Comprensión
Todavía ahora, a estas alturas de la vida, hay cosas que Ryoma no puede entender.
Los codazos que se dan las mujeres cuando los ven pasar por la calle no pasan desapercibidos por los atentos ojos de Ryoma. Tampoco la evidente mirada de reprobación que les lanzan cada vez que hay algún roce entre ellos. O las lágrimas que derramó su madre cuando le comunicó que entre él y Atobe existía más que una simple amistad, estaba muy seguro de que no eran lágrimas de felicidad, que tampoco era que lo esperara con muchas esperanzas pero, vamos, si su madre estaba en contra suya ¿qué rayos podía esperar del resto del mundo?
Ryoma observa pero no entiende. Se entera de las cosas. Sabe que en muchos clubes de calidad no sería bien recibido, sabe que probablemente la mitad de las familias ‘bien’ no le dirigiría la palabra ni aunque su vida dependiese de ello.
Ryoma sabe todo eso pero no entiende. Deduce las cosas más simples, sí. Obviamente la culpa la tienen los prejuicios, los estereotipos, la cultura del país, la deficiente educación y mayormente la idiotez congénita de la gente; él entiende todo eso.
Pero no concibe que Atobe siga siendo Atobe después de todo aquello. No comprende por qué sigue con él. Por qué, cuando las miradas son tan crueles y frías, él sigue sosteniendo su mano en público y continúa caminando a su lado como si nada más importara y él en cambio tiene ganas de desearles a todos aquellos imbéciles un feliz ‘váyanse al diablo’; tampoco que aun ahora siga enviando regalos a su familia, o que intente mantener una relación de cordialidad con sus amigos, o que esté más preocupado por su itinerario de viaje que por el cuidado de sus manos. Ryoma no entiende.
Pero, luego de darle vueltas y más vueltas al asunto, decide dejarlo quieto, es entonces que aparece Atobe nuevamente con su sonrisa arrogante que, en cuanto cierra la puerta, se transforma en un gesto irreconocible para los demás, reservado sólo para él es que por una fracción de segundo Ryoma puede alcanzar a comprender un poco de aquél asunto.