Los domingos por la tarde era habitual que mi padre me llevara a casa en su coche, ya que el autobús era agotador. Tomábamos el camino más corto, siguiendo una carretera secundaria llena de curvas, pero más rápida al fin y al cabo. En el primer tramo de ésta, ascendíamos y ascendíamos, tanto que los oídos llegaban a taponársenos. Me fascinaba mirar por el abismo que se abría a mi lado, la vegetación que cubría la zona y las casitas esparcidas por la ladera de la montaña. A aquella altura, por mucho que lo intentásemos, la radio no llegaba a sintonizar ninguna emisora, pero era curioso cómo ésta recorría el dial una y otra vez sin éxito, así que la dejábamos encendida, por si acaso. Al rato, la subida finalizaba y se abría ante nosotros una extensa planicie, cambiando el paisaje por otro más árido, cubierto de rocas volcánicas. Mi padre me contaba historias, casi siempre las mismas, recuerdo especialmente una sobre los maquis que se escondían en la sierra que discurre junto a la carretera, y de cómo un día un pelotón de la guardia civil la rastreó palmo a palmo hasta dar con ellos. De vez en cuando atravesábamos algún pueblo, todos de calles estrechas y sombrías, eran tan tranquilos, que tan sólo parecía que lo habitasen varios perros y algún que otro anciano sentado en el bar viendo el partido de fútbol de la semana.
Carreteras secundarias que conducen a tu alma.