Titulo: Lucía
Fecha: 2008
Calificación: PG-7 (proximas partes tal vez PG-13 o incluso R)
Resumen: estudio sobre personaje. Creación de universo, base para
webcomicEstado: trabajando en la continuación
La mujer susurró una palabrota, maldiciendo por el hecho de tener que fumar fuera del bar por la ley antitabaco, mientras intentaba de nuevo encender el pitillo que sostenía en una mano, sin conseguirlo debido al viento. Una mano enguantada le ofreció un zippo encendido.
-Deberías dejarlo, o acabará matándote -le dijo el hombre a quien pertenecía esa mano, con el tono de quien da un consejo a un niño que sabe que no le va a hacer ni caso.
-Los dos sabemos que eso es una tontería, César -comentó encendiendo el cigarro y dando una profunda calada, mirando cómo el hombre se encendía un cigarro.
-Sí... a veces maldigo nuestros sentidos. El tabaco no podrá con nosotros, pero a veces creo que según qué olores conseguirán matarme de asco -hablaba mientras arrugaba la nariz en un gesto de desagrado.
-Bueno, plantéatelo de esta manera: con esta mezcla de tabaco, aparte de matarnos totalmente el sentido del gusto, es difícil oler otra cosa que no sea a humo de segunda mano -tras pasar unos segundos en silencio, la mujer sonrió de manera irónica-. Es muy duro el poder decir que es una mejora respecto a la alternativa.
Ese comentario hizo que los dos empezasen a reir mientras acababan de fumar. Desde luego, el tabaco que utilizaban tenía un olor fuerte e intenso, no del todo desagradable pero, pese a todo, no dejaba de ser olor a humo. Tras apagar bien las colillas en el cenicero dispuesto para ello en la puerta del bar César se despidió, diciendo que quería llegar a una hora decente a casa, con lo que la mujer entró en el bar.
Casi instantaneamente su olfato empezó a captar olores de diversas procedencias, algunos agradables y otros no tanto: aceite friéndose, sudor, goma de mascar, desinfectante, desodorante, colonia, ambientador, comida, perfume... Suspirando, se sentó con el grupo de personas con las que había acudido al local, tratando de aislar las sensaciones que sus sentidos le transmitían.
Puede que el olfato y el gusto sean los más sencillos de “atontar”, pero su oído era igual de agudo y, a menudo, el poder oir conversaciones susurradas a varias mesas de distancia en un bar ruidoso es el camino más rápido y sencillo para una buena migraña. Desgraciadamente, apenas hay manera de disminuir la capacidad auditiva de nadie sin arriesgarse a lesiones permanentes así que, al final, la mujer había aprendido a aislar los sonidos la mayoría del tiempo.
Sonriendo levemente ante lo que le contaba uno de sus compañeros, de vez en cuando miraba, disimuladamente, al reloj. Se acercaba el momento en el cual podría irse sin que nadie criticase el que había pasado poco tiempo allí. Pasados apenas unos minutos más, decidió que había soportado lo suficiente la tortura que significaban para sus sentidos la visita a un bar.
-Bueno, -dijo levantándose-, creo que es el momento adecuado para irme a casa. Nos vemos el lunes en la oficina.
-Vamos, Lucía, no te vayas todavía... es Viernes noche y apenas son las nueve...- quien hablaba era un hombre moreno, bastante atractivo, que sonreía con la expresión de a quien raramente le niegan nada.
-La hora exacta para irme -contestó sonriendo. Tras decir eso, cogió su abrigo y se fue despidiendo de la gente que estaba sentada alrededor de la mesa.
El camino llevó, según se iban pasando los efectos del tabaco, miles de olores distintos a sus fosas nasales. Miles de sonidos a sus oidos, miles de sensaciones distintas. Sin embargo, con la práctica, había aprendido a ignorarlas hasta cierto punto. Cuando, por fin, metió la llave en la puerta de su piso, le palpitaban las sienes con el inminente dolor de cabeza. Cerró con suavidad tras de sí, e inspiro profundamente los familiares olores, mientras sus oidos se deleitaban en el aparente silencio.
Mientras se quitaba el abrigo inspiró de nuevo, como haría un lobo para captar un rastro, con los ojos cerrados, al tiempo que lo que comenzó con una tenue sonrisa se ampliaba cada vez más, hasta ser la expresión de una niña pequeña el día de Navidad, tras encontrar una pila de regalos para ella.
Todo lo que oía eran dos tenues respiraciones que, por su tono y cadencia, implicaban que los ocupantes de la casa debían de haberse quedado dormidos en el salón, esperando. Todo lo que olía... su cena, el perfume familiar de su piso, el olor intrínseco a cualquier casa donde hubiese una mascota y, sobre todo, el olor de la persona más importante de su vida.
Abriendo los ojos caminó, sin hacer ruido, hacia el salón y allí se encontró con una escena entrañable: el enorme pastor alemán dormido entre el sofá y la mesita de café, roncando levemente, y tumbada en el sofá, Teresa.
Allí estaba, dormida con un libro en braille en su regazo, el cabello pelirrojo ocultándole parte de la cara. Durante varios minutos Lucía la contempló en silencio. Cuando se movió de su posición en la puerta de la habitación el perro levantó la cabeza, mirándola directamente a los ojos con su expresiva mirada.
-Shh no hagas ruido, Niebla, vamos a ver si conseguimos llevarla a la cama sin despertarla... debe de estar agotada para haberse quedado dormida en esa postura.
Apenas habló más alto que un susurro, por miedo a despertar a Teresa, pero el perro hizo un gesto que, en un humano, hubiese sido un asentimiento, levantando su enorme cuerpo de donde estaba y dejando paso a Lucía. Esta se acercó al sofa y, tras coger a la otra mujer en sus brazos con cuidado de no despertarla, inspiró de nuevo, apartando aún más el recuerdo de los olores de la calle de su memoria, llenándola ahora con los olores de su hogar. Caminando hacía el dormitorio no pudo evitar pensar: “Pero es en ocasiones como ésta cuando me alegro de ser lo que soy”.
Finis.