Croissant: 11. Libre albedrío.
Título: Princesa de manos tibias con tacones de cristal.
Palabas: 1.660.
Notas: Es un poco largo, pero no demasiado. Espero que
_juliettinha_no sufra mucho leyéndolo XDD.
De pequeña, su padre le había puesto el apodo de “princesa”. Ahora que ya tenía dieciséis años, él había empezado a llamarla “reina”, incluso delante de sus amigos. Y a ella no le importaba, pues le gustaba considerarse como una especie de reina dentro de su círculo social.
Era la más popular del instituto, y cualquier cosa que ella hiciera o dejase de hacer acababa convirtiéndose en moda. Era a veces rubia, y a veces morena. Incluso durante un mes fue pelirroja, pero su novio de aquél entonces (Kevin, o Corin, no se acuerda) se cansó del color, y le sugirió que se lo tiñera permanentemente de rubio. A ella no le importó obedecer sus órdenes, como tampoco le importaba bajar la cabeza hasta la entrepierna de los chicos cuando ellos la empujaban por la nuca, aunque le diera asco. En realidad nadie sabía que su verdadero color de pelo era castaño oscuro con matices cobres. Ella se esforzaba por ocultarlo, porque lo consideraba vulgar, e iba cada semana a la peluquería para que se lo alisaran como a una modelo.
Tenía piernas de infarto, tan largas que parecía que estuviera permanentemente subida a unos tacones. Tacones de cristal, decía su padre, como los de cenicienta. Le gustaba que la miraran cuando caminaba por los pasillos del instituto, con la falda más corta de lo normal y la boca pintada de rojo fuerte.
Tenía amigos y amigos, tenía gente que la saludaba por los pasillos y tenía chicas que querían ser como ella. Tenía una camiseta de color negro, con la frase “Fuck you” escrita con purpurina rosa. Alardeaba de estar de vuelta de todo, y, cada mañana, ante el espejo, se reafirmaba a sí misma diciéndose que era una adolescente preciosa y llena de seguridad. Una niña que se iba convirtiendo en mujer a pasos agigantados, entre mezclas de alcohol y un poco de droga, sexo, y nada de besos, que no estaban de moda. En realidad, era una cría llena de deseos y vacía de caprichos (porque lo tenía todo) que nunca había besado a nadie. Un chico de piel morena y ojos oscuros le dio una vez un lametón en los labios mientras ella lo masturbaba, pero nadie consideraría aquello como un beso de verdad.
Para su padre, y el instituto entero, era una reina. Para sí misma, era una princesa que aún dormía con su osito de peluche entre los brazos. Inmadura, y en el fondo rota por dentro porque nadie en su vida la había querido. No de verdad; no como en las películas.
Ella jamás pensó que tocaría fondo. Cuando pensaba en el futuro, lo hacía planeando el vestido que llevaría para la fiesta del viernes siguiente. Por eso, cuando las acciones en Bolsa de su padre cayeron en picado y su familia se convirtió en una de las más pobres de la ciudad, ni siquiera fue capaz de reaccionar. Ella siguió comprando ropa de marca con el dinero que sacaba de la cartera de su padre, y bolsos, y cosméticos. Pensaba que una princesa dejaba de serlo en el momento en el que se veía privada de sus lujos.
Pero un día su padre guardó el dinero que les quedaba en una caja fuerte, y al día siguiente sus progenitores vendieron la casa, y las joyas, y los vestidos. Para ir al instituto tuvo que vestirse con un chándal ancho y desgastado que su madre le había guardado. El pelo se le desordenaba alrededor de los hombros, medio rizado, encrespado aquí y allá.
Cuando llegó al instituto sus amigos la ignoraron. Algunos chicos con los que se había metido cuando tenía poder para hacerlo la abuchearon. Así que se escondió de las miradas de todos en un rincón de la clase, en un rincón del comedor, y apretándose contra las taquillas para que nadie la viera al salir. Se convirtió en una princesa de sueños rotos, una princesa de manos tibias y zapatillas deportivas. Se le rompieron sus tacones de cenicienta, y el cristal se le fue clavando en los pies durante todo el camino a casa. Sola, con la piel sangrando y la cabeza gacha.
Los días pasaron, hasta que su color de pelo volvió a ser castaño y, en sus propias palabras, corriente. Sus padres habían comprado un piso a las afueras, donde se las arreglaban con el nuevo trabajo de funcionario de su progenitor.
Ahora vestía camisetas sosas y vaqueros de rebaja. Nadie le hablaba, y ella se odiaba tanto a sí misma que empezó a meterse los dedos en la garganta para provocarse el vómito y hacerse daño. Quería morirse, desaparecer, y que así todo el mundo dejara de mirarla por encima del hombro; tal como había hecho ella apenas unos meses atrás.
Una tarde, cuando volvía a su casa tras el instituto, se resbaló con el barro que la lluvia del día anterior había dejado sobre el camino y cayó al suelo como un peso muerto. Se quedó tumbada bocabajo, con las rodillas temblando y la cara manchada de barro, pensando que ya no se volvería a levantar más. Tal vez tuviera suerte y la arroyara un coche; tal vez sus padres ni siquiera se molestaran en buscarla, pues ya no servía para nada ni para nadie.
Escupió la arena de la boca, lloró con el cuerpo contraído y, cuando empezaba a notar nuevas gotas de agua sobre la piel de las mejillas, unas manos salidas de entre la niebla la agarraron por debajo de los brazos y consiguieron levantarla del suelo. Observó, aturdida, a la persona que había frente a ella. Un primer trueno despejó el ambiente, para que la lluvia pudiera comenzar a caer. Llovía tan fuerte que ni siquiera estaba segura de que hubiera alguien frente a ella. Hasta que una voz masculina dijo “Hola, me llamo Zack” y de repente un rostro afilado y de dientes blancos apareció frente a ella. Él le tendió la mano, y ella se la apretó con pulso tembloroso. Estaba tan caliente que sintió que se quemaba. “¿Quién eres tú, princesa?”
Ese día, el joven la acompañó hasta su casa, que resultó estar a apenas unos metros de la suya. Eran vecinos. Ella ni siquiera había reparado en que había alguien más viviendo por allí (un lugar tosco de un barrio de mala muerte) hasta que le conoció a él. Lo cierto era que, hasta que llegó Zack, ni siquiera había reparado en que había más personas en el mundo aparte de ella y de sus ganas de autodestrucción. Personas amables y de mano cálida, que llamaban princesa a una chica aunque ésta llevara una ropa ancha comprada en el mercadillo, el pelo encrespado por la humedad y la cara cubierta de barro.
Y ella se enamoró. Se quedó colgada de él como no lo había estado de nadie, en parte porque nadie la había tratado jamás tan bien (Zack tenía su edad, pero había tenido que dejar el instituto y empezar a trabajar hacía un par de años. Y, aún así, a menudo la acompañaba en el camino que iba del colegio hasta su casa). Pero, sobre todo, se había enamorado de él por… por nada especial. Simplemente porque era él, sin razones, sin “es que tiene muy buen humor” ni “es que cocina muy bien”, sin racionalidad, sólo porque era Zack, el vecino de enfrente.
Cuando tenía dieciocho años, Zack la llevó al baile de graduación. Se vistió con su mejor traje (heredado de su padre fallecido) y la fue a recoger en una moto que había comprado apenas unas semanas atrás con sus ahorros. Ella no llevaba un vestido demasiado acampanado, ni de tela suave y elegante. Era un vestido normal, que había decorado con unos sencillos pendientes bañados en plata y una pulsera de seda con flor azul que él le había regalado. No le importó ponerse el caso por el hecho de despeinarse, pues ya había aprendido a aceptar su pelo revuelto e indomable, ese que a veces el mismo Zack se quedaba acariciando durante horas.
Esa noche bailaron; y él la cogió de la cintura. Ella ignoró las miradas de sus compañeros, sin importarle si estaban hablando de ella para criticarla o elogiarla. Sólo quería que él la mirara.
En un momento de la noche, Zack la cogió de la mano, entrelazando sus dedos, y le besó la palma. Ella se sonrojó. “Pareces una princesa.” le dijo.
“¿Sólo hoy?” preguntó ella, algo decepcionada. A esas alturas de la vida, y después de todo lo que había tenido que pasar para ser la persona que era ahora, odiaba pensar que él creía que una mujer era una princesa sólo cuando llevaba ropa elegante.
“Déjame terminar, anda” sonrió el chico “Pareces una princesa hoy, con tu colorete y tu cara sonrojada. Lo parecías ayer, porque estabas preciosa con esa camiseta de algodón y los pantalones de chándal. Y lo parecerás mañana, aunque te despiertes con resaca y el pelo enredado sobre la almohada. ¿Todavía no lo entiendes? No importa lo que lleves puesto, ni si estás más o menos arreglada. Yo te voy a querer cuando tengas mal aliento o te estés sonando la nariz.” la primera reacción de ella fue reír. Luego, cuando se dio cuenta de que él había nombrado la palabra ‘querer’, se le atascó la risa en la garganta. “Te quiero, princesa.”
Y la besó.
No fue un beso perfecto, porque ninguno de los dos era la princesa o el príncipe de un fantástico cuento de hadas. Él le dio su primer beso (torpe, dulce) mientras bailaban, con los pies de ambos moviéndose apenas unos centímetros a cada paso. Y ella le devolvió el beso; achispada por los nervios, atontada por la boca caliente de él sobre sus labios.
Y mientras él la cogía de la cintura, manteniéndola apenas a unos centímetros de su pecho, ella sonrió para sus adentros, feliz.
Nunca había pensado que un beso pudiera saber tan bien.