Oct 14, 2005 16:35
«No discutiré sobre palabras, siempre que se aclare qué significan», escribió René Descartes.
Tal como se está desarrollando el debate sobre el proyecto de nuevo Estatuto catalán, se diría que para muchos lo más importante es que en su prólogo se emplee o no se emplee el término «nación» para referirse a Cataluña, y no los derechos que el texto estatutario atribuye o niega al pueblo catalán y a sus instituciones representativas. De hecho, hubo un momento en el que llegué a pensar que la discusión sobre el uso de la palabra de marras no era más que una añagaza destinada a desviar la atención de la opinión pública y evitar que el debate se centrara en lo material y sustantivo, que es lo que concreta en el articulado. Pero no. Según los nacionalistas españoles han ido insistiendo más y más en sus posiciones, me he rendido a la evidencia de que lo que defienden es realmente una cuestión de principio: entienden que, si se avinieran a que Cataluña fuera definida como nación, estarían aceptando que se privara al Estado de su patria potestad sobre el pueblo catalán. Dicho sea en los dos sentidos de la palabra patria: permitirían que el hijo díscolo se emancipara legalmente.
Lo que me llama más la atención es la tenacidad con la que se aferran al artículo 2º de la Constitución. Recuerdo su redacción: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
Es una chapuza de aquí te espero, sólo comprensible por el juego de equilibrios político-semánticos que sus redactores se creyeron obligados a hacer (*).
En primer lugar, la Nación española podrá ser muchas cosas, pero no indivisible. A no ser que naciera en 1978. Es un hecho que escasos años antes de aprobarse la Constitución hubo diversos territorios considerados hasta entonces parte indivisible de la indisoluble unidad, etc., que se separaron de la Nación española para constituir un Estado independiente (Guinea Ecuatorial) o una zona en indivisible e indisoluble conflicto (el Sahara Occidental). Ahora cada cual podrá opinar de aquello lo que le venga en gana, pero hace medio siglo a nosotros se nos enseñó que Fernando Poo y Río Muni eran «tan españolas como Burgos», y que se anduviera con ojo quien dijera lo contrario. Igualito que ahora con Ceuta y Melilla.
A lo largo de los siglos, España no ha parado de perder territorios sujetos a su soberanía. No sólo en África, América y Asia, sino incluso dentro de la propia península. ¿De cuándo data la Nación española? ¿Es mejor dejar la cosa para después de la batalla de Ourique, que suele tenerse en Portugal por origen de su independencia? ¿O la Nación española ya existía antes, sólo que divisible?
Todavía más chapucera es la referencia que el artículo 2º de la Constitución hace a «las nacionalidades y regiones» que, según ella, integran la Nación española. ¿Cómo se puede hacer semejante afirmación y no precisar en ningún lado qué y quién es una «nacionalidad», qué y quién es una «región», en virtud de qué se distinguen las unas de las otras y qué efectos tiene recibir una u otra categorización constitucional?
Esas precisiones, en rigor imprescindibles, quedaron sin hacerse. No sólo porque los constituyentes no quisieron meterse en el lío de excluir a determinadas zonas de la categoría de nacionalidad, sino, sobre todo, porque se hubieran visto en la necesidad de ingeniárselas para establecer una definición de «nacionalidad» que no remitiera directamente a la de nación. Se las hubieran visto y deseado.
Seamos sinceros: el artículo 2º de la Constitución fue tan sólo un apaño que los diputados de las primeras Cortes hicieron en su momento para no enfadar demasiado a nadie, aunque fuera a costa de no afirmar nada medianamente serio. Apoyarse ahora en él, cual quintaesencia de la realidad española de 2005, para negar a la ciudadanía catalana el derecho a definirse como se siente no pasa de ser una forma de disimular de manera hipócrita lo que realmente se trata de decir: «No lo vais a hacer porque a mí no me da la real gana, y porque el que tiene las armas tiene el poder». Porque es eso.
(*) La Constitución Española contiene incongruencias a porrillo. Una que no he oído citar, y que podría cobrar actualidad tal como están las cosas, es la que establece el art. 139.1, que figura precisamente en el Título VIII («De la organización territorial del Estado») y que dice: «Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». Apoyándose en tan rotundo artículo de la Constitución, los funcionarios afincados en Cataluña o Euskadi que desconocen la lengua propia de la comunidad autónoma correspondiente podrían negarse a usarla, puesto que eso les impone una obligación de la que carecen los funcionarios asentados en otras partes del territorio del Estado. Pero, también en virtud del mismo campanudo artículo, si se admite que un vasco o un catalán tienen derecho a expresarse en euskara o catalán en sus relaciones con la Administración vasca o catalana, ¿quién les podrá negar el derecho a hacerlo también con la Administración de Extremadura, de Andalucía o de Melilla? ¡Sus derechos son los mismos en cualquier parte del territorio del Estado! Bien, pues probad a entrar en un cuartelillo de la Guardia Civil de Almería a hacer una denuncia en euskara. Mejor será que no llevéis un ejemplar de la Constitución en la mano. Más que nada para que no os peguen con él.