercó, de la mano de un hombre que mas tarde supimos que era nuestro amo.
-¡Papá, papá! ¡Mira a esa niña¡ ¡Tiene alas!- su voz intentaba fingir una inocencia de la que, como más tarde descubriría personalmente, carecía
-Sí, hija, sí. Es una T’sar... - contestó su padre pacientemente, mirando la herida del estomago de Riva para ver como se estaba curando y si la impediría trabajar.
-¿T’sar? Liuthar dice que son salvajes... y muy peligrosos... Papá, no dejes que se me acerque... Envíala a la forja, para que no nos pueda hacer daño... - en los ojos de la niña había aparecido un deje de cruel alegría ante la idea que se empezaba a esbozar en su mente.
-La forja... eso es demasiado duro... - La niña empezó a llorar en silencio, y su padre suspiro.- Esta bien, Niriet, ira a trabajar a la forja en cuanto su herida sane.- El llanto se transformó, a una velocidad desorbitante, en una sonrisa resplandecientemente peligrosa, mientras se giraba y reparaba en mi.
-Papá, me dijiste que me permitirías elegir mi regalo de cumpleaños...
-Cierto, ¿Ya has decidido lo que deseas?
-Sí. A ella.
Incrédula me di cuenta de que ese “a ella” se refería a mi. Noté como, ante la tensión que se apoderó de mi rostro, Riva me apretó la mano, para atraer mi atención, y negó suavemente con la cabeza. También se había dado cuenta de la crueldad de Niriet, para la que nuestras vidas eran simples juguetes, y trataba de impedir que me enemistase con ella, pues entonces mi vida si que podría ser un infierno en el más literal de los sentidos.
El padre de Niriet asintió y el capataz suspiró al tener que amoldarse a los deseos de la niña, pues el sabía que las dos podríamos trabajar mucho mejor en otros sitios y, además, que dejarnos a merced de los deseos de la niña sería cruel incluso tratándose de personas de “segunda clase” como éramos.
Nos separamos a regañadientes y yo entré a servir a mi nueva ama. Tras asearme y vestirme de un modo lo suficientemente presentable para una esclava domestica, me presenté en sus habitaciones, donde de inmediato descubrí que el angelito que se presentaba ante su padre no era más que un lobo con piel de cordero. Los insultos que nos dirigía a sus esclavas cuando estabamos a solas con ella no eran nada comparados con la humillación y desprecio que nos hacia sufrir en público y los latigazos con que nos obsequiaba cada vez que cometíamos algo que, a sus ojos, se pudiese considerar una falta o, sencillamente, cuando le apetecía.
Aquella primera noche llegue a los dormitorios pensando que no volvería a ver nunca más a Riva y que me había quedado totalmente sola, cuando observe que los dormitorios eran comunes para todos los esclavos. Al verla llegar, sudorosa y agotada, no pude evitar estallar en lagrimas de alegría y abrazarla, para lo que me tuve que arrodillar. Es curioso como recuerdo esos pequeños detalles con tanta claridad.
Los días pasaron, cada uno copia casi exacta del anterior. Durante los días tratando de soportar el infierno en que se habían convertido las horas de luz para mi debido al voluble carácter de Niriet y al hecho de que, para mi desgracia, según pasaron los años era yo quien captaba las miradas de los muchachos que la visitaban en vez de ella. Por las noches curando las llagas y heridas que Riva se hacía en su trabajo en la forja, contemplando como crecía rápidamente y nunca perdía su fría determinación ni dejaba de ser distante con todos, menos conmigo. Era extraño, pero para mi reservaba toda su amabilidad, sus palabras de consuelo y esperanza, y las historias de su pueblo que aún no me había contado.
Unos años después, tras un día especialmente duro en que Niriet había sido visitada por un pretendiente que mostraba más miradas de afecto hacia las “propiedades” de esta que hacia ella, me encontré con el castigo de cincuenta latigazos puesto que, según mi ama, yo había provocado al mozo. Cuando me llevaron, inconsciente, a los dormitorios, aún era de día y no desperté hasta unas horas después, al sentir un fresco alivio sobre las heridas de mi espalda. Abrí los ojos y vi como Riva me estaba curando las heridas con el rostro muy serio e, increíblemente, lagrimas en los ojos. Al instante me moví, para hacerle saber que estaba despierta, y ella se apresuró a enjugárselas susurrándome que me estuviera quieta.
No pude evitar fijarme en lo mucho que había cambiado físicamente con el paso del tiempo. Su cuerpo se había vuelto fuerte, más que el de muchos hombres, debido al trabajo en la forja, y su silueta se había estilizado de tal modo que estaba segura de que si pudiese volar, sería el espectáculo más hermoso de contemplar que podría haber sobre la tierra. Su rostro se había afilado y puesto moreno, provocando un alegre contraste con el azul celeste de sus ojos. Sus manos, que la primera vez que la vi parecían las de un músico, de lo finas y delicadas que eran, se habían endurecido y encallecido, mostrando al mismo tiempo la fuerza que tenían y, maravillosamente, una increíble delicadeza cuando tomaba entre ellas cualquier cosa que considerase valiosa.
Una lagrima solitaria había escapado de ser borrada de su rostro, de modo que me incorpore y la enjugue con mi mano, mirándola interrogante. Vi como tragaba saliva lentamente, negando con la cabeza como si aún no acabase de creerse que hubiese sido yo en vez de ella quien hubiese recibido el doloroso castigo. Por primera vez desde que la conocía, era ella quien parecía indefensa y necesitada de apoyo, de modo que, sin darme cuenta siquiera, la abracé y le susurré que todo iría bien mientras interiormente rogaba a los dioses que nos sacasen de allí antes de que se le ocurriese hacer alguna tontería.
Al día siguiente Niriet esperaba encontrarme destrozada y suplicando su clemencia, de modo que no pude evitar una sonrisa interior al ver su cara de consternación al notar mi indeferencia. Ese día me “obsequió” con las tareas más desagradables que se le ocurrieron, pero ya no me importaba, pues sabía que alguien se preocupaba por mi tanto como por si misma.
Cuando a la noche me deje caer, agotada, en mi jergón sólo esperaba que Riva volviese para poder refugiarme de nuevo en la calma que emanaba. Pasaron las horas y me empecé a preocupar al ver que no llegaba hasta que, finalmente, atravesó la puerta, una sonrisa picara en sus labios.
-Adivina que me ha pasado hoy.- Susurró con buen humor mientras me masajeaba la espalda y en sus ojos bailaba una sonrisa.
-Déjate de misterios.- le contesté sin saber a donde quería llegar,- estoy agotada...
-La niña bonita se ha dignado a pasarse por el Averno.- Su sonrisa se ensancho al ver mi cara de sorpresa al enterarme de que Niriet había bajado a la forja.- Y adivina que quería...
-¿Torturaros a vosotros también?
-No... veras, creo que le ha fastidiado profundamente el hecho de que una de sus esclavas sea más feliz de lo que ella es, a pesar de todo lo malo que le sucede, y ha decidido averiguar el motivo de dicha felicidad e intentar arrebatárselo. Fracasando estrepitosamente, si se me permite decirlo.
-¿Ha intentado...?
-Más o menos. Se ha pavoneado e insinuado lo agradable que sería una promoción a la casa grande... pero a las personas equivocadas.
De improviso comprendí el motivo de que se estuviese divirtiendo tanto. Niriet pensaba que estaba enamorada de uno de los capataces o de los hombres de la forja. Y, de improviso también, me di cuenta del motivo de mi felicidad. Era algo más profundo de lo que Riva pensaba, puesto que si me había enamorado de alguien. Pero era un amor que nadie, ni en mi pueblo ni en el suyo, aprobaría jamas, pese a ser ese mismo amor lo único que había evitado que me dejase llevar por la dama oscura, la señora de la muerte. Decidí, en ese instante, que no le dejaría saber jamas que sentía algo más que una gran amistad... Al menos no mientras no supiese si eran sentimientos correspondidos, cosa que en aquel momento dudaba sinceramente. después de todo, ¿cómo podría amar mi debilidad de espíritu y mi fragilidad?
Las cosas no variaron mucho en los días siguientes: Niriet intentando averiguar el motivo de que, de repente, sus humillaciones e insultos, sus afrentas y castigos hubiesen perdido su efectividad conmigo y Riva y yo pasando las noches divertidas al ver como ella se rompía la cabeza sin imaginarse la realidad.
Hasta que sucedió.
Yo estaba preparando el baño de mi dueña, cuando llego otra de las muchachas de servicio y me dijo que Jule, el comerciante, me requería a su presencia. Recuerdo como la boca de mi estomago se cerro, como un puño, ante el temor de que me fuesen a llevar lejos de Riva. Me dirigí temblorosa a la sala, y allí vi a una mujer de pelo color arena y un rostro muy hermoso, pero cuyos ojos me resultaban extrañamente familiares: eran de un profundo azul celeste. De inmediato Jule confirmó mis temores: esa mujer sería mi dueña a partir de ese momento, y nos iríamos tan pronto como reparasen su guadaña en la forja.
Salí para prepararme para el viaje, cuando escuche ruido de pelea procedente de la forja. Supuse, y no me equivocaba, que sería Riva, de modo que corrí hacia allí. Cuando me aproxime, comprobé como no hacían más que llegar guardias, pero que el jaleo no disminuía, es más, aumentaba. Entonces la vi. Estaba cubierta de sangre, tanto propia como ajena, y blandía la guadaña con una furia que nunca antes había visto en ella. Me acerqué, pues sabía que era a mi a quien buscaba, y ella me agarró la mano y me guió hacia la azotea.
Una vez allí me sujeto de la cintura y susurro un simple “no temas” mientras saltaba al vacío... y echaba a volar. Recuerdo que cerré los ojos con fuerza, temiendo caer en cualquier momento, y que cuando volví a abrirlos estaba fuertemente abrazada a ella... que me miraba con una sonrisa algo forzada mientras buscaba un lugar para posarse, en los bosques al sur de la ciudad.
No podía creerlo: estabamos libres. Por fin, tras tanto tiempo, habíamos alcanzado nuestra tan ansiada libertad. Me giré hacia ella, llorando de alegría, cuando vi las profundas heridas que tenia en el cuello y las muñecas, provocadas al arrancarse los grilletes y el collar de esclava. Llegaban hasta el hueso, y debían ser muy dolorosas, aunque lo realmente sorprendente era que no se hubiese desangrado ya.
-Por los dioses, Riva, siéntate y deja que te cure...- Sus ojos se movieron hasta encontrarse con los míos y me sonrió débilmente.
-Tranquila,- me susurró- no es nada grave. Solo unos rasguños...
-Mírate. Sólo mírate.- Mi voz se había endurecido y llenado de preocupación.- Te estas desangrando... Busquemos un sitio donde podamos pasar la noche y te curaré. Vamos.- Ella me miró cansada y asintió débilmente.
Avanzamos hasta una cueva situada junto a un pequeño arroyo, donde la ayude a tumbarse mientras hacia vendas con mi ropa y buscaba hierbas curativas. En esos momentos me sorprendí de que todo aquello que el anciano de mi pueblo me había enseñado tantos años antes acerca de hierbas y emplastos siguiese tan fresco en mi memoria. Cuando volví a donde la había dejado, descubrí que ella había encendido un pequeño fuego y me esperaba, los ojos fijos en las llamas.
-Déjame ver tus heridas.- Me tendió las manos obedientemente, con la mirada de una anciana encerrada en su cuerpo de muchacha.
-Ilthea, si algo me sucede, dirígete hacia el sur, hacia tu gente. No intentes salvarme.
-No digas tonterías, ¿de acuerdo? Llevamos cinco años juntas. No te voy a dejar atrás ahora. Además, tu eres la única que sabe manejar eso.- le repliqué mientras hacía un gesto para señalar a la guadaña que tenía junto a ella. Le apliqué un emplasto en las heridas y la vendé como buenamente pude.- Esto ya esta... pero tenemos que buscar un sitio para que descanses hasta que se curen del todo. Ahora durmamos un poco... No nos empezaran a buscar todavía, o, al menos, no tan lejos de la ciudad.
-Esta bien,- susurró no muy convencida, pero sin ganas de discutir, mientras se acomodaba haciéndome sitio junto al fuego y cerraba los ojos.- Durmamos...
Apenas unos minutos después su respiración y la relajación que experimentó su rostro me indicaron que el agotamiento por fin había hecho mella en ella, y se había adentrado en el reino de los sueños. Le aparte un mechón de pelo que le caía sobre los ojos y no pude evitar preguntarme que nos esperaba a partir de entonces.
Ella nunca hablaba de su familia, era como si hubiesen muerto en el momento que la capturaron, cosa que no sería rara si presentaron batalla, pero tampoco parecía recordarles ni mencionaba sus muertes. Era extraño... como si se avergonzase de algo. Yo, al contrario, les recordaba en voz alta, o para mis adentros, siempre que tenía ocasión y, durante esos cinco años, le había contado todo al respecto. Así pues, no sabía cuales eran sus planes, si el que nos separásemos u otra cosa, y esta ignorancia me apretaba en corazón como el martillo del herrero golpea el metal: rítmica e implacablemente. Así, poco a poco, me quedé dormida junto a ella.
Pasaron los días y se fue recuperando lentamente de sus heridas, mientras nos alejábamos de la ciudad. Descansábamos siempre en cuevas o en refugios naturales, rehuyendo a otros viajeros que había en los bosques. Pero, un día, mientras descansábamos a la orilla de un arroyo y le cambiaba las vendas de las heridas, nos encontramos cara a cara con un desconocido. Riva intentó alcanzar la guadaña e incorporarse, pero aún estaba demasiado débil y tuve que sostenerla para que no se cayese. El hombre nos miró y se acercó lentamente, las manos a la vista.
-No pretendo haceros daño. Sólo soy un viajero que desea descansar aquí y levantar el campamento antes de que anochezca.- Un ligero acento sureño impregnaba sus palabras.- Además, así podremos intercambiar noticias... y música ante el fuego.- Le dirigí una mirada y no pude ver más que a un hombre ni muy joven ni muy viejo, vestido de un modo un tanto estrafalario y armado... con un instrumento muy raro que parecía un híbrido entre un laúd y un arpa.
-Esta bien.- el sonido de mi voz me sorprendió hasta a mi misma, y logró que Riva me mirase interrogante, pero no dijo nada al respecto.- Trae tus cosas si quieres.
-De acuerdo. Mi nombre es Lunen.
Lunen colocó sus cosas a unos metros de nosotras, y se dispuso a encender una hoguera, mientras yo seguía ocupada con las heridas de Riva y ella le observaba fijamente. Cuando por fin terminé nos sentamos alrededor del fuego y él empezó a tocar el extraño instrumento con una habilidad que resultaba pasmosa. Al ver mi cara sonrió y prosiguió con melodías cada vez más complejas mientras hablaba.
-Es un instrumento T’sar,- dijo mirando a Riva- e incluso la mayoría de ellos tienen dificultades para tocarlo correctamente.- Ante esta afirmación ella no contestó, sino que se limito a contemplar el instrumento como si recordase algo triste.- ¿Os atrevéis, milady?.- Lunen lo dijo en un intento de provocarla, regodeándose de ser tan diestro, según él, en el uso de ese instrumento.
-¿Por qué no?- le contesto Riva con una sonrisa leve.- Dadme el Ubout a ver si recuerdo como se tocaba... hace demasiados años que no lo hago. ¿Tenéis un dronhor y un afdror?
-Por supuesto,- siseó Lunen mientras le tendía el instrumento junto a una especie de arco de cuerda y un pequeño garfio metálico.
Riva lo tomó todo y, acariciando suavemente el instrumento, como para volver a recordar cosas largo tiempo olvidadas, cambió de postura y extrajo de el sonidos dulces y cadenciosos que se hilvanaron lentamente en una melodía muy sencilla, que denotaba talento, pero no la maestría de Lunen. Cuando concluyó la melodía él nos miro sonriente y habló de nuevo.
-Tocáis muy bien, mi señora. ¿Qué os parece si jugamos a un juego muy típico con este instrumento? Veréis, se trata simplemente de que uno de los dos toca una melodía, y el otro debe repetirla e intentar superarla en dificultad al continuarla y así sucesivamente hasta que uno de los dos no pueda continuar.- Abrí la boca para decirle que era injusto, puesto que tocaba mucho mejor que ella, cuando una mirada de Riva me lo impidió.- Además, si me ganáis os daré, en reconocimiento a vuestra habilidad, la mitad de lo que tengo conmigo y el Ubout, puesto que habréis demostrado que no soy digno de tañerlo.
-¿Y si ganáis vos?- la voz de Riva estaba peligrosamente calma.
-Bueno, las noches en los caminos son muy solitarias... Y me alegro profundamente de haberme encontrado con una dama tan hermosa como vos...
-Entiendo. Comenzad.- Con esas palabras le tendió el instrumento y yo la mire boquiabierta ¡No tenía ninguna posibilidad de ganar!
Lunen tocó una melodía muy sencilla que, cuando concluyo, demostró que sentía deseos de jugar un poco con la mujer que, pensaba, ya iba a ser suya, por lo menos durante una noche. Cuando Riva tomó el instrumento, repitió la melodía sin equivocaciones, aunque un tanto vacilante, y continuó con unos acordes de no muy elevada complicación, lo que le arrancó una sonrisa a Lunen, que ya se consideraba ganador. Pero, según pasaba el tiempo, Lunen empezó a mostrarse nervioso dado que, a pesar de que le introducía acordes y figuras musicales de cada vez mayor complicación y dificultad técnica, Riva los repetía sin problemas y volvía a las frases sencillas entretejiéndose así una hermosa melodía.
Finalmente, cansado ya de jugar a un juego que veía se le estaba yendo de las manos, Lunen añadió una frase que era el sumun de la belleza y complejidad musical y miró a Riva, sonriendo de un modo prepotente, mientras le entregaba el instrumento. Ella cerró los ojos un momento, mientras tomaba el instrumento en sus manos, y, sin abrirlos, tocó la melodía completa, incluida la última frase musical y, como su aportación al duelo, repitió esta última frase, pero introduciéndole cadencias y ritmos que hacían que la melodía se semejase a la que el viento entona al soplar entre las ramas de los arboles. Con los ojos muy abiertos Lunen alzó las manos, reconociendo su derrota, y nos dio lo prometido.
-Me habéis vencido, mi señora, y me habéis dado una buena lección de humildad, pero decidme, pues la curiosidad me corroe ¿dónde aprendisteis a tocar así?
-El artesano que construyo este instrumento en concreto,- contestó ella- y que supongo que fue vuestro maestro, nunca logró vencer a mi madre en este tipo de duelos. Y ella me enseñó a mi a tocarlo.
Al día siguiente, cuando nos despertamos, Lunen se había ido, y nosotras proseguimos nuestro viaje al sur, ahora mejor pertrechadas. Cada noche nos deteníamos y Riva me enseñaba a tocar el delicado y complejo instrumento. Así, poco a poco, el paisaje fue cambiando y, finalmente, llegamos a las tierras que me habían visto crecer. A medida que nos aproximábamos al lugar donde estaba mi aldea, un nudo crecía en mi estomago. Tenía miedo de lo que pudiese ocurrir: ¿Vivirían mis padres? ¿Me aceptarían aun como hija suya? y, lo que más me preocupaba ¿qué haría Riva?
Entramos en la aldea y, según avanzábamos, la gente nos observaba sin saber muy bien a que atenerse ni como clasificarnos. Sin prestarles atención, me acerqué a un hombre que estaba arreglando una rueda de un carro y le pregunte por la casa de Zirion y Maegdu, mis padres, ante lo cual me señaló hacia el fondo de la aldea con la cabeza.
Según nos acercábamos, Riva parecía más nerviosa... y triste. Es extraño, pero en mi excitación no me di cuenta en aquel momento... Algo pareció morir en su mirada al verme junto a la casa de mis padres. Llamé a la puerta, aterrada porque no me reconociesen, o porque me rechazasen o por... o por miles de cosas distintas, cuando mi madre abrió la puerta. Los años no habían pasado en balde, y una fina telaraña de arrugas rodeaba las comisuras de su boca y sus ojos. Unos ojos que se abrieron desmesuradamente al reconocerme. Después de todo siempre me dijeron que era idéntica a una de mis tías, pero una versión más joven.
Mi madre llamó a gritos a mi padre, y este me abrazo, haciendo que por unos momentos pensase que me rompería todas las costillas... Antes de empezar a gritar que su hija, su única hija, había vuelto. Y preparar la consiguiente fiesta. Asistí a todo ello sin poder hacer nada para evitarlo, sonriendo a Riva a modo de disculpa. Casi había olvidado lo efusivos que podían llegar a ser mis padres.
Las risas, la bebida y el baile duraron toda la noche, mis vecinos y amigos de la infancia agradeciendo a mi compañera de peripecias el haberme traído de vuelta, sana y salva, mientras ella se removía incomoda, mirándome de vez en cuando con una expresión extraña. Al fin logramos escabullirnos hacía la casa de mis padres y descansar de nuestro viaje, aunque yo creía que no podría dormirme.. hasta que apoye la cabeza en la cama, momento en el que el cansancio se hizo patente y caí en los dulces brazos del dios del sueño.
A la mañana siguiente me desperté, con un dolor de cabeza cortesía del vino que había tomado, y busque a Riva con la mirada... para no encontrarla. Me levante y dirigí a la sala donde estaba mi madre poniendo el desayuno y, cuando le pregunte por mi compañera, una expresión triste acudió a su mirada, mientras me tendía un pergamino. La caligrafía era de alguien que había recibido una buena educación, y estaba escrita con trazo firme y seguro... eran sólo unas pocas frases:
Algunas heridas no parecen sanar,
Este dolor es demasiado real,
Sencillamente hay demasiado que el tiempo no puede curar...
Te quiero. R.
Al momento comprendí el malentendido... Ella creía que una vez con los míos la dejaría... ¡¡¡Pero yo también la quería!!! Mi madre debió leer mi expresión, como hacía cuando era pequeña, porque sonrió ligeramente, antes de indicarme la dirección en la que había salido volando, y darme consejos para el camino. Así mismo, me dijo que Riva me había dejado el extraño instrumento que había tocado la noche anterior en la fiesta... Al acariciar sus cuerdas recordé las noches que habíamos pasado, junto a la hoguera, deleitándonos a solas con su música... Y salí en su busca sin dudarlo un instante.
Mi búsqueda aún no ha terminado, tanto tiempo después, pero no me arrepiento. Después de todo, hay que luchar para conseguir las cosas que amamos, ¿verdad?
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