Sigo viva, y más fangirl que nunca~

Nov 03, 2009 20:21


Título: Maneras de amar (hetero).
Nota: posiblemente tendrá una versión yaoi. Son conjuntos de drabbles.
Autora: lurque
Fandom: Katekyo Hitman Reborn.
Personajes: dejemoslo en muchos... xD.
Sinopsis: cada quien tiene una determinada forma de amar.
Dedicado a: alcheanemesis , por devolverme al fandom con su entusiasmo por Mukuku y Fran.
Advertencia: sobredosis de angst.


Mukuro, Chrome y Tsuna.

El hombre de su vida.

Los hombros de Chrome siempre habían sido pequeños y de poca resistencia, no eran los hombros apropiados para alguien que cargaba con un título tan importante como el de Guardián de la Niebla del Décimo Vongola, un título que cada día pesaba más y más, porque se le iban sumando inquietud tras inquietud, que nacían en su mente y dolían en su pecho, en ese músculo que bombardeaba sangre gracias a una ilusión creada por el hombre de su vida.

Mukuro era el hombre de su vida porque nunca habría nadie por encima de él en su corazón, nadie a quien agradecerle tanto, a quien querer tanto.

Pero últimamente las cosas habían cambiado. La guerra contra Millefiore estaba a punto de estallar, Vongola Décimo necesitaría a sus guardianes y ella debía acudir a su llamada. En realidad no debe, pero no podía simplemente hacer oídos sordos. Igual que cuando recibía un llamado de Mukuro, quien hacía tiempo que terminó de enseñarle a dominar las ilusiones, a valerse por sí misma, quien ya no utilizaba su cuerpo para tomar forma fuera de esa prisión de la que aún no quería salir.

La última vez que habían hablado, Mukuro le había contado la historia del primer Guardián de la Niebla, ese que había acabado traicionando a su famiglia. Chrome no quería ser otra Deimos en la historia de los Vongola, pero tampoco quería defraudar a Mukuro jamás. Su corazón se fragmentaban en dos partes que cada vez estaban más equilibradas...

...o así era hasta que, con una triste sonrisa en los labios, Vongola Décimo le dijo que era libre de marcharse. Porque ya no había anillo que la atase a él. Porque, en realidad, ya no tenía ningún motivo para quedarse. Porque Tsuna sabía de su dificultosa situación emocional y la había ayudado a dar ese empujoncito hacia los brazos de quien siempre sería el hombre de su vida.

Años más tarde, cuando Mukuro le contase sobre el plan de Sawada de traer a sus yos del pasado por la necesidad de los anillos Vongola, Chrome sentiría un cálido vuelco en su corazón al sentir que, de cierta forma, volvería a formar parte de la famiglia de aquel chico patoso de gran corazón.

Colonello y Lal.

Privilegio y mérito.

Lal odiaba las bromas de Colonello, las que no tenían gracia, las que hacía para salir de un aprieto, las que la dejaban sorprendida y más tarde harían que se pasase más tiempo del estimado (cero, nada, simplemente no debería pensar en esas cosas) divagando sobre una estúpida broma, un comentario sin mala intención o soltado por casualidad.

Esta era una de esas ocasiones que tanto detestaba. Hoy, oficialmente, Colonello había dejado de ser su alumno. Hoy se había marchado de la base militar donde habían pasado los últimos... Lal no sabría decir cuánto tiempo había sido porque con Colonello cerca perdía la noción del tiempo y a veces incluso del espacio. En su despedida, como el joven indisciplinado que era (a pesar de que ella había dedicado sudor y lágrimas a enderezarlo, existía esa parte en él que jamás conseguiría domar) había soltado una de sus bromas de mal gusto, uno de los comentarios por los que se ganaba a pulso un puñetazo como mínimo por su parte.

Colonello había dicho: espero que la próxima vez que nos veamos no tengas hijos, Lal había elevado una ceja porque estaba completamente fuera de lugar lo que había dicho, pero Colonello había ensanchado aún más su sonrisa y había añadido: porque quiero tener el privilegio de ser el padre de esos niños.

Si lo había dicho en broma o en serio no podía saberlo, pero se le habían subido los colores a la mejilla cuando le había escuchado decirlo. El privilegio no sabía, pero el mérito de ser el primer hombre que la hacía sonrojar sí que se lo había llevado, y no sólo eso, también era la primera persona sobre la faz de la tierra que la hacía imaginarse a sí misma con un marido y niños, con una verdadera familia.

Lambo e I-Pin.

Quédate conmigo.

Había una fecha en el año que Lambo odiaba más que ninguna y esa era el cumpleaños de I-Pin. Primero porque todo el mundo se la pasaba recordándoselo: Lambo, es el cumpleaños de I-Pin, asegúrate de comprarle algo, así una y otra vez, ¡ya lo sabía, no hacía falta que se lo recordasen tantas veces! Para que no se te olvide decían, y Lambo se ofendía porque ni aunque quisiese se le podría olvidar esa fecha.

Mamá hacía un pastel enorme, Lambo sabía que era más grande que el que recibía él en sus cumpleaños, más grande que el de Fuuta, e incluso más que el de Tsuna. Quizás porque era la niña de la casa, y hasta mamá tenía cierta debilidad por las niñas (después de todo Tsuna era hijo único).

Dejando a un lado el pastel, todos comenzaban con los preparativos una semana antes, todo en secreto para que I-Pin no sospechase nada y a él le tocaba entretenerla lejos de casa cada tarde hasta que atardecía para que pudiesen preparar la fiesta. Luego comenzaban a llegar parientes de China y la casa se volvía pequeña y ruidosa, tanto que Lambo acababa agobiado. Por último, el intercambio de regalos. I-Pin siempre recibía el doble de regalos que él (sí, Lambo los contaba) y el más especial de todos, el que hacía que I-Pin estuviese todo el día con una sonrisa imborrable en el rostro, el regalo de su maestro Fon que llegaba a primera hora de la mañana y que mamá le colocaba a los pies de la cama para que fuese lo primero que viese al levantarse.

Podía soportarlo todo, los excesivos parientes chinos, la falta de espacio, el ruido, la falta de atención, que le duplicase los regalos recibidos, incluso hasta que se quedase sin postre porque se había acabado... pero lo que Lambo no podía soportar era que, cada año, por el día de su cumpleaños, ese tal Fon le enviase a I-Pin el mismo regalo: una pequeña flor roja, que ni siquiera sabía cómo se llamaba.

E I-Pin, absolutamente feliz, lucía esa flor en su cabello, que lo dejaba suelto y se veía extrañamente bonita (obviamente, Lambo no iba a reconocerlo, ya era suficiente con que todos se lo dijesen durante todo el largo día).

Era el noveno cumpleaños y se había repetido la tradición de todos los años. Lambo estaba sentado en el lugar más apartado, observando silencioso como todos reían y disfrutaban. I-Pin se acercó a él cuando se dio cuenta de que su amigo no estaba con los demás.

-Lambo, ¿estás bien? ¿Por qué estás apartado? -Le preguntó, y Lambo le dirigió una mirada ceñuda y un mohín de reproche que acunaba palabras hirientes-. Vamos con los demás.

-¡Déjame, no quiero! -se zafó del agarre de la niña y el mohín se pronunció aún más. I-Pin arqueó las cejas en un gesto de pena.

-¿Por qué? ¿Te sientes mal?

-¡No, es sólo que esta fiesta apesta!

Ahora arqueó las cejas por sorpresa, para acabar frunciéndolas un poco molesta.

-¡No apesta!

-¡Sí, sí que apesta! -Lambo se puso en pie y, como era costumbre en él, dejó que su gran boca hablase por él-. ¡No hay espacio para jugar porque están todos esos familiares tuyos que además se comen la comida que mamá se ha pasado tantas horas cocinando! ¡Te regalan un montón de cosas que ni siquiera te gustan! -dijo señalando al vestido azul que llevaba, porque a I-Pin no le gustaba el color azul ni los vestidos- y encima, ¡encima! -Lambo se mordió los labios buscando algo más sobre lo que descargar su rabieta hasta que halló la flor de su cabello- ¡encima esa flor horrorosa! -se la arrebató de un manotazo e I-Pin soltó una exclamación.

-¡Devuélvemela Lambo, no tiene gracia!

-¡Todos los años lo mismo, ¿por qué siempre te regala esta estúpida flor?!

-¡Lambo, devuélvele la flor a I-Pin! -intervino Tsuna, alertado por los gritos de los niños. Todo el mundo miraba la escena con miradas reprobadoras y Lambo se vio a sí mismo como el malo de la película. Al niño no le gustó eso e hizo lo que todo crío de nueve años haría: tirar la flor al suelo de mala forma.

-¡Bah, quédate con tu estúpida flor!

Lambo salió corriendo, se alejó de la casa y no se detuvo hasta que estuvo bien lejos y sus pulmones pedían a gritos recuperar el ritmo normal o amenazaban con salir por la boca. Se sentó en la rivera del río y allí se quedó hasta que atardeció, pensando en miles de cosas sin llegar a nada claro, maldiciendo a todo aquel que se le ocurría.

Para el decimoquinto cumpleaños de I-Pin, Lambo recordó este suceso. Aquella vez, después de su rabieta, Tsuna y Gokudera le habían encontrado. El primero no le dijo nada porque el segundo se encargó de decirlo todo, con golpe incluido, y al llegar a casa, I-Pin no estaba enfadada, así que la cosa quedó ahí y Lambo nunca llegó a disculparse. Pero de vez en cuando lo recordaba y se sentía mal por su comportamiento de aquella vez, porque no había vuelto a haber un cumpleaños en el que I-Pin se colocase la flor en el pelo, sino que la colocaba en un jarrón de la casa.

Ese año, Lambo escondió el regalo de Fon para que I-Pin no lo viera y se sintiese decepcionada. Luego, en mitad de la fiesta, la llamó aparte y le dio los dos regalos. I-Pin, sorprendida, le preguntó por qué había ocultado el regalo de su maestro y Lambo, como respuesta, le tendió otra cajita envuelta en papel de regalo. Era el suyo, posiblemente el primero que le hacía desde que eran amigos.

La adolescente lo abrió y se sorprendió al ver una pinza del pelo con una forma muy parecida a la flor que Fon le enviaba cada año.

-Siento haber estropeado tu flor.

-¿Eh? Pero si está perfecta -parpadeó ella sin entender.

Lambo desvió la mirada, con un ojo cerrado como acostumbraba a hacer desde hacía algún tiempo, desde que era ese adolescente calmado y no el niño revoltoso.

-Esa no, la de aquella vez...

Al contrario de lo que Lambo esperaba, I-Pin sonrió y le abrazó, tomándole completamente por sorpresa. La muchacha le dejó balbucear sin sentido mientras se deshacía las trenzas y se colocaba la pinza en el pelo, mirándose en el espejo que había en la habitación. La flor de su maestro se la puso sujeta por la pinza y sonrió ampliamente a su reflejo. Detrás de sí vio también la pequeña sonrisa de Lambo y este vio sus ojos más iluminados que nunca.

Para cuando I-Pin cumplió los veinticinco, ya no había motivos felices de celebración. Vongola hacía años que había sido eliminada y ahora, los que quedaban vivían escondidos del ojo avizor de Byakuran.

Lambo se había hundido después de su vuelta temporal al pasado, donde los había vuelto a ver a todos de jóvenes, en los viejos buenos tiempos. Ella le había tenido entre sus brazos hasta que había conseguido calmar su dolor. Luego, Lambo le había enseñado el cuerno que se había traído consigo y juntos habían revivido un millón de historias, de entre ellas, las dos anteriores de su cumpleaños.

-Pontela, por favor -le había pedido con un hilito de voz Lambo.

Ella no había podido negarse. Del fondo del último cajón de la cómoda de la habitación sacó una pequeña cajita que contenía la vieja pinza con forma de flor que Lambo le había regalado once años atrás. Se soltó el pelo y se la colocó. Desde la muerte de Fon, I-Pin no había tenido fuerzas para colocársela.

Lambo se acercó por atrás, la abrazó y depositó un largo beso en sus cabellos.

-Quédate conmigo I-Pin, quédate para siempre.

Gamma y Aria.

Lugar lejano.

A Gamma le desquiciaba entrar en su habitación a las doce de la mañana con la intención de despertarla y encontrar en su lugar una nota cuidadosamente doblada sobre la cama, con unas breves palabras y un dibujo mal hecho de lo que parecía ser una mujer lanzándole un beso. Realmente le sacaba de quicio las aventuras que su jefa decidía correrse en solitario, sin avisar a nadie. A veces simplemente se levantaba y se marchaba sin que nadie la viese y claro, luego le tocaba a él buscarla por todas partes, a veces hasta tenía que tomar vuelos para ello, y seguirla.

Era su trabajo después de todo, asegurarse de que esa mujer estaba bien en todo momento. Sabía que Aria nunca le daría explicaciones y que cuando le sonriese de esa forma, a él se le pasaría el enfado, suspiraría y simplemente le pediría que se subiese al coche para volver a casa. Había muchas cosas de Aria que nunca sabría y eso le molestaba de sobremanera, porque no sólo eran las cosas relacionadas con los Arcobalenos, era con ella misma. Nunca podría conocerla tanto como a él le gustaría porque, por algún motivo, ella se empeñaba en mantener las distancias.

-A veces te siento muy lejos -le había dicho Gamma una vez que se encontraban en el balcón de la habitación de ella, contemplando el hermoso y cuidado patio de la mansión de su famiglia.

-Lo sé -se había limitado a contestar ella. Los dos miraban hacia el bosque que conformaba el paisaje que se extendía frente a ellos.

-No me gusta. No me gusta que te vayas a lugares lejanos, porque llegará el día en que no te pueda seguir.

Era una frase con doble sentido y Aria lo entendió perfectamente.

-Gamma, te dije que no te enamoraras de mí -contestó ella con absoluta calma, a pesar de que por dentro no lo estaba para nada.

Gamma la miró de forma severa, porque para los dos era algo obvio los sentimientos que él había desarrollado por ella.

-Va a tener que disculparme entonces, jefa.

Aria cerró los ojos un momento, un momento que denotó todo su cansancio, el físico producido por la enfermedad, y el psicológico por la presión de la guerra que se avecinaba, la preocupación por los suyos, la angustia de no poder confiar al hombre al que amaba todos sus secretos, de entre ellos, el que más quería: el secreto de que la mayoría de sus escapadas eran para poder ver a su pequeña Uni, que la estaban criando de forma que pudiese sustituirla cuando ella ya no estuviese.

Aria deseaba, necesitaba, contarle a alguien todo lo que sufría por dentro, pero no podía, no podía arriesgarse a que algo saliese mal, no podía hacer sufrir a los demás para que ella pudiese descargar un poco todo lo que llevaba por dentro. Ya no sólo porque era el trabajo del jefe cuidar de todos, sino porque amaba demasiado a ese hombre, a toda su famiglia, como para preocuparles de antemano.

Por lo tanto, Aria lloraba cuando estaba a solas, lloraba un momento y enseguida se pasaba el puño de la manga para limpiarse, porque esas lágrimas eran el producto de su determinación, de la resolución que había tenido cuando había aceptado de su propia madre el cargo que ser la jefa de los Arcobalenos suponía.

Lo peor de todo, lo que más angustiaba a Aria, era que su pequeña Uni tendría que pasar por lo mismo que ella, era inevitable.

Lo único que Aria deseaba era que Gamma estuviese junto a su pequeña cuando ella se fuese a ese lugar lejano al que nadie podría alcanzarla, para que la cuidase y la amase tanto como hacía ahora con ella.

Reborn y Luce.

Condena.

El único piropo que Luce le dedicó a Reborn fue el que le hizo cuando se conocieron, el que se refería a sus patillas. Nunca volvió a repetirse tal cosa. A menudo, Luce resaltaba lo buen mafioso que era, lo eficiente, lo respetable, lo elegante, lo astuto, sus cualidades naturales al fin y al cabo. Pero nunca se había vuelto a referir a su físico, a su estilo, a algo tan característico de él.

Porque Reborn no era Reborn sin sus patillas, así como Luce no era Luce sin su amabilidad, su calidez o su sonrisa. Eran cosas que iban plantadas en ellos, como esa distancia que Reborn imponía entre ellos, como ese cariño irremediable que Luce le manifestaba.

Eran completamente diferentes, como el cielo y la tierra que se mirarán eternamente pero nunca podrán tocarse. El cielo, Luce, mandaba en forma de lluvia, de besos, mensajes a la tierra para que no se sintiese tan solitaria, para que la separación eterna a la que se veían condenados desde el principio de los tiempos se le hiciese más llevadera. Y la tierra, gracias a esa lluvia, se empapaba de vida y seguía adelante.

No obstante, Reborn no era la tierra, era el sol, el amplio sol que iluminaba el cielo, impidiendo todo rastro de lluvia.

Él era el otro, el guardián, el que surcaba el cielo por completo. Condenado a no tener nunca contacto con esa lluvia, que se evaporaría antes de llegar a él. Los besos de Luce nunca llegarían a Reborn. Nunca, esa era su condena.

Reborn nunca supo quien era el padre de Aria, porque verdaderamente le hubiera matado. ¿Razones? Demasiadas o ninguna. Pero lo hubiera hecho, porque amaba de la manera más pura, la que le llevaría a matar por ello si era necesario.

Y de verdad que mataría, empezando por el bastardo de Byakuran. Porque ya había perdido a Luce, incluso a Aria, pero no iba a permitir, de ninguna forma, que ese psicópata pusiese un sólo dedo en Uni. Porque las mujeres de esa dinastía eran las únicas que lograban llegarle al corazón de esa forma tan pura; quizás tuviese algo que ver la sumisión a la que se veía condenado por su posición como Arcobaleno, o quizás no.

No importaba ciertamente, sólo importaba que había desenfundado su pistola con intenciones de matar nuevamente, y que esta vez no fallaría.

Todos los Arcobalenos detestaban la maldición que llevaban en sus carnes, y Reborn el que más.

Bel y Mammon.
Lo único que había llegado a amar en su vida.

Bel juraría que lo único que Mammon había llegado a amar en su vida era el dinero, porque según ella, con él se podía obtener absolutamente todo. Su mundo giraba entorno a esos trozos de papel, a esas cifras que se pasaba horas y horas contando cuidadosamente en su habitación y que tan feliz parecían hacerla. Bel podía entenderlo hasta cierto punto, porque a él le pasaba algo similar con la sangre, los cuchillos y una víctima interesante, pero en cuanto desaparecía la euforia, volvía al aburrimiento de siempre y ya no era feliz, por llamarlo de algún modo.

Pero Mammon parecía ser feliz siempre con su dinero. Bueno, ella era bastante rara para empezar, pero la sonrisa más radiante que le había visto a Mammon había sido producto del mejor pago recibido en su vida. Y no sabía por qué, pero a Bel le molestaba de sobremanera. Le enfurecía verla recrearse con sus cuentas, sus billetes y su mundo financiero. Le fastidiaba que lo que más captaba su atención era el dinero, porque Bel era un príncipe caprichoso que necesita atención constante, y da igual que sea un niño-genio, quiere la atención de Mammon, quiere ser ese dinero que palpa con sus pequeñas manos y que la hacen sonreír de esa forma.

Belphegor sabe que, la única forma de captar el interés de Mammon es lanzando un cuchillo al billete que tiene entre las manos para arrebatárselo y que éste quede pegado a la pared. Entonces Mammon se enfurecerá con él e irá a devolvérsela.

Mammon, por su parte, sabe que lo hace a propósito, pero no puede evitar que le moleste ese gesto, porque su dinero es sagrado y al perseguirle lo único que consigue es que Bel vuelva una próxima vez.

Bel juraría que lo único que Mammon había llegado a amar en su vida era el dinero, lo que no sabía, era que había cierto niñato rubio, de desquiciante risilla y egocentrismo, que conseguía alterarla más que un cuchillo clavado en su preciado billete.

Hibari y Chrome.

Ella nunca habló.

La existencia de Nagi siempre había sido bastante sencilla: nada de confusos sentimientos, nada de pensar en un futuro lejano, nada de metas, de complicaciones más allá de lo que cenará esa noche. Ella no le importaba a nadie y nadie le importaba a ella. No vivía esperando un cambio, no se desesperaba ante su soledad, no le importaban los cuchilleos de los demás respecto a ella, no notaba nada de lo que ocurría a su alrededor.

Hasta que un gato se cruzó en su camino. Un gato. Un coche. Una vida a punto de esfumarse y algo que nunca antes había sentido: adrenalina, preocupación, malestar. Se había acostumbrado a ser ignorada, había sido así desde el día de su nacimiento. Ella asentía, callaba y obedecía. Siempre. A su madre, a su padrastro, a sus profesores. El gato no le obedeció a ella cuando le advirtió que se apartase y un impulso, algo nuevo para Nagi, la había llevado a lanzarse para proteger al gato.

La existencia de Chrome siempre había sido sencilla: nada de confusos sentimientos porque la gratitud que le albergaba a Mukuro carecía de cargas emocionales ocultas, nada de pensar en un futuro lejano porque Mukuro pensaba por ella, nada de metas porque la suya ya la había alcanzado, de complicaciones más allá de serle útil a Mukuro. Ella le importaba a los Vongola, a Chikusa, Ken y Mukuro, y todos ellos le importaban a ella. No vivía esperando un cambio, no se desesperaba ante tanta compañía, no le importaban los cuchilleos de los demás respecto a ella, no se involucraba directamente con nada de lo que ocurría a su alrededor.

Hasta que Hibari Kyouya se cruzó en su camino. Hibari Kyouya. Rokudo Mukuro. Una atracción peligrosa que había ido acrecentándose con los años y algo que nunca antes había sentido: celos, impaciencia, rencor. Se había acostumbrado a ser intermediaria, había sido así desde el día en que Mukuro le pidió que cambiaran y se abalanzó sobre Hibari. Ella asentía, callaba y obedecía. Siempre. A Mukuro, a Tsuna, a Ken y Chikusa. Hibari no le obedeció a ella cuando le advirtió que se apartara y un impulso, algo prohibido para Chrome, la había llevado a lanzarse para proteger a Hibari.

El gato nunca agradeció a Nagi lo que había hecho por él, quizás ni siquiera fue consciente de que si estaba vivo era gracias a su sacrificio. Ella acabó en un hospital, con su vida pendiendo de un hilo, escuchando como afuera las personas que se suponía debían quererla discutían sobre qué hacer con ella, sin que les importasen lo más mínimo sus sentimientos. Nadie se había detenido nunca para preguntarle qué pensaba al respecto o si tenía algo que decir. Posiblemente Nagi tenía muchas cosas que decir, pero ella nunca habló.

Hibari nunca agradeció a Chrome lo que había hecho por él, quizás ni siquiera fue consciente de que si estaba vivo era gracias a su sacrificio. Ella acabó en un hospital, con su vida pendiendo de un hilo, escuchando como afuera las personas que se suponía la querían discutían sobre qué hacer con ella ahora que la batalla contra Millefiore estaba al rojo vivo y no podían permitirse más bajas, sin que les importasen lo más mínimo sus sentimientos. Nadie se había detenido nunca para preguntarle qué pensaba al respecto, si realmente quería luchar o si tenía algo que decir. Posiblemente Chrome tenía muchas cosas que decir, pero ella nunca habló.

Escritos todos de un tirón, menos el último que ya lo tenía, así que no me hago responsable de nada (?).

lal/colo, 1896, bel/mammon, gamma/aria, reborn/luce, lambo/i-pin, escritor/a: lurque, 6996

Previous post Next post
Up