Este fic ya lo publiqué en su momento con otra cuenta, pero acá viene la versión (levemente) mejorada.
Disclaimer: Harry Potter le pertenece a JKR
Título: Porcelana fría
Fandom: Harry Potter
Pareja: Alecto/Narcisa, con insinuación de Bellatrix/Narcisa
Rating: R
Spoilers: DH
Advertencias: Dub-con. Es decir, un consenso sexual algo... cuestionable.
Summary: Alecto nunca desesperó de encontrar la belleza perfecta de las muñecas de porcelana en versión natural, y cuando ve la hermosura gélida de Narcissa Malfoy sabe que la ha encontrado.
Escrito para:
neyade Título: Porcelana fría
Fandom: Harry Potter
Pareja: Alecto/Narcisa, con insinuación de Bellatrix/Narcisa
Rating: R
Spoilers: DH
Advertencias: Dub-con. Es decir, un consenso sexual algo... cuestionable.
Summary: Alecto nunca desesperó de encontrar la belleza perfecta de las muñecas de porcelana en versión natural, y cuando ve la hermosura gélida de Narcissa Malfoy sabe que la ha encontrado.
Escrito para: neyade
Cuando era pequeña, nunca jugó con muñecas. Prefería treparse a los árboles, atrapar ratones y sapos que después intentaría diseccionar sin éxito (siempre los terminaba destrozando) o jugar a las escondidas con su hermano, en el enorme caserón de sus abuelos donde había que tener cuidado de no encontrarse con un boggart dentro de un polvoriento baúl o algo aún más siniestro oculto entre las sombras.
Sin embargo, su abuela tenía una colección de bellísimas muñecas de porcelana. Había de todos los tamaños y modelos. Algunas pequeñas, otras casi del tamaño de una niña al natural; rubias, morenas y pelirrojas; con rizos como tirabuzones o lacios cabellos larguísimos. Vestidas de marinerito, de terciopelo oscuro, tocadas con velos o sombreritos de paja. Todas con ojos brillantes sombreados por pestañas oscuras, sonrisas dibujadas y rostros delicados.
Son muy frágiles, le dijo su abuela en tono cortante cuando le pidió prestada una de ellas, particularmente hermosa con su cabellera platinada y su piel de marfil. Las romperías con tus manos torpes, añadió mientras las colocaba en el estante más alto. La niña se tragó su decepción lo mejor que pudo, porque aún a su corta edad sabía, en el fondo, que su abuela tenía razón. Sus manos, torpes y ásperas, no habían sido hechas para manipular cosas delicadas, sus movimientos bruscos y su cuerpo desgarbado ya habían roto más de un jarrón y enganchado cuanto vestido bonito le regalasen en el clavo más cercano.
Pero aunque nunca se atreviera a agarrarlas (aún cuando ganó la suficiente estatura para alcanzar el estante) aquellas muñecas poseían una extraña fascinación sobre ella. Podía pasarse horas enteras sentada en el suelo, contemplando su belleza fría y lejana, imaginándose sus cabellos sedosos resbalando entre sus dedos, preguntándose si realmente existirían niñas tan hermosas, tan perfectas. Miraba sus propias manos ásperas, sus dedos nudosos, sus dientes sobresalidos, el cabello opaco y los rasgos toscos de su rostro y trataba de verse con cabellos largos y lacios del color del trigo o la plata pulida, pómulos pronunciados y ojos azules como zafiros, pero no podía. Apretaba los párpados para contener las lágrimas y se mordía el labio con tanta fuerza que se sacaba sangre. Su hermano se reía de ella y sus padres le echaban en cara que descuidaba sus estudios (o lo hicieron hasta que aprendió los hechizos y maldiciones para hacer callar a su hermano e impresionar a sus padres).
Nunca desesperó, sin embargo, de encontrar una de las muñecas de porcelana de su abuela en versión natural, aunque sus compañeras de Hogwarts tuvieran casi tan poca gracia como ella misma, aunque las mujeres que conoció después tuvieran que recurrir a pócimas y hechizos para alcanzar la belleza, sin lograr nunca el ideal.
Encontró lo que buscaba cuando menos se lo esperaba. Una reunión donde el código de vestimenta indicaba túnicas negras y máscaras blancas, convirtiendo a los asistentes en casilleros de ajedrez de un juego demoníaco. El lugar era una mansión fastuosa, de escaleras de mármol y cortinados de terciopelo, telones de una función tétrica por comenzar.
Entre las túnicas negras se deslizaba ella, con frases corteses pero frías, representando a la perfección su papel de anfitriona. Con su rostro descubierto, la máscara más impenetrable de todas, sus cabellos refulgentes bajo la luz titubeante de las velas y su andar silencioso y grácil ella supo que esa mujer de ojos gélidos era lo que había estado buscando desde niña. Había algo casi sobrenatural en su fría belleza, en sus cabellos platinados cayendo como luz de luna por su espalda, los rasgos finamente cincelados en el mármol de su rostro, sus manos níveas, suaves y perfectas, las curvas que se adivinaban por debajo de la elegante túnica.
Una sola mirada bastó para que se encendiera su fascinación. Sus ojos no podían dejar de seguirla, sus dedos ardiendo en deseos de enredarse en sus cabellos claros, de rozar aunque fuera por un instante el marfil de su piel sin mácula. Pero sabía, sabía que la distancia que separaba sus manos toscas de sus rasgos perfectos de escultura griega era mesurable en años luz, que estaba tan lejos de alcanzarla como las muñecas en el estante más alto cuando era niña. Las pequeñas de manos ásperas y torpes no podían jugar con las bellísimas muñecas de porcelana de su abuela, así como las mujeres toscas con dedos más hábiles para las maldiciones que para las caricias nunca rozarían siguiera la perfección de una diosa griega.
Pero el tiempo pasó y así como un día tuvo la altura suficiente para alcanzar el estante más alto con las muñecas, ahora las tablas se habían dado vuelta y esta vez a ella no le faltaría el valor para tomar lo que deseaba.
Fue simple, como nada nunca en su vida lo había sido. Unas pocas palabras bien elegidas pronunciadas a media voz, un roce en absoluto casual en un pasillo desierto, la amenaza apenas disimulada y el hielo se derritió en esos ojos claros, reemplazado ahora por la comprensión y el temor. Tu hijo ahora está bajo mi cuidado, susurró junto a su oído, sus manos deslizándose hasta sujetarla por la cadera, atrayéndola poco a poco hacia sí. Depende de mí que permanezca a salvo y lo sabes.
Un gemido de dolor escapó de sus labios cuando la empujó contra la pared con brusquedad. Calla, gruñó contra su cuello. Calla y nada malo le pasará a tu precioso hijo. El gemido se cortó abruptamente. Así me gusta agregó mientras sus manos ásperas le levantaban la parte inferior de la túnica, se deslizaban por sus muslos, frotando y a veces hasta pellizcando la piel tersa y sorprendentemente cálida. Se apretó contra su espalda, hasta que todo su cuerpo cubrió el de la mujer, más alta que ella pero también más frágil, con sus brazos delgados atrapados bajo su peso y su rostro presionado contra la pared.
Los dedos toscos no se preocuparon por ser delicados mientras exploraban la piel nívea ni cuando desgarraron la fina ropa interior de encaje, dejando caer los jirones al suelo. Ni un solo gemido ni suspiro de dolor escapó de esos labios delgados, apretados con fuerza, y ella sonrió con satisfacción. Sentía un placer que nunca había conocido antes, ni siquiera al torturar a esos sucios Muggles. Porque no era una asquerosa alimaña la que se doblegaba bajo el peso de su voluntad, sino una mujer poderosa, de mármol y hielo quien había caído bajo su control y el sentimiento de triunfo era embriagador.
Así comenzó el juego, entre las sombras, en pasillos y recámaras desiertas donde nadie podría interrumpirlas, donde nadie podría rescatar a la doncella rubia. No que la doncella fuera a gritar pidiendo ayuda. Al contrario que las heroínas de los cuentos infantiles, la doncella ya no era una niña inocente sino una mujer astuta y manipuladora, quien era consciente del precio que debía pagar para proteger a su hijo y estaba dispuesta a hacerlo. Un estremecimiento placentero le recorría la columna vertebral a la mortífaga cuando contemplaba a aquella diosa griega de rodillas frente a ella, su piel desnuda y nívea a veces enrojecida y lacerada por la torpeza de sus manos, sus labios hinchados después de seguir sus órdenes al pie de la letra, su cabellera perfecta enmarañada después que sus dedos toscos se hubieran enredado en ella. A veces la tomaba contra la pared, como aquella primera vez; otras contra el frío suelo de piedra. A veces la obligaba a ella a hacer todo el esfuerzo, la obligaba a usar sus labios y sus manos para producirle placer, a rebajarse como una esclava, una prostituta que sólo existía para el disfrute de otros. Otras veces le ordenaba que se extendiera sobre el suelo y no moviera un solo músculo, mientras ella dedicaba todas sus energías a explorar cada recoveco, cada sombra y matiz de su piel de porcelana. A veces lograba hacer que todo su cuerpo temblara y se estremeciera bajo su tacto (e intentaba no fijarse en la fugaz mueca de disgusto que ensombrecía el rostro de marfil cuando esto sucedía), otras veces sus movimientos eran tan brutales que le arrancaba algunos cabellos al tirar de ellos para atraerla hacia sí o hacía sangrar sus labios al besarla (su abuela tenía razón, sus manos no estaban hechas para las cosas delicadas).
Nunca se quejaba. Nunca desobedecía una orden tampoco, por más humillante que fuera. Lo aceptaba todo con estoicismo, como si realmente fuese una escultura de mármol sin sangre en las venas, y después actuaba con la misma gélida altivez acostumbrada, como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, a veces podía verse un destello en sus ojos claros - vergüenza, tal vez; odio, quizás. A ella no le importaba, porque lo que la otra mujer pudiera sentir le era irrelevante. Por una vez, era ella quien tenía el poder y no pensaba renunciar a él.
Era cuidadosa, sin embargo. No porque creyera que ese pusilánime sin carácter que tenía por marido fuera a hacer algo al respecto, pero había notado la mirada desconfiada en los ojos grises de su hermana mayor, el gesto posesivo con el cual la tomaba del brazo, alguna caricia bajo el mantel que no parecía del todo fraternal. Conocía demasiado bien a la mujer de cabellos oscuros como noche cerrada y párpados pesados como para tomar sus miradas amenazadoras a la ligera, pero mientras que las sospechas la mortífaga preferida del Señor Oscuro no cobraran forma, ella estaría a salvo.
Ni sus ojos ni los de su hermano contemplaron la batalla final que decidió el curso de la guerra. Al recuperar la conciencia se encontraron atados de pies y manos, el cielo alrededor suyo restallando con el fulgor de un centenar de haces de luces de todos los colores, los gritos desgarradores, las maldiciones a voz en grito, los pasos apresurados y la roca derrumbándose llegaban hasta sus oídos a través de los muros, pero ellos no podían hacer nada para unirse a la pelea. Intentaron liberarse sin éxito, y cuando el primer rayo de sol surcó las nubes un silencio sepulcral se apoderó del antiguo castillo. Se miraron el uno al otro, sabiendo al instante que la batalla había terminado pero, ¿quién cruzaría por esa puerta para librarlos de sus ataduras? ¿Sus compañeros de armas, con la frente en alto tras la victoria? ¿O serían los Aurores, dispuestos a arrastrarlos a Azkaban?
La incertidumbre se convirtió en una tortura con el transcurrir de las horas. Parecía que el universo se había olvidado de ellos dos, abandonados en lo alto de la torre, sin escapatoria posible.
Escucharon primero los pasos apresurados, y contuvieron la respiración. Una túnica negra demasiado elegante para pertenecer a un alumno o profesor, un andar grácil sumamente familiar, un rostro tan blanco y pétreo que parecía la máscara de uno de los suyos. Su hermano soltó una exclamación de alivio al reconocerla, convencido que era su salvación, la señal de que su bando había obtenido la victoria. Ella, en cambio, se tensó. Algo en la expresión inescrutable de la mujer rubia la perturbaba, porque nunca la había visto así. Sus movimientos eran delicados como siempre pero había decisión en ellos también, en los profundos glaciares de sus ojos claros el hielo se había derretido, dejando paso a un fuego letal. Sólo le dedicó una mirada fugaz a su hermano, y una sonrisa macabra curvó sus finos labios, una sonrisa que no hubiera desentonado en el rostro de la mayor de las Black.
Un solo movimiento de muñeca, una maldición pronunciada con voz firme y la vida se extinguió en los ojos del hombre que había sido su única familia durante años. Un grito desgarró su garganta, un grito de dolor y de furia; un grito que nunca sería escuchado por nadie, porque la bruja había tomado la precaución de insonorizar la sala previamente.
Sus ojos claros se clavaron en los suyos y se estremeció ante lo que vio en ellos. Maté a tu hermano y también hice que matasen a tu Señor. Ninguno de ustedes vale absolutamente nada. Su sonrisa se volvió más pronunciada. Mi familia sobrevivirá, como siempre, mientras la tuya caerá en el polvo y el olvido. Disfruta el camino al infierno, allí verás a tu amo, porque lo envié yo.
Quiso gritarle que era una mentirosa, que el Señor Oscuro jamás caería y que se vengaría por la muerte de su hermano, pero nunca tuvo la oportunidad. La varita se alzó una vez más, y antes que el destello esmeralda le arrancase la vida, tuvo tiempo de pensar que su abuela tendría que haberle advertido que las muñecas de porcelana además de frágiles, eran peligrosas.