Sé que aquella mañana tuve que apagar el despertador sin haber pegado ojo, el nerviosismo que en este tipo de ocasiones se adueña de mí me impidió hacerlo. En la estación esperé sentado una media hora, hasta que llegó el momento de partir, mientras tanto me ocupé de observar a la gente que iba de acá para allá apresurada, entre ellos turistas tirando de pesadas maletas o ejecutivos mirando sus relojes preocupados. Unos minutos después de haber subido al tren, éste se puso en marcha, muy poco a poco y en sentido opuesto al que yo me encontraba sentado. En aquel momento sentía cierto temor ante la incertidumbre de lo que iba a encontrar en mi lugar de destino, así que decidí apoyar la cabeza en el ventanal y relajarme escuchando a John Coltrane, mientras veía cómo iba dejando atrás kilómetros y kilómetros de paisaje.
Una vez hube llegado cogí mi mochila y bajé del tren. Me detuve impresionado por la multitud que discurría a mi alrededor, me parecieron ratones que se movían rápido junto a mí. Las horas que prosiguieron a mi llegada las dediqué a vagar por calles que no conocía, abstraído en mis pensamientos. Más tarde entré en un restaurante del que no tenía referencias, me senté en una mesa, e hice lo que siempre me pareció el súmmum de la tristeza, almorzar a solas, aunque al fin y al cabo, no era para tanto. Recuerdo que en una de las calles principales vi caminando con cierto aire melancólco a una chica preciosa, de pelo negro y tez pálida, sabía con certeza que sería la primera y última vez que la vería, y me puse a imaginar cómo sería la vida de aquella desconocida, a dónde iría o con quién se encontraría. Y fue, mientras sostenía un vaso de papel con café amargo y miraba aquel cielo gris contaminado, cuando supe a dónde me dirigiría.